Isabel, la hija de Juan, el labrador, se
retorcía de dolor. Las contracciones hacía horas que habían anunciado el
momento del parto, pero la criatura parecía no querer abandonar el calor del
útero materno. La oleada de malestar en el abdomen, la primera señal de que
aquel iba a ser el día, encontró a Isabel agachada juntando las espigas de
trigo que los segadores iban dejando atrás mientras avanzaban en la recogida de
la cosecha anual. Al principio pensó en una mala postura; al fin y al cabo ella
era una primeriza y las cuestiones relativas a la maternidad le daban tanta
vergüenza que nunca se había atrevido a preguntar a su madre mientras vivió.
Ahora sentía que la necesitaba. Sin embargo, el dolor pasó, inadvertido para
cualquiera que no fuera ella misma. Durante casi una hora Isabel se sintió bien
para seguir adelante sin bajar el ritmo. Claro que era difícil agacharse con
aquella prominente barriga, pero el resto de su cuerpo, alimentado con lo
mínimo, había permanecido ajeno al embarazo y se sentía más o menos ágil.
Siguió espigando y, cuando casi había olvidado el incidente, otro pinchazo le
hizo doblarse por la mitad. Esta vez no pudo evitar que la mujer que tenía a su
espalda se percatase.
—¿Qué te ocurre, niña?
—No se preocupe, pasará —dijo Isabel, fingiendo
una tranquilidad que no sentía.
—¿De cuánto tiempo estás? —La cara de la mujer
reflejaba preocupación y no era para menos. Estaban a más de media hora del
pueblo.
—Dentro de una semana cumplo.
—Debes marcharte, muchacha. El parto está
empezando y de otro modo quizá no te dé tiempo a llegar a tu casa.
—¿Está segura? —Los nervios de Isabel se
destemplaron, aunque se esforzó porque no se notara. No quería parecer una niña
pequeña.
—Créeme, he tenido seis hijos. ¿Es el primero
para ti?
—Sí.
—Lo suponía. —La mujer sintió un leve alivio.
Sabía que el primero siempre se demoraba un poco. — Vete a casa lo más rápido
que puedas. ¡Antón!
Un pequeño de unos seis años apareció trotando.
Isabel ni siquiera había advertido su presencia hasta ese momento. Llevaba un
puñado de espigas amarillas en las manos y las depositó en la cesta de su
madre.
—Hijo, ve a buscar a Luisa, la mujer del
barbero. Dile que esta joven está de parto, que se prepare. ¡Corre!
—Sí, madre.
El niño empezó a correr en dirección a la aldea,
feliz por poder escapar de la tarea, mientras la madre ayudaba a Isabel a
colocarse su propio hatillo de espigas. Por ese día ya estaba bien.
El camino de vuelta al pueblo fue muy largo para
Isabel. No tomó la precaución de hacer que alguien la acompañara y se sentía
mal por ello. Si al niño le diera por querer salir antes de que alcanzase al
menos la primera casa, no tendría a nadie que la ayudara y ella sola no sabía
qué tenía que hacer. Cuando arremetía una contracción se paraba en seco,
tratando de serenarse, respirando con la mayor tranquilidad que podía.
Recuperada de aquel trance, seguía adelante, con el paso más vivo que le
permitía su estado. Sin embargo, tenía la sensación de que no avanzaba. Se iba
cansando cada vez más y el hatillo le pesaba. Quizá fuera buena idea dejarlo
abandonado. No lo hizo, por supuesto. Ese paquete a su espalda contenía todas
las espigas que iba a poder conseguir ese verano y, la verdad, no eran muchas.
La alegría que sintió cuando vio llegar a los espigadores y se enteró de que
empezaban su faena ese mismo día se desvanecía por completo. Había calculado
que, con la semana que le quedaba hasta el parto, tendría tiempo suficiente
para hacerse con una buena provisión de trigo extra para el invierno y ahora
sabía que no iba a ser así. Su hijo no venía con un pan bajo el brazo, sino que
se lo llevaba antes de llegar.
Isabel hubiera agradecido la compañía de alguien
en aquel camino pero no se veía un alma. El asfixiante calor de aquella mañana
de verano no invitaba a pasear por los campos y, además, todo el mundo estaba
ocupado en las diversas tareas que exigía la dura vida de los campesinos de
Castilla en aquel año del Señor de 1610.
Uno de aquellos pinchazos que retardaban su
marcha estuvo a punto de lograr que se rindiera. Aquel dolor insoportable entre
las piernas, una presión en la pelvis que le parecía que iba a partirla en dos,
parecían suficientes razones para dejarse llevar y acurrucarse a la sombra de
alguna de las encinas del camino. No obstante siguió adelante. Tardó casi dos
horas en recorrer la distancia que la separaba del pueblo, tratando de no
gritar, para no agotar la energía que le quedaba. Cuando divisó la primera casa
también se encontró con la silueta de Luisa, la partera, que avisada por el
pequeño Antón, había preparado todo en su hogar para recibir a la muchacha.
