Si has llegado hasta aquí y pretendes leer la entrada, ponte
cómodo, vas a tener para un rato porque tengo ganas de escribir. De
recapitular, de sentarme a poner en claro cosas. Es una charla que no espera
respuesta y, quizá, hasta tenga un poco de confesión.
En septiembre de 2010 empecé a escribir una novela. Acababa
de volver de unas vacaciones un tanto accidentadas y los días siguientes me
tuve que quedar en casa, así que me puse a escribir. Entonces tenía
autoeditadas dos novelas en Lulu, ambas con su versión en papel, y otra, El
medallón de la magia, reposaba en un cajón. Detrás del cristal tenía el setenta
por ciento del camino recorrido, pero tropecé con un escollo que paralizó el
proyecto. Por alguna razón algo no encajaba en mi cabeza y preferí dejarla
reposar un tiempo antes de lanzarme de nuevo a ella.
Sin embargo, necesitaba escribir.
Arranqué con un relato en el que tenía el detonante claro,
pero me entretuve, como he hecho en otras novelas, trazando la semblanza de los
principales personajes. Uno a uno, en capítulos breves, los fui presentando y
cuando tenía todas las cartas sobre la mesa, cuando todos se habían dejado ver,
comenzó la historia.
Justo en ese momento, la abandoné.
Dos mil once fue el primer año de actividad de El espejo de
la entrada, el primero en el que presté atención al blog. Llevaba abierto tres
años, pero yo no tenía conexión a internet, así que actualizarlo de manera
habitual era bastante difícil. ¿Cómo, os preguntaréis, me las había arreglado
entonces para publicar dos novelas a través de la red y mantener, aunque fuera
de manera precaria, un blog? Sencillo, usando la señal wifi de mi cuñado los
domingos por la tarde. En tres o cuatro horas ponía al día el blog, visitaba
todos los que seguía (eran pocos) y aún me sobraba tiempo para descubrir
páginas de autoedición y subir novelas, sin pensar en las consecuencias que
aquello tendría en mi vida.
Era solo una manera de pasar la tarde de domingo.
A principios de 2011 tuve, al fin, conexión propia. ¡Ya
tenía internet! Bueno, no era para tirar cohetes, era un USB lentísimo, al que
se le acababa la descarga el mismo día que entraba la tarifa en marcha, pero
que, con paciencia, me ayudó a que el espejo empezase a reflejar con regularidad.
De la novela esa que empecé en 2010, ni me acordaba.
En realidad se me olvidaron un poco todas, mis libros tenían
su propio ritmo en papel y yo no pensaba en mí como escritora, sino como
alguien que había escrito un par de historias graciosas, que la gente cercana
había acogido bien. Incluso me sorprendió que en abril de 2011 aparecieran las
primeras reseñas de mis novelas, porque venían de tan lejos que me parecía eso,
que esta era una historia simplemente curiosa. México. El Salvador. Chile.
Argentina. Yo se lo contaba a los míos y me miraban con cara de “tú estás mal
de la cabeza”, y reconozco que a veces lo pensaba.
El verano de 2011 fue especialmente tedioso.
No había nada especial que hacer, ir al parque con los niños
y poco más, así que dediqué muchas horas a repasar El medallón de la magia, a
intentar pulirlo un poco. Nada de tocar Detrás del cristal o la empezada, en
realidad creía que mi historia literaria tenía que cerrarse con la autoedición
de El medallón, la primera novela que había dejado que alguien leyera y que me
animó a presentarme a los concursos de relatos que gané en 2008 y 2009, y me
empujó a autoeditarme, pero aún no la sentía lista. Publicarla, para mí,
significaba cerrar un ciclo, una aventura. No tenía intención de ir más allá,
ni de que las novelas en el cajón encontrasen su final.
Descubrí Facebook.
