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1988
Ese es el año en el que nos conocimos. Tú llevabas muerto décadas y yo aún estaba aprendiendo a vivir. Fue a través de un libro obligatorio en COU, Campos de Castilla, la edición de Cátedra —la undécima, según la portada—, que compré en la librería Proa de Azuqueca de Henares, porque por aquel entonces yo vivía allí y mis compras de libros se centraban en ella o en Círculo de Lectores.
No sabía, en ese momento, lo importante que serías el resto de mi vida.
Ese año en el que nos conocimos, empezó lleno de luz. Yo iba a cumplir 18 en marzo, los estudios progresaban sin muchos tropiezos y tenía claro que, al terminar la selectividad, elegiría estudiar periodismo. Escribía en mis ratos libres, como llevaba haciendo desde que tenía recuerdos, pero solo para mí, como un modo de entretenimiento en ese tiempo en el que la televisión apenas tenía media docena de canales, el cine que había al final de mi calle había cerrado y el teatro se limitaba a unas pocas representaciones cuando el Centro Cultural, también al final de mi calle, organizaba las primeras ediciones de La espiga de oro.
Y leía.
Eso lo hacía constantemente, porque la biblioteca —también ubicada dentro del Centro Cultural, a dos pasos de mi casa— era mi refugio.
Era una niña feliz, porque sé que, aunque tuviera 17, era una niña aún y eso es lo que más recuerdo de ese tiempo en el que tu libro cayó en mis manos. La vida no me había puesto en ningún apuro serio; tenía a mi hermana, que además era mi mejor amiga, dos padres maravillosos que, sin mimarme me lo daban todo, y a mis abuelos en la planta de abajo. No me preocupaba crecer, era feliz disfrutando cada momento de los que me proporcionaba esa edad.
Ni siquiera tenía prisa por cumplir 18.
Pero 1988 venía con un regalo envenenado y solo tuve que esperar al 22 de febrero para descubrirlo.
Qué curioso, 22 de febrero…