Sabía que era la hija de Juan, esperaba el parto, pero también a ella le
sorprendió que se produjera antes de tiempo. Había visto a Isabel por la mañana
y no le pareció advertir ninguno de los síntomas.
—¿Estás bien? —preguntó mientras le ofrecía sus
brazos para que se apoyase.
—Muy cansada y creo que... —No sabía cómo
explicarse. Bastó una mirada hacia su falda para que la partera entendiera.
—No te preocupes. Eso es que has roto la bolsa
de las aguas.
—¿Y eso es malo? —preguntó ella.
—¡En absoluto! Eso quiere decir que tu hijo está
a punto de salir.
—Pues espero que lo haga pronto porque... —No
terminó la frase porque otra brutal arremetida de dolor hizo que se parase en
seco.
—Vamos dentro. Debo prepararte. ¡Ánimo! Seguro
que va todo muy bien.
La partera acomodó a Isabel en una cama y le
proporcionó un poco de agua. Agradeció el alivio momentáneo aunque no tardó
demasiado en vomitar. Sudaba mucho y la mujer le aplicó unas compresas frías en
la frente.
—¡Isabel!
Ricardo, el esposo de Isabel, avisado por Antón,
entraba en ese momento en casa de la partera, que advirtió al joven:
—No la pongas más nerviosa de lo que está.
—¿Cómo estás?
—Ahora mucho mejor —dijo ella.
Y lo decía de verdad. La soledad que había
sentido en el camino ahora se desvanecía. Una mujer se ocupaba de que el parto
progresase adecuadamente y su esposo la cogía de la mano. Nada podía estropear
ese momento. Nada, salvo una contracción. Gritó sin poderse contener.
—¡Tranquila, Isabel! Déjame que vea. —Luisa
levantó las faldas de la chica y empezó una exploración que para ella no era
más que rutina, pero que Isabel, instintivamente, rechazó. Nadie, excepto su
esposo, se había atrevido nunca a tocarla tan íntimamente.
—¿Se puede saber qué hace? —gruñó el marido.
—Isabel, es necesario para saber cómo está
colocado el niño. —La partera ignoró las reticencias del joven.
—¡No la toques más! —gritó Ricardo sin poder
contenerse.
—¡Ningún hombre debería ver esto! ¡Sal de aquí
si no vas a ayudar!
La energía de la mujer al hablarle le dejó claro
que, en esos momentos, era ella la que mandaba. Él bajó la mirada y, con una
disculpa muda, se hizo a un lado, manteniendo la mano de Isabel junto a la
suya. Aquella rolliza mujer de ojos avellana y cabello encanecido llevaba
muchos años trayendo niños al mundo, él mismo e Isabel habían visto la primera
luz entre sus brazos. Tenía fama en la comarca, hasta las grandes señoras de
Toledo la llamaban días antes para que asistiera sus partos, así que debía de
saber algo. Decidió permanecer en silencio hasta que la criatura asomase su
rostro. Se tragaría las ganas que tenía de abofetearla si todo salía bien, pero
si no... Ricardo estaba tan confuso como cualquiera a punto de ser padre.
Las contracciones fueron elevando su intensidad
hasta que fueron sustituidas por una necesidad imperiosa de empujar. Isabel
empezó a hacerlo instintivamente y la mujer que la ayudaba se preparó para el
final.
—¡No grites! No ayuda nada.
—¡No puedo! —sollozaba Isabel mientras unas
lágrimas rebeldes se escapaban por su rostro.
—¡Ya verás como sí puedes! ¡Siempre has sido una
valiente! ¡Ánimo! Empuja cuando te llegue el dolor, de manera continua,
concentrando toda tu energía en ello. Cuanto mejor lo hagas antes acabará el
dolor.
—¡No puedo! ¡No puedo!
—Claro que sí. Mira, ahí viene. ¡Empuja!
La partera alentaba a Isabel y ella se aplicaba
todo lo que sus exiguas fuerzas le dejaban. Cuando ya creía que era imposible
sobrevivir a aquella tortura, una frase de la partera renovó su energía.
—¡Estoy viendo la cabeza!
—¿De verdad? —preguntó ella entre gemidos.
—Cuando vuelvas a sentir el dolor empuja fuerte.
Mucho más que hasta ahora.
Al poco hizo aparición uno de los hombros. Luisa
metió los dedos entre la axila del niño y esperó a que la siguiente contracción
contribuyera a sacar el otro hombro. Cuando llegó ese instante agarró el
pequeño cuerpo firmemente y dio un suave tirón. El diminuto ser se deslizó sin
dificultad alguna y Ricardo e Isabel, expectantes, escucharon las palabras de
la partera.
—¡Es una niña!
Mayte Esteban
Brianda, El origen del medallón.
Capítulo 1