Es curioso porque tenía un perfil desde 2008, creo, pero no
entraba. O sí, pero cuando lo hacía me aburría muchísimo, pero una de las veces
que lo abrí ese verano descubrí unas cuantas cosas. La primera de ella, un club
de lectura online, algo que me encantó, porque era complicado para mí
encontrarme con alguien de quien hablar de los libros que leía. La segunda, un
grupo fantástico, Algo más que lecturas, que aglutinaba a lectores y
escritores. La tercera, que la gente publicaba allí los enlaces de las entradas
de sus blogs. Se me ocurrió hacerlo y las visitas al espejo se dispararon.
Encontré razones poderosas para hacerle caso a la red social.
Un día recibí un mensaje. Un autor se ponía en contacto
conmigo para que leyera su libro. Si quería, me mandaría un ejemplar digital.
Con una Tablet recién estrenada me hizo ilusión y fue el primero de varios que
siguieron el mismo camino. Tantos que un día me di cuenta de que no era capaz
de llegar a todos. Y de otra cosa, algo que pasé por alto en ese primer
mensaje: esos escritores lo eran igual que yo. Todos eran autoeditados, aunque
en sus páginas lo primero que pusiera fuera ESCRITOR y al principio no me diera
cuenta de que no había diferencia. Yo también escribía. Yo tenía libros y la
experiencia de haber dado alguna charla, pero por alguna razón, durante mucho,
mucho tiempo, no me sentí a su altura.
En las Navidades de 2011 tuve un momento chulita, que le
llamo yo. Leí una novela de éxito. Al terminarla me dije que si eso estaba publicado
por una editorial, podía hacer lo mismo con los ojos cerrados. Empecé otra
novela, olvidándome de aquella de 2010 y de Detrás del cristal, y en febrero de
2015 confirmaría mis sospechas: fui con ella finalista del premio HQÑ de
novela. ¡Claro que era capaz! Pero eso es una historia que contaré otro día.
Aún no había empezado el baile, en realidad.
En 2012, luchando contra el miedo que me provoca emprender
siempre un nuevo camino, empecé a subir mis novelas a Amazon. Primero el
medallón, para cerrar ese ciclo y experimentar en algo nuevo, y después las
otras dos, con la intención de que estuvieran todas juntas. Los resultados en
ventas y en aceptación no solo superaron mis expectativas. Sucedió algo más,
que me guardo para mí, importante de verdad, pero que no supe ver en aquel
momento. Me seguía sintiendo extraña y hubo quien puso todo su empeño en que
además me viera pequeña.
Ese verano, tras cerrar temporalmente el espejo, terminé
Detrás del cristal.
Seguí con ella en otoño y en Navidad, y para febrero la
publiqué y mi vida dio un vuelco. Creo que 2013 ha sido mi mejor año con
diferencia. Reconocimiento, premios, dinero (también), un contrato editorial…
y, a la vez, fue el peor porque me siguieron haciendo verme pequeña y mi salud
se quebró. Empecé el año con sobrepeso, poco, pero lo justo para plantear
ciertas medidas de control, que siempre aplazaba. Terminó el año y veinte kilos
se habían volatilizado de mi organismo. Y con ellos la alegría. Y las ganas. Y
las sonrisas. Y el ímpetu con el que siempre he encarado los retos de la vida y
los nuevos proyectos. Luché por sobreponerme, pero hubo momentos realmente
complicados.
Esta también es otra historia, una de esas en las que
quieres creer en el karma con todas tus fuerzas, para que quienes la provocaron
un día reciban su “premio”. Aunque me consta que hay quien ya lo tiene en casa.
Para toda la vida cargando con él. Solo deseo que le sea leve.
En el verano de 2013 me pidieron que acabase la novela
empezada en 2010. Lo hice. Fui capaz de encontrar las palabras que le faltaban
a la historia, disfruté mucho con ella y el resultado me encantó. Después de
hacerme correr me dieron largas y más largas, y no fue hasta el verano de 2014
cuando por fin se leyó. La respuesta fue poco entusiasta, un contraste tan
brutal con lo que me habían dicho los lectores cero en los que confío, que no
entendía nada y además la propuesta para publicarla no me gustó en absoluto. La
rechacé, cerrando una puerta para siempre, una puerta que nunca voy a pensar
que fue un error abrir, pero que resultó un tanto decepcionante. Me sentí como
si después de atravesarla alguien hubiera cerrado detrás de mí, hubiera apagado
la luz y me hubiera dicho: anda, guapa, apáñatelas para salir de aquí.
