Este día es esencial en mi biografía. Un cuatro de marzo, un miércoles, a eso de las once y media de la mañana, decidí abrir los ojos a este mundo y quedarme para ver qué era lo que se cocía aquí. Puedo decir que tuve una infancia feliz, un padre y una madre que le lo pusieron fácil, a pesar de que, cuando era pequeña, era bastante inquieta y me metí en más de un lío.
Tengo una ceja partida con la culata de una escopeta de perdigones.
Perdí la cuenta de las veces que llegué a casa ensangrentada por algún tropiezo infantil.
Una vez llené la bañera de casa con renacuajos rescatados de una acequia.
Se me ocurrió que podía ser buena idea tener un murciélago de mascota (no lo es).
Escribí una novela que años después quemé en la estufa.
Terminé la infancia cantando en un disco, grabado en los estudios Sonoland, en Coslada, si no recuerdo mal, habiéndome subido a un escenario cientos de veces con mi hermana y mis amigas, pero no me gustó mucho la experiencia y abandoné el mundo de la farándula casi, casi nada más poner un pie en él.
Después fui una adolescente bastante buena.
Menos una tarde, que cogí los patines y se me olvidó la hora de volver a casa.
O tal vez otra que me caí de la bici y parecía que me había pasado un camión por encima.
Y otra, que me dio una ventolera mental y me escapé, pero tuve que volver porque solo a mí se me ocurre irme antes de comer. El hambre me trajo de vuelta.
Después reconduje mis pasos y me llevaron a la biblioteca. Y ahí me quedé. Descubrí que los libros abrían ante mis ojos un mundo de infinitas posibilidades, de mil aventuras que concluían al cerrar sus páginas y volvían a abrirse en cuanto tomaba otro entre mis manos. De ese tiempo tengo los recuerdos más felices, las charlas con escritores de verdad, de los que aparecen ahora en los libros de texto, que con sus palabras fomentaron en mí ese deseo infantil de convertirme en escritora. Seguí escribiendo, como la hacía desde pequeña, pero con el pudor suficiente como para guardarme para mí ese aprendizaje necesario que no necesita más que tu propia mirada cuando has dejado pasar el tiempo suficiente. Encontré que tenía que seguir practicando y lo hice.
Y después la vida me dio un bofetón.
Unos días antes de cumplir mis 18, una edad que no celebré en absoluto.
La muerte hizo una visita inesperada a mi vida y me costó muchísimo reponerme. Olvidar, eso nunca, eso sigue presente pase el tiempo que pase. Me refugié en los libros, en los que leía y en los de texto, y use las palabras que iban brotando dentro de mí como terapia, como una manera de expresar la rabia que sentía. La madurez llegó de pronto, sin un aviso, y desde ese instante cambié.
La universidad. Las salidas con amigos. El fin de carrera. El paro.
No encontré trabajo enseguida, todo eran empleos mal pagados y encontré más interesante cuidar de mis abuelos, ocuparme de sus citas médicas y de la intendencia diaria. Sin darme cuenta estaba regalándome un tiempo que ahora, desde la perspectiva del tiempo, desde la nostalgia que siento desde que se marcharon definitivamente, considero impagable. Quizá en ese momento no pareciera la mejor decisión, pero ahora creo que sí.
Luego lo dejé todo y me marché a Segovia.
Sin más equipaje que la ilusión de empezar una nueva vida con la persona que quería. Sin nadie alrededor, los dos solos en un mundo tan distinto al mío que reconozco que me costó un poco adaptarme. Encontré trabajo a los tres días, pero lo cambié por otro tres meses después y ahí sigo.
Nació mi hijo y me cambió de nuevo todo, pero era un cambio aceptado, soñado y jamás me oiréis decir gilipolleces como que perdí calidad de vida. No es cierto, me la llenó de luz con sus sonrisas, con cada paso de su aprendizaje que me fascinaba. Más tarde llegó mi niña y se completó esa familia soñada por cualquiera.
Fui FELIZ.
Lo que buscamos todos en algún momento de la vida, la felicidad que ansiamos y que perseguimos, se vino a casa y ahí estuvo mucho tiempo. Pero es frágil, se rompe cuando menos lo esperas y a mí se me quebró un día de agosto a eso de las ocho y media de la tarde. En el portal de mi casa, cuando mi marido me abrazó y me dijo que mi padre tenía cáncer. No me lo había podido contar él, tuvo que delegar porque creo que es muy difícil decirle a quien más quieres que te vas.
El resto, lo que pasó desde entonces, se resume en una caída en picado hasta que esa historia terminó. En un tímido batir de alas que se habían replegado, pero que años después tuve listas para volar de nuevo. Ya no era FELIZ, se quedó en feliz, pero lo conseguí. Empecé a soñar de nuevo, a tener proyectos y solo entonces la escritura se puso en primer plano.
Y conseguí más de lo que en realidad estaba buscando.
Eso sí, no ha sido un camino de rosas, ha tenido baches y espinas, momentos duros, personas malvadas (por no decir muy hijas de puta, que queda feo) que se tomaron la libertad de meterse en mi vida y sembraron de oscuridad un camino que tendría que haber estado lleno de luz. Su toxicidad fue tal que me costó años librarme de su veneno. Pero el cáncer se trata con quimioterapia, la medicina fue casi tan dura como el tumor. Me dejó rendida.
Hoy cumplo 47 años y creo que puedo decir que ambas cosas las he dejado atrás, enfermedad y presunto remedio.
Y estoy dispuesta a conseguir el objetivo que me he marcado.
Ser FELIZ.
Que no es poco...