Estos dos últimos días están siendo un poco raros. El miércoles falleció mi abuela, a los 96 años. La frase más escuchada en el tanatorio era, "es ley de vida". ¡Qué nerviosa me pone! No considero que sea ningún consuelo para quien pierde alguien a quien quiere, con quien ha compartido casi toda la vida. Por más que la persona que se va sea muy mayor.
El sábado, cuando fui a verla al hospital, estaba allí, físicamente, pero su cabeza se había perdido hace años, en ese confuso mundo de recuerdos mezclados en el que nos sumerge a veces el acumular años en nuestra biografía. Al darle el último beso (sin intuir que lo sería), le dije que tenía cosas que contarle. ¡Qué rabia que no pudiera entenderlas! Casi se me saltaron las lágrimas. No he podido hablarle de mis libros. Ella, que se las arregló para que aprendiera a leer y a escribir antes de ir al colegio, no ha podido leer nada de lo que he publicado.
La vida a veces es pura ironía.
En el tanatorio no había una gran acumulación de gente. Somos una familia pequeña, así que nos sobró tiempo para hablar. De bobadas, sobre todo. No sé qué me pasa con los velatorios. Siempre hago tonterías, por más que crezca. La noche que murió mi abuelo materno, mis primos y yo, pequeños entonces, nos dedicamos a contar chistes hasta que nos regañaron por reír a pleno pulmón. El miércoles, junto con mis primas Eva y Ana, nos dedicamos a hacernos fotos con el móvil.
Supongo que es una manera de autodefensa, un método inventado para impedir que las lágrimas surjan delante de todos. Parece que cuando es "ley de vida" no estuviera bien visto llorar.