Grimiel
Cocina del hotel. Lunes por la
tarde.
Rocío irrumpió en la cocina del
hotel empujando la puerta con energía y se dejó caer rendida en la silla más
cercana al acceso del restaurante. Las bisagras batientes tardaron un poco en
encontrar de nuevo el punto de reposo.
—¡Catorce
habitaciones terminadas! ¡Odio los lunes con todas mis fuerzas! —dijo mientras
se servía agua de una jarra.
—No te quejes
tanto, sabemos que te encanta venir a vernos cuando acabas de borrar el rastro
de los clientes del fin de semana.
Daniel, el
cocinero, acercó a Rocío un café recién hecho y el último trozo de la tarta de
chocolate que había preparado para celebrar su entrada en la treintena.
—¡Felicidades!
—dijo ella, levantándose para darle un sonoro beso. Apretó los labios contra su
mejilla dejando un bonito estampado de carmín digno de protagonizar una
camiseta.
—Ya pensaba
que se te olvidaba, por eso he decidido guardarte una pista —aclaró Daniel—.
Estos buitres no han dejado nada más.
Desde el otro
extremo de la cocina se escuchó un gruñido, un murmullo ininteligible al que
ninguno de los dos prestó la más mínima atención. Luisa, ayudante de cocina y
camarera ocasional, limpiaba la plancha con energía. Para ella la jornada
laboral se terminaba en el instante en el que decidía que se podía ir a casa.
No le preocupaba si había llegado la hora, solo si le parecía que el trabajo
estaba terminado.
—¿Qué hora es?
—preguntó Rocío. Se había vuelto a olvidar del reloj en el cuarto donde se
cambiaban.
—Las cinco y
media. Hoy has acabado antes que otros días. ¿No te habrás dejado alguna
habitación a medias?
—¿Dudas de mi
profesionalidad, Daniel? —Sonrió Rocío—. ¡Esta tarta está deliciosa! Me tienes
que dar la receta —dijo, saboreando los restos de chocolate prisioneros en la
comisura de sus labios.
—¿Y se puede
saber para qué quieres mi receta de la tarta de chocolate? Reconócelo, no
tienes ni idea de repostería, te acabarás cargando esta obra de arte.
—Tendré que
empezar a aprender ahora. Mi madre dejará de cocinar para mí dentro de poco más
de un mes —apuntó Rocío —. Por cierto, ¿de verdad crees que tengo tan mala
memoria como para olvidarme por completo de tu cumpleaños, Daniel?
Se levantó,
salió al comedor a través de la puerta de la cocina y volvió con una enorme
caja que llevaba todo el día esperando escondida debajo de una de las mesas.
—¡Vamos, Dani!
¡Cógela! ¡Cuidado, pesa mucho!
El cocinero,
estupefacto por recibir un regalo y por el tamaño del colorido paquete que
cargaba la camarera, tardó un poco en reaccionar. Rocío se lo puso en las manos
cuando todavía no había logrado cerrar la boca.
—¿Lo abro?
—No, si
quieres te puedes quedar mirándolo eternamente… ¡Pues claro, hombre! ¡Ábrelo!
La paciencia
no era una virtud de Daniel así que en pocos instantes el envoltorio acabó
hecho trizas, desperdigado por la cocina del hotel.
—No quiero ver
un solo papel en el suelo —gruñó Luisa.
Incluso de
espaldas era capaz de adivinar el desorden montado por Daniel. Sin embargo,
este, más pendiente de descubrir lo que contenía el paquete que de su huraña
ayudante, no le hizo el más mínimo caso. Debajo de los papeles había una caja
blanca. Cuando Daniel quitó la tapa y descubrió su contenido los ojos se le
abrieron como platos.
—¡La madre
que…!
—Como puedes
comprobar, sí sé hacer tartas, colega —dijo Rocío sonriente, remarcando la
afirmación—. Las mías tienen un aspecto tan apetecible como las tuyas aunque…
te aconsejaría que no intentes hincarle el diente, puede que después necesites
visitar al dentista y de eso no me haré cargo, te lo advierto.
—¡Pero es
espectacular, Ro! Parece… real.
—Tócala, es
real… pero no creo que te la quieras comer.
La tarta, de
tres pisos, simulaba estar recubierta de una capa de fondant blanca y una
cascada de flores rosas con sépalos y hojas verdes la recorría formando una
espiral. El delicado diseño de las flores se repetía en el plato sobre el cual
se apoyaba. Cuando Daniel la sacó, comprobó que pesaba bastante más que las
suyas.
