Este fin de semana he estado fuera y se me olvidó mirar a ver si lo había subido.
No me he vuelto a acordar hasta media mañana. He ido a mirar si estaba y, en efecto, llevaba allí dos días. Me he puesto muy contenta porque es es el libro más especial que tengo y siempre emociona que, a pesar de la década que lleva a sus espaldas, siga provocando las mismas sensaciones en tantos y tantos lectores.
El caso es que ya me iba de la página cuando me he fijado en los otros libros que compran los lectores después de mirar La arena del reloj. Los míos, claro, no es un libro mayoritario. Y algo me ha llamado poderosamente la atención: La chica de las fotos tenía un comentario más de los que llevo viendo todo el verano.
He ido con miedo a mirar. Lo reconozco, es el único de mis libros con el que me pasa, pero es que con él me han sucedido tantas cosas particulares, le han metido tanta caña en algunos momentos, que me espero cualquier cosa. He visto que el comentario era de cinco estrellas y el contenido muy bueno.
He respirado aliviada.
Medio segundo.
Ese no podía ser el comentario.
¿Por qué? Pues porque de pronto he recordado que este verano estuve hablando con una persona que se llamaba de ese modo en un hilo de un grupo de Facebook y me decía exactamente lo mismo que ponía en el comentario. Palabra por palabra, incluso recordaba el nombre y coincidía. Es más, la fecha que de pronto he visto en el comentario, también. Era de agosto.
He filtrado los comentarios por fecha por si se habían descolocado y no. En efecto, el último que tiene mi novela es ese, un comentario de agosto. Pero, cualquiera sabe por qué, ha aparecido hoy. He estado todo el verano con 59 comentarios. Y ahora, de pronto, mutan a 60, aparece uno de mitad de verano por sorpresa.
¡Fíjate tú!
De todos modos, nos están acostumbrando a las sorpresas.
Raritas, pero se van convirtiendo en una costumbre.