Me regañan porque paso demasiado tiempo en el mundo virtual.
Contando las horas que trabajo, las que procuro dormir (aunque lo consiga solo
a veces), las que empleo en cocinar, limpiar, planchar, tender la ropa y
escribir… tampoco son tantas. Parecen más de las que son porque las redes sociales se quedan
abiertas en el móvil, para permitirme limpiar las notificaciones cuando la
rutina me regala un hueco.
Lo que he descubierto es que son necesarias para mí.
Una de las lecciones más dolorosas que he tenido que
aprender, desde que me dedico a escribir de una manera más o menos constante, es
que hay muy pocas personas a mi alrededor a las que les pueda hablar con total
libertad de esto. El resto se ha encargado, a veces de manera sutil y otras no
tanto (nada), de dejarme claro que es un tema que no les interesa, así que yo, que soy
muy educada, procuro mencionarlo lo menos posible.
Cuando gano premios.
A veces ni siquiera les digo que publico libros nuevos.
Al principio me parecía injusto y absurdo. Preguntamos una y
mil veces a alguien accidentado qué le ha pasado, y después cada día le
volvemos a torturar preguntándole qué tal lo lleva. Como si fuera agradable
recordar el porrazo que te diste escaleras abajo o lo mal que lo pasas cada
noche no sabiendo cómo colocar la pierna herida en la cama. Sin embargo, cuando
se trata de algo bueno, de buenas noticias, de progresos… entonces llega
alguien (quien menos te lo esperas, alguien muy cercano) y te reprocha que no
sepas hablar de otra cosa.
Flipas, claro. Ellos hablan de sus trabajos y tú escuchas
con atención, y esto, de alguna manera, es trabajo también. Y es importante para ti, no entiendes que no se pueda hablar de ello. Es como prohibir a una nueva mamá hablar de su criatura. Anda que no lo hacen (hacemos)...
Pero te quedas callado, porque comprendes a la perfección
que esa sido la última vez que vas a mencionar el tema. Al menos no volverás a
hacerlo hasta que te den un premio importante (y cuando te dan alguno aún te lo
sigues pensando).
Sin embargo, aunque racionalmente lo sepas, aunque te hayas
convencido de que es lo mejor, en ti queda un hueco, esa necesidad de compartir
lo que te está sucediendo, y es ahí donde entran las redes. Un mundo irreal donde hay gente a la que no le importa que
lo cuentes. Y si le importa, con eliminarte de sus notificaciones listo, ni te
enterarás de que estás hablando solo con un poco de suerte.
Poner un post en Facebook o un tuit suponen poder “hablar”
de alguna manera. He llegado a la conclusión de que la mayoría de las veces me da lo mismo la
hipotética respuesta, lo que necesito es soltar la alegría o la frustración de
alguna manera, que mi cerebro procese que ya se lo he contado a alguien, que lo
he compartido. Y seguir adelante.
Es verdad que hay muchas cosas que no se pueden poner en los
muros, sobre todo porque a veces se hacen interpretaciones peregrinas de tus
palabras (que me lo digan a mí), pero en este mundo virtual he encontrado alguna persona que está
viviendo lo mismo que yo. Incluso alguna con las mismas necesidades que yo.
Cubren el vacío de conversaciones. Suponen sacar de dentro todo esto para no acabar como una cabra.
Probablemente me he enredado en la red, pero creo que el
estrés de guardártelo todo era muchísimo peor.