—Desventajas
de usar arcilla en lugar de huevos, azúcar y harina —dijo Rocío intuyendo su
pensamiento por la expresión de su rostro.
—Eres una
artista, deberías dedicarte a esto profesionalmente, te lo digo en serio.
—Me moriría de
hambre, Dani. Mejor seguiré limpiando habitaciones que es muchísimo más
rentable: el arte no llena la bolsa, al contrario, acabaría gastando todo en
más material. Felicidades, ya me contarás cómo es eso de inaugurar la tercera década.
La ayudante
dejó de frotar para interrumpir la conversación con una lacónica pregunta.
—¿Ya tienes
todo preparado para la boda?
Rocío sonrió.
A veces parecía que Luisa vivía en su mundo, pero no era cierto, siempre se
enteraba de todo. En lo concerniente a su boda era normal: ella no hablaba de
otra cosa desde hacía unos meses, del gran día que la uniría para siempre a
Óscar, su novio de toda la vida. Los preparativos le estaban robando mucho
tiempo, pero le encantaba tenerlo todo bajo control.
—No, quedan
muchos detalles, pero aún tengo tiempo.
—Yo no me voy
a casar nunca —dijo Daniel—. Cada vez que lo pienso... Fotos, invitaciones,
flores, trajes, restaurante, iglesia... y eso sin contar con colocar a la gente
en las mesas del superbanquete. ¡Qué locura! Si algún día a mi cabeza le da por
hacer saltos mortales sin red y decido casarme lo haré en secreto.
—Se te ha
olvidado la despedida de soltera en esa lista interminable —sonrió Rocío.
—No se me ha
olvidado, bonita, suponía que de esa se iban a encargar tus amigas.
—Ni loca dejo
que se ocupen de ella, ¡qué dices...! A saber qué se les ocurriría.
—Ese día está
pensado para hacer una última locura hasta que te encierren en esa cárcel sin
rejas que se llama matrimonio. Si la preparas tú, seguro que locuras haréis
pocas —apuntó Daniel.
—Yo volví a
los dos días a casa —dijo Luisa—, y no me acordaba de nada.
Daniel y Rocío
se quedaron mirándola un instante. Luisa rondaba los sesenta años y hasta donde
sabían estaba soltera, por lo que el comentario los pilló desprevenidos. No
entendían a qué despedida se refería. De todos modos era muy complicado seguir
los pensamientos de Luisa y siempre era mejor no preguntarle si no se querían
llevar una respuesta brusca, así que siguieron hablando como si ella no
estuviera.
—La verdad,
estoy atacada —continuó Rocío—. No me imaginaba que preparar una boda estresara
tanto, pero estoy contenta, es lo que quiero.
—El merluzo de
tu novio te estará ayudando, ¿no? —preguntó el cocinero.
—¡No le llames
merluzo!
—Es pescadero
y un poco merluzo, si me lo permites.—¡Dani!
—¿Te está
ayudando Óscar o no?
—Lo que puede,
ya sabes que se levanta pronto para ir al mercado y luego le espera la
tienda... Yo me ocupo de casi todo lo relacionado con la boda.
Daniel se dio
la vuelta. No quería hacer otro comentario desagradable. Le tenía demasiado
cariño a Rocío como para dañarla, pero por otro lado sentía que alguien debería
hacer algo antes de que cometiera el error de su vida. Le parecía una flor
demasiado preciosa para marchitarse al lado de un tipo como Óscar. Acabaría
trabajando con él en la pescadería y terminaría desdibujándose entre la rutina
que esperaba agazapada en cuanto se apagasen las luces de esa boda. Con él, el
recorrido era corto: de casa a la pescadería y de la pescadería a casa.
—Rocío, te
estaba buscando, ¡menos mal que no te has ido!
Marcos, el
dueño del hotel, entró precipitadamente en la cocina, llevándose por delante
los cubos de agua que Luisa había dejado preparados para fregar el suelo cuando
terminase con la plancha. La mirada reprobadora a su jefe provocó que este se
arrugase al instante.
—Perdón,
Luisa. Lo siento, de verdad, no los he visto. Ya lo recojo, no te preocupes.
Rocío y Daniel
contuvieron la risa ante la cara de apuro del que se suponía que era el jefe de
todos, aunque, por su manera de actuar, siempre parecía estar tres pasos por
debajo de Luisa en el escalafón de mando.
—Rocío, una
emergencia —logró decir Marcos mientras escurría la fregona en el cubo rojo.
—¿Emergencia?
—preguntó ella mientras apuraba la tarta.
