"Escribir,
pintar, esculpir… cualquier faceta del arte no puede entenderse separada de la vida de su autor porque el arte es expresión de nuestro yo más íntimo."
No sé
si es exactamente la frase o la he recreado a mi antojo (es bastante posible)
pero sé que se me quedó enganchada en el subconsciente cuando la escuché hace
mucho, mucho tiempo, en una clase de literatura de Ángela, la profesora que
tenía en el instituto.
Hasta
ese momento, cuando las clases empezaban con el consabido contexto histórico y
biografía del autor, a mí me entraban ganas de ponerme a mirar por la ventana,
y de hecho creo que lo hacía, esperando a que llegase el meollo del tema, el
análisis de la obra literaria en cuestión. Me metía en mi mundo y pasaba
olímpicamente de lo que me contasen de la vida de tal o cual literato, pintor o
escultor, porque pensaba que para qué.
¡Qué
vas a pensar en plena adolescencia!
Sin
embargo, mira por donde ahora soy yo la que tiene que explicar a veces
literatura o arte y con el tiempo, la experiencia y el descenso del alboroto
hormonal he acabado comprendiendo a Ángela perfectamente: uno no es capaz de
captar la esencia plena de una obra literaria sin conocer las connotaciones del
momento en el que se gestó. Se pierden datos, se queda a medias porque nos
falta información para comprender aunque sea una simple línea, como cuando
Celestina, a su muerte, grita "confesión" como su última palabra. Y
es más, no se puede comprender tampoco del todo una obra si deja de lado esa
vida que llevó el autor, sus vivencias íntimas que condicionaron vivamente su
producción literaria.
El artista
es un ser humano, claro está, pero es un ser humano con una sensibilidad elevada,
da igual si es pintor, escritor o escultor, es siempre alguien observador del
mundo y con capacidad para redibujarlo en un cuadro, en una hoja en blanco o
hasta en una fría piedra. Pero si sólo fuera eso, observación, todos
escribirían del mismo modo, dibujarían igual y las esculturas saldrían tan
idénticas que parecerían simples copias de la realidad.
El
artista interpreta y la interpretación está cargada de subjetividad.
Y cada artista
tiene una huella única porque cada vida es única.
A todos
nos pasan cosas más o menos parecidas pero ni las procesamos igual ni las
contamos del mismo modo. Cada vivencia, cada vez que te roza la realidad, te va
transformando. Todo lo que nos sucede nos llena de capas que al artista se le
escapan en cada una de sus creaciones. Lo bueno y lo malo surgen como matices
en cada obra.
Conocer
la vida del artista enciende focos a quien se acerca a su obra, la ilumina de
tal modo que es mucho más sencillo captarla.
Estoy
pensando en biografías de artistas que he tenido que estudiar y explicar, y en
mi mente salta como un resorte Goya. Las etapas que se establecen en su pintura
se corresponden con momentos vitales. En la primera, la luz inunda sus
creaciones. Es la época de los cartones para tapices, obras costumbristas,
alegres, que reflejan una sociedad idealizada. Obras de juventud donde todo lo
que le pasa a él es maravilloso: consigue un buen trabajo como pintor, viaja a
Italia, se inserta en la vida de la Corte donde adquiere prestigio y respeto.
Poco a poco su obra va cambiando. Al inicio de su sordera se suma la invasión
francesa que le obliga a ser testigo de primera mano de los horrores de la
guerra. Las experiencias de este tiempo oscurecen su paleta hasta el punto de
llegar a esa etapa de pinturas negras, las de la Quinta del Sordo, donde se
refleja su carácter atormentado por lo que ha visto y porque la sordera le está
aislando del mundo. No es feliz, la vida le ha pasado por encima como un tren
de mercancías (perdón por la metáfora, sé que no había trenes en su tiempo) y
sus pinceles trasladan ese malestar a las creaciones que salen de su mente. En
una etapa final la pintura recupera algo de luz cuando sale de España y
emprende la última parte de su vida, más tranquila y presumiblemente más feliz
que la anterior.
Tal y
como le sucede a Goya podemos observar lo mismo en, por ejemplo, Kaftka. Hijo
de un padre autoritario y una madre sumisa, ese autoritarismo que sufre desde
niño se mezcla con acontecimientos brutales de principios del siglo XX: la
guerra mundial y la Revolución Rusa que van configurando sus ideas y
atormentando su carácter. La tuberculosis, que será finalmente la
causante de su muerte, va marcando también su yo, reservado y solitario, a lo
que se suma la oposición de su familia hacia su vocación literaria y sus cinco intentos
frustrados de matrimonio.
Esa soledad quizá no elegida, esas vivencias intensas que le
proporciona un mundo en convulsión, necesita expresarlas y como consecuencia
escribe un relato corto, extraño, inquietante pero fascinante a su vez que es
La Metamorfosis. Su soledad empuja la creación y le sale oscura, difícil.
Son dos ejemplos pero podría estar horas repasando
biografías que demuestran lo importante de ese contexto histórico y vital.
A
través de las palabras, de las pinceladas, de cada golpe de cincel, aunque nos
tratemos de esconder, se nos ve el alma.
Cuando
me vuelvan a preguntar para qué estudiar ese rollo que siempre viene al
principio de los temas, creo que remitiré a los chicos a esta entrada.