Otra historia para otro momento, me temo.
No duró ni dos semanas el “disgusto” porque mi teléfono
sonó. Un sí enorme para publicar esta historia, ya mismo, sin pensárselo. Todo
muy bonito, promoción espectacular… dos días después de haber dicho que sí,
justo cuando tenía que enviar el archivo di marcha atrás porque no me convencía
en absoluto. ¿Por qué? Pues porque habían dicho que sí sin leer una sola
palabra de la novela y eso no me parecía ni medio sensato. Creo que al asomarme
a la puerta lo vi tan oscuro como la otra vez. Había recuperado peso con mucho
esfuerzo y en dos días lo estaba volviendo a perder de manera alarmante, así
que no era bueno para mí salud, y tengo claro que eso es siempre lo más
importante. Mi sensación ahora, pasado el tiempo, es que no me equivoqué
rechazando aquello.
Hace unos meses recibí el primer “no” para ella de otra
editorial. No la veían en su catálogo, es difícil de ajustar a un género
concreto.
Y sentí un alivio inmenso.
Ya sé que esto suena contradictorio, pero no lo es para mí.
Tengo claras dos cosas con esta novela: que es buena (lo siento, lo percibo,
como lectora que soy desde que me salieron los dientes y creo que se
distinguir) y que no voy a hacer el idiota con ella, que quiero dignidad para
estas palabras. Está escrita como se tiene que escribir, como me gusta que se
escriba, como las novelas que me emocionan a mí cuando leo. No voy a compararla
con las de nadie, sería imbécil si me atreviera a hacer algo así, pero hay
autores de ahora, publicando en estos momentos, que escriben en los mismos
parámetros y están siendo súper ventas. O al menos llevan varias ediciones con
sus novelas.
Soy consciente de que yo no soy nadie en esto y es mucho
riesgo publicar algo sin el happy end enganchado hasta en el título. Demasiadas
bolas negras para confiar en que salga la roja, así que entiendo que en tiempos
de crisis no se juegue sin ir a lo seguro.
Puede que no encuentre a nadie dispuesto a apostar por ella.
Nadie que le ofrezca lo que busco, pero en el cajón no pide nada, no tengo
prisa, nadie me espera. Quienes quise que la leyeran lo han hecho, así que
puede hasta quedarse para siempre ahí. Sé que ahora hay al menos dos personas
que se están tirando de los pelos al leer esto, pero es mi decisión. Es mi
criatura y tengo derecho a decidir. O a cambiar de idea, llegado el caso.
¿Es la mejor de las que he escrito?
Sí.
Rotundo.
Mejor que Detrás del cristal, premio a la mejor novela
sentimental RNR 2013.
Mejor que La chica de las fotos, finalista del certamen
internacional HQÑ 2015, esa que escribí en mi “momento chulita”.
Mejor que Su chico de alquiler, nominada tres categorías a los premios Chick Lit 2013.
Mejor que La arena del reloj, de la que todo el mundo se
queda con un buen recuerdo.
Mejor que El medallón de la magia, divertida y simpática,
que convence ella solita a los profes para ser lectura de clase.
Mejor que Brianda, la novela más larga que he escrito, donde
me lo he pasado pipa con la parte histórica.
Y todas han sido top, y todas han vendido bien, y ninguna le
llega a los tobillos a esa otra novela empezada en 2010.
¿Llegará su día?
Ni idea. A lo mejor me da una vuelta a la cabeza y la
presento a un concurso cualquier día de estos. O acaba siendo hasta mi obra
póstuma, pero me da lo mismo. Yo sé que eso era lo que quería escribir.
Y lo hice.
Ahora estoy escribiendo otras. Porque no sé no escribir.
Porque es mi manera de expresarme. Porque con palabras escritas no hay
silencio, por mucho que no suene música ni haya gente a mi alrededor.
Porque el puzle de mi vida son millones de letras que
necesito poner en orden.