El buen escritor reinventa el mundo, suscitando en el lector emociones desconocidas o aletargadas, y mostrando la faz profunda de lo cotidiano, aquella que, por costumbre, ya no puede ver.
Fernando Lázaro Carreter.
Qué hermoso sería ser capaz de hacer esto, proponerse despertar las emociones de quienes se acerquen a leer nuestras palabras y lograrlo. Una vez, lo sé, fui capaz de hacerlo pero con trampa, lo reconozco. No inventé. Con La arena del reloj fue fácil. Cómo te escondes del dolor, cómo te las arreglas para que no te inunde y contagie a todo lo que haces cuando es tan grande, tan nuevo, tan difícil de manejar. Al fin y al cabo, desde el siglo XV llevamos dándole vueltas a este tema en literatura. Es un libro difícil, de los que te gustan para siempre o los que no eres capaz de soportar. Justo como yo, carente de ese término medio que me haga encajar perfectamente en este mundo en el que vivimos. En lo único que soy exactamente así es en mi reflejo, esa imagen que tienen sobre nosotros los que nos ven a diario sin conocernos. Ni alta, ni baja. Ni guapa, ni fea. Ni tonta, ni la más lista. Invisible casi siempre.
Me puse un reto, un libro* que tocase a quien se atreviese a sumergirse en sus páginas, pero esta vez inventando, partiendo de cero. Está hecho y sé que lo he logrado con el pequeño círculo que siempre está ahí dispuesto a darme su opinión. Sin embargo, ha habido un "