viernes, 11 de enero de 2013

EL DIARIO


14 de marzo de 1954…



La primera vez que abro el diario y tengo mis dudas. No sé hasta qué punto está bien esto, invadir la intimidad de una persona, recorrer sus vivencias sin su permiso expreso, pero era Martín y ya hace tanto que se marchó que es posible que me perdone la intromisión. Quiero saber de él, traerlo conmigo un rato, sentarme a su lado y dejar que me cuente este fragmento de vida que nunca nos dio tiempo a compartir: nací tarde para que pudiéramos coincidir demasiado y él tuvo prisa por marcharse. Apenas fueron diez años de convivencia que hoy, estoy segura, me saben a poco.

Empiezo a leer, tratando de acostumbrar mis ojos a esa letra suya, inclinada hacia adelante pero firme y segura, como el hombre recio al que conocí. Va desgranando, ciudad tras ciudad, la gira con el ballet de Marianela de Montijo, donde él actuó como txistulari. Le descubro como nunca le vi, joven y vital, y me asombra la capacidad de observación que tiene. A medida que paso páginas empiezo a ser consciente de algo: no tiene a quien escribirle las cartas que probablemente sus compañeros músicos envían cada día a sus mujeres y por eso se escribe a sí mismo. Como cronista improvisado para un rotativo inexistente, Martín anota días, horas, siestas, descansos y ensayos. Recoge los aplausos y los guarda en papel, para llevárselos a casa, cuando regrese a Madrid, a su habitación de la calle Oviedo, o cuando logre reunir lo suficiente para volver a su Bilbao natal, donde le espera su único hijo.

El 19 de julio del 54, rendido, da por terminada la gira y no vuelve a escribir nada hasta el 24 de abril de 1956…




Yo salto esos dos años en un suspiro y me encuentro con él, ahora como músico en la compañía de Marienma. Me veo a su lado tomando el expreso de las nueve y media de la noche en Madrid, rumbo a la gira por oriente próximo. Hacemos una parada en Barcelona, más tarde en Figueras y, mientras horas después esperamos para  hacer transbordo en Narbonne, ya en Francia, me tomo un café a su lado. Al final llegamos a Marsella, la madrugada del día 26, derrotado él por no haber dormido, fascinada yo porque he podido imaginar el viaje simplemente dejándome llevar por el rastro que dejaron sus manos en esta pequeña libreta negra. El descanso dura poco porque a las cuatro de la tarde ya estamos embarcados en el Jerusalén, un buque que tiene como destino Israel.





Los días en el barco pasan lentos. Los rellena con paseos por cubierta y conversaciones con algún tripulante que se defiende con el español. Pregunta todo, no quiere dejar que se le escape ni un solo detalle, anota el nombre de cada pedacito de tierra que se atreve a asomase ante sus ojos en el horizonte de este mar Mediterráneo. Egaña, el pianista del ballet, nos empieza a acompañar cada vez con más frecuencia. De simples conocidos van pasando a amigos y cuando Martín comienza a interesarse por una joven que también viaja en el barco, se aparta de él, consciente de que si existe una posibilidad de que crucen algo más que miradas, esa pasa porque él no esté cerca. Yo me quedo, al fin y al cabo no me ve nadie, y así espío a esta lectora incansable de novelas que ha llamado la atención de Martín. Al final no pasa nada. Ella está casada y él es demasiado tímido como para abordarla ni siquiera para entablar una conversación…

La gira, cuando finalmente desembarcamos, se llena de sinsabores. Pocos días después de comenzar, el ambiente se enrarece entre rumores que finalmente se acaban confirmando: no van a cobrar. Al menos costará mucho que lo logren y, mientras eso sucede, tendrán que poner de su bolsillo el dinero de la comida y del alojamiento. No es fácil, nada fácil, saber que volverás a casa con las manos aún más vacías que antes de marcharte y que, además, en esa aventura habrás perdido parte de tus exiguos ahorros. La compañía, a pesar de todo, sigue actuando y viajando, y él no se cansa de recoger cada anécdota: las mima y las conserva para contárselas un día a su hijo, para que sepa lo duro que fue cada noche salir al escenario consciente de que la deuda que tienen con él aumenta en la misma medida que disminuyen las posibilidades de cobrarla. Pero Martín, por encima de todo, es un artista y no sabe, o no quiere, renunciar a los focos aunque la luz que dan ahora sea claramente insuficiente.

En medio de la turné me hace una confesión inesperada. En realidad se la hace a sí mismo pero mis ojos son testigos: "hoy, día 16, hace 22 años que me casé con una mujer que no supo hacerme feliz. No vivo con ella y no me pesa pero hoy, en Estambul, pienso en el hijo que me espera, lo único bueno que conservo de ese tiempo."  Conozco esa historia, es muy triste. En un tiempo sin divorcio, Martín encontró como única solución a sus problemas poner tierra de por medio. La vida a veces te compensa y supo esperar. Y en esa espera apareció María, un diamante escondido entre las telas que invadían cada rincón de su casa de Cuatro Caminos. 

Pero aún es pronto para esa historia con la modista, faltan casi diez años para que eche a andar…

Los ojos se me cierran, me he bebido todas las páginas de un trago y casi no soy capaz de entender la letra diminuta en la que, al final, anota lo que le deben: casi treinta mil pesetas, una fortuna para su tiempo.
Cierro la libreta y la guardo en mi mesilla, con un rastro de agua en mis ojos. Sé que cuando quiera, cuando lo necesite, volveré a vivir, de su mano, esta historia suya que también es un poco mía. Porque Martín fue mi familia. 

Porque yo me llamo Mayte porque él insistió.

Mayte Esteban
Enero, 2013.