Hace muchos días que no cuento los días que llevamos encerrados en casa. El ritmo del tiempo lo marcan las tareas diarias y la llamada de mi madre, la única que hago o recibo a lo largo de todo el día.
He entrado en modo rutina y eso calma un poco, aunque la ansiedad siga disparada. Tanto que el ahogo, que antes se presentaba alrededor de las ocho de la tarde, se ha trasladado a medio día. Sobre las dos ya no puedo más, aunque procuro calmarlo con paseos por la terraza y, si llueve, como muchos días, por el pequeño espacio de mi habitación.
Me sigo levantando de madrugada.
A veces leo un rato, otras aprovecho que nadie tiene el mando de la tele para poner algo en Netflix (por mí me deshacía de la plataforma en cuanto esto pase, el catálogo es muy insuficiente para mi gusto) y las más me dedico a adelantar trabajos: recojo el salón ahora que está vacío, limpio, plancho, ordeno...
Cuando se levanta el primero, hago mi rehabilitación. Se me ha olvidado solo dos días en todos los que llevamos encerrados, algo rarísimo en mí porque soy muy desastre con todo lo que tiene que ver con cuidar de mí misma. Pero mira, ahí va, no he notado mucha mejoría, pero quizá es pronto. O yo qué sé, da lo mismo en realidad. Por lo menos sé que lo estoy haciendo y eso me tiene tranquila la conciencia, por mí no va a ser.
Casi no estoy comiendo entre horas ni tomando café. Lo de comer es normal, no como mucho nunca, pero lo de tomar café es otra historia. Sencillamente, no me apetece. Lo que sí me apetece, aunque es muy absurdo, es pillar una borrachera. Que algo me aturda un rato, aunque no sé yo después lo de la resaca, ya no me acuerdo de lo que es.
Los días que no tengo que bajar a comprar, o sea, casi todos, reviso redes y promociono como si me fuera la vida en ello (porque me va, no tengo ingresos propios más allá de esto). Me han dicho que soy una vaga, que no lo estoy haciendo, y por si acaso esta noche, otra más de insomnio, me he entretenido en mirar si estoy loca y no sé ni en qué pierdo el tiempo. Qué va, lo he estado haciendo y el volumen de promociones es tan escandaloso que hasta me da vergüenza lo pesada que estoy siendo. Pero bueno, algo más con lo que mi conciencia está tranquila. Yo lo hago, otra cosa es que la gente no responda y los libros no se estén vendiendo mucho.
Quizá fue por ello lo que soñé la otra noche, en uno de los poquillos ratos que me consigo quedar dormida. Soñé que estaba en la Fnac de Callao, pero no dentro, en la puerta. Tenía una mesa de esas del año de la tos, de campo, y encima unos cuantos de mis libros y estaba allí, dando voces a la gente que paseaba por la calle, como si fuera un mercadillo. Cuando me desperté, me di cuenta de que es un poco así, me paso la vida voceando mis libros, como puse en Twitter, como una indigente literaria. Estoy en la puerta que solo atraviesan los grandes, y no porque mis libros no se vendan en sitios como Fnac, que sí, sino porque da lo mismo. Soy igual de invisible que un mendigo de los que piden por la calle y gano incluso menos que ellos.
Esta semana he estado escribiendo mucho. Un relato. Creo que en muy poquito tiempo podré hablar de él, porque se va a publicar muy rápido. Con editorial. Curioso, ¿verdad? Escribo algo y hala, sale con una editorial, pero luego sigo leyendo: "Pues yo a esta autora no la conozco". Ya me he resignado a eso, no es una queja, es un simple paradoja. Y raro de cojones, que ya llevo diez años aquí.
A partir de la llamada de mi madre a última hora de la tarde, hago la cena, ceno y me voy a la cama. En todo el día tengo un intercambio muy breve de palabras en persona, algunos mensajes que no ocupan ni media hora de todo mi tiempo, porque parece que se han muerto las ganas de charlar, y a partir de ahí tengo muchas, muchísimas horas en las que darle vueltas a todo. Aunque esta semana tengo una menos. Me aterraba la idea de que mis hijos se pusieran enfermos de algo y no tener mascarillas para ir al médico. Alguien hizo unas cuantas y me las dejó en mi buzón.
Hay gente buena.
También tengo miedo a ponerme enferma yo, por eso me sube mucho la ansiedad bajar al súper y voy a la carrera. Muchos días voy tan rápido que me dejo casi todo, entre lo que no encuentro y lo que directamente olvido de mi lista. Desde enero hasta muy avanzado febrero, casi diría que marzo, he estado con mucha tos, un dolor de cabeza salvaje, un cansancio extremo y, en general, un decaimiento como en mi vida. Me duró muchísimo, pero en todo el proceso no tuve ni gota de fiebre y era demasiado pronto para pensar que me había contagiado de esto que nos tiene prisioneros. No falte al trabajo ni un día y, por supuesto, no dejé ninguna de mis tareas sin hacer, salvo promocionar una noche La colina del almendro, la única vez que la impotencia por cómo me sentía me empujó a pedir ayuda en las redes. No paré porque yo no me lo puedo permitir y tampoco se me permite. Siempre que digo que estoy mal, exagero y son excusas. Así que, es verdad que a veces me quejo, al aire, porque me da igual hacerlo a alguien, pero nunca paro. Por eso me da miedo contagiarme, porque tendré que seguir en pie.
Pero bueno, qué más da.
¿Parezco pesimista? Igual porque esta semana han muerto personas a las que apreciaba y no tengo el ánimo muy allá, porque cuando los lazos de afecto que tienes son tan reducidos te duelen los que se desanudan para siempre.
No sé, sigo estando cansada de esto, muy cansada físicamente.
Me voy a hacer la comida, no me queda más remedio que seguir.