—Sí, te
necesito un rato más.
—Pero...
—Te prometo
que te pagaré el doble por este tiempo, pero tienes que preparar la suite.
Rocío lo miró
extrañada. La suite se había ocupado el día anterior y la había dejado lista,
como el resto de las habitaciones.
—La suite está
perfecta, Marcos. ¿Me he olvidado de algo?
—No, no, tú
has hecho bien tu trabajo, de eso estoy seguro. Luisa, ¿así está bien?
—preguntó Marcos, dirigiéndose a la ayudante de cocina, que contestó con un
gruñido cuando comprobó que el suelo estaba casi más mojado que al principio.
—Pues no lo
entiendo —dijo Rocío—. Si está bien, ¿para qué tengo que prepararla otra vez?
—Me acaban de
llamar porque Alberto Enríquez y Lucía Vega llegarán dentro de un par de horas
para quedarse hasta el jueves. ¡En mi hotel! ¿No es genial?
—¿Los actores?
—preguntó Daniel.
—Los mismos.
Se ve que van a estrenar una película y han decidido tomarse unos días de
vacaciones antes de que empiece todo el lío ese de la promoción.
Rocío no era
demasiado asidua de la prensa rosa ni de los programas del corazón, pero no
había que serlo para conocer a Alberto Enríquez y Lucía Vega. Además de ser dos
de los actores españoles con más proyección internacional, acababan de
protagonizar una película cuyo estreno era inminente. No se hablaba de otra
cosa en esos programas televisivos que su madre devoraba cada tarde.
La elección
del hotel para aislarse durante unos días parecía justificada. El
establecimiento era un pequeño alojamiento rural con encanto situado muy cerca
de la montaña y relativamente alejado de la capital. Era el lugar ideal para
que se pudieran sentir cómodos. En un pueblo diminuto seguro que su presencia
generaría cierto revuelo: los vecinos sentirían curiosidad por los ilustres
visitantes y especularían sobre las razones de su visita, pero enseguida
volverían la vista hacia sus asuntos y les dejarían pasar unos días tranquilos.
La curiosidad de la gente de la zona por los extraños se limitaba al principio.
Cuando algo alteraba su calma, la rutina suave que presidía su forma de vida,
se paraban a mirar. No duraba mucho. De todos modos, era tan poca la gente en
el pueblo durante el invierno que el alboroto no provocaría un vendaval sino,
como mucho, una suave brisa.
—Pero, Marcos,
¿qué tengo que hacer...? —Rocío se quería marchar, aunque la curiosidad impulsó
sus labios.
—Nada, nada,
manías de famosos. Quieren sábanas de hilo, toallas rosa palo, un jabón
especial que solo tienen en la farmacia de Lorsa y... ¡No me acuerdo! ¡Algo más
que se me olvida!
—Tranquilo,
Marcos —dijo Daniel—. Siéntate y te preparo una tila.
Rocío se
levantó de la silla para cedérsela a su jefe.
—¡Ya sé! Una
cesta de fruta, un benjamín de cava, bombones...
—Una caja de
condones... —añadió Daniel.
—¡Dani! ¿No
ves que se está poniendo muy nervioso? —Se enfadó Rocío—. Deja de decir
chorradas.
—Era otra
cosa, algo más de la habitación... Era... Era...
—Marcos, ya te
acordarás, no te preocupes. Hay que buscar sábanas de hilo y toallas rosa palo.
Lo que no sé es de dónde las vamos a sacar. En el hotel no hay nada de eso y en
Lorsa lo veo complicado —dijo Rocío. El pueblo de al lado era más grande que
Grimiel, pero no tanto como para que les fuera fácil localizar unas toallas de
ese color sin encargarlas.
—¡Ay, Dios! La
oportunidad del siglo para elevar la categoría de este sitio definitivamente, y
vamos a fallar por unas malditas sábanas rosa palo y unas toallas de hilo.
—Al revés
—corrigió la chica.
—¿Qué?
—Sábanas de
hilo y toallas rosa palo, o eso has dicho antes.
—Ya no sé ni
lo que digo... No lo lograremos.
—Creo... —Ella
había tenido una idea.
—¿No me digas
que sabes dónde encontrarlas?
La radiante
sonrisa de Rocío dibujó la posible solución al contratiempo.
—Vuelvo en un
momento.
* * *
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Os agradezco mucho los tuits y los enlaces que estáis poniendo por todas partes. ¡Sois geniales! No os olvidéis incluir en Twitter el hastag #LaChicaDeLasFotos para reunirlos.
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