Hay momentos en los que la vida te pone en la tesitura de
tener que elegir. Entre lo que crees que es lo mejor para ti y lo que los demás
esperan.
Elegir lo que los demás esperan lleva enredado el fracaso,
porque al final no has sido tú quien ha tomado las riendas y ha hecho lo que
sentía que debería hacer. Y eso, al final, te pasa una factura inasumible.
Me puedo equivocar. Siempre. Puedo tomar las decisiones más
tontas que me conduzcan a errar de lleno, pero serán mis decisiones. Lo que yo
quiero. Lo que siento. Y como son lo que quiero y lo que siento, lo asumiré.
Lo que sería incapaz de procesar es hacer algo tan solo por
complacer a otro, por un capricho, por una idea mal entendida de lealtad. Y
eso, a día de hoy, lo descarto porque me anularía como persona, me convertiría
en un juguete en manos de otro y no estoy dispuesta.
Mis renuncias, siempre mías.
Mis pasos, los que yo decida.
Mis errores, los que cometa por mi propia falta de juicio.
Mis aciertos, los que me gane.
Ya lo hice alguna vez en el pasado. Escuchar lo que no
debería haber escuchado, fiarme y creer, dar pasos de los que no estaba
plenamente convencida y que fueron tropezones de libro. Es verdad que con ellos
he aprendido. Mucho. Sobre todo he aprendido lo que digo, a hacer solo lo que
yo esté convencida. Sin dejarme llevar por el miedo a perder a alguien o porque
quizá he pensado que otros podían saber más que yo.
¿Alguien sabe más que nosotros mismos de nuestra propia
vida?
No lo creo.
Por eso voy a seguir mi instinto. Voy a esperar a que lo que
está en marcha siga su proceso. Y si acierto, bienvenido. Y si me equivoco…
pues también, porque es lo que quiero.