Ya no hay dioses que nos amparen el alma, ni nuestros seres queridos están al otro lado de ningún cielo.
No hay nada.
Por eso, porque la muerte es una desconexión definitiva sin posibilidad de resintonización, preferimos que el trago sea breve. Un suspiro, como beberse un chupito de tequila sin pensarlo y dejarse arrastrar por el ardor del alcohol recorriendo la garganta.
Pero ¿y cuando la muerte es lenta? ¿Qué pasa cuando tu final ha llegado como un vino de reserva que se toma despacio?
¿Qué pasa cuando tienes que hacer ese camino inevitable sin una mano a la que poder aferrarte?
Estás muerto, pero respiras, tienes hambre a las dos y sueño de madrugada. Debes trabajar y fingir que no te importa, pero claro que importa.
Te enfadas, tú querías tu final perfecto y no una mala novela a la que le sobran trescientas páginas que no conducen a nada.
Tú habías soñado con manos que se agarran y no que se empujan. Con un cuento y no una pesadilla.
Todos morimos, pero qué agonía morir despacio.