Llovía. La tarde era el preludio de un fin de semana de
chubascos, de cielos grises y viento, el anuncio de que al invierno no se le
olvida nunca hacernos una visita. La calle Preciados parecía ajena a todo.
Miles de personas caminaban por ella, como siempre, pero esta vez paraguas en mano, esquivando a veces al
resto de viandantes y, otras, ignorando que habían estado a punto de sacarle un
ojo a quien caminaba tras ellos. Las tiendas servían de refugio improvisado. Y
los voladizos de los balcones, las marquesinas del autobús, las entradas de los
hoteles a medida que avanzábamos por la Gran Vía de camino al Hotel de las
Letras.
Caminaba bajo mi paraguas rojo. Pegados a mi pecho, protegidos tan solo por una bolsa de
plástico, los ejemplares de La novela de Rebeca que tenía el encargo de
llevarme firmados por su autor me recordaban que faltaba muy poco para
reencontrarme con Teresa, Concha y Manuela. Para los besos de bienvenida, para
esos minutos en los que las preguntas de cortesía sonarían reales, porque importa qué tal están, cómo les ha ido en estos meses en los que solo nos hemos
podido “ver” de manera virtual.
Llegué con mis chicos, con seis escasos minutos de margen.
Es complicado andar por la ciudad bajo la lluvia. Mientras mis pies seguían
la secuencia de cada paso me iba preguntando dónde está ese ritmo rápido de las
grandes urbes. En mi pequeño mundo, donde me muevo cada día, no hay nadie que
entorpezca un paseo rápido. La velocidad funciona diferente. El espacio se
recorre en menos tiempo, por más que sea el mismo medido en metros. Aquí la
impaciencia escala posiciones en la gráfica, haciéndose presente en una
ecuación donde no está convocada. Y eso que dicen que la física no entiende de
emociones...
No nos dio tiempo a mucho mientras Mikel Alvira llegaba.
Besos. Conocer a Marta, la amiga de Manuela, que, casualidades de la vida, vive
en mi pueblo, en el que crecí. Llegaron también Luis y Teresa. Y, un poco más
tarde, Nicolai. Unos sillones blancos. Dos pequeñas mesas redondas blancas. Cojines
blancos. Un revoltijo de abrigos y bolsos colocados donde menos estorbasen y
empezamos.
La reunión para hablar con Mikel de su novela tenía muchas
ventajas. La primera, que todos habíamos leído el libro y podíamos hablar de él
sin temor a spoilers. Hablamos. Preguntamos. Por el proceso creativo, por
manías, por detalles que aparecían en la lectura de la novela. Por la
estructura. Por la forma de abordar una novela. Por las frases. Por el significado
de trascender. Por la figura del agente literario…
Miré el reloj la primera vez cuando había pasado hora y
media. Mis chicos no se habían quedado, para ellos esta reunión no tenía el
atractivo ni el interés que despertaba en mí y se fueron a pasear bajo la
lluvia. De momento estaban tranquilos, porque no encontré ningún mensaje que
demostrase su impaciencia.
Seguimos hablando, preguntando, compartiendo unos minutos
que fluían mezclados en una amena conversación. Yo pensaba que esto me gusta,
que quizá estaba asistiendo a la mejor “presentación de libro” en la que he
estado nunca, porque en realidad no lo era. El libro ya se había presentado
solo, ya lo había disfrutado en casa. Parándome en cada sentencia de esas que
me obligaban a anotarla en mi libreta. Sonriendo al descubrir la habilidad de
Mikel para contar una historia tan compleja estructuralmente y tan sencilla de
leer y de sentir a la vez. Maravillándome por la seguridad con la que su agente
literaria, Antonia Kerrigan, creyó en el libro que él mismo definía como “impublicable”.
Mikel, en persona, parece más joven que en las fotos que
había visto en las redes. Es muy locuaz y provocó varias veces la sonrisa de
quienes estábamos ahí –sobre todo cuando le preguntaba qué opinaba a Marta, que
fue la que más silenciosa se mostró-. Habla con pasión de todos sus libros, de
La novela de Rebeca pero también de esos otros que ha publicado: novelas, ensayos, teatro y poesía. Porque él, nos lo
dijo, se siente poeta, autor de frases en torno a las que construye novelas. Y
seguro que lo es, porque los títulos de sus otros libros lo son: El mar que te
debía, El silencio de las hayas, La playa de las letras…
Pero no nos quedamos en esto. También hablamos de los blogs.
Del escasísimo pudor que tenemos al mezclar en nuestros comentarios en Twitter
libros con lavadoras, o con el menú del día, o con recoger a los niños del
colegio. De los personalísimos análisis en las reseñas. Ninguna se parece a
otra, cada uno encontramos matices nuevos, ponemos focos en distintos aspectos.
De la pasión por la literatura que detecta en cada uno.
Miré de nuevo el móvil y ya me estaban llamando,
impacientes. La lluvia entorpecía su paseo y querían volver a casa. Vinieron a
buscarme, pero les pedí un poco más de tiempo. Me lo concedieron, pero me tuve
que marchar antes del final. Los veía al fondo, en otra mesa, con cara de
aburridos y de querer regresar. Y tenía que hacerlo con ellos, por más que esta
tarde de sábado lluvioso en Madrid haya sido oxígeno para mí.
Espero que haya más, que en otro momento podamos sentarnos y
sentirnos como esta tarde. Que las palabras escritas vuelvan a protagonizar
unas horas compartidas con gente que las ama tanto como yo.
Fotos del momento. Pocas, no nos dio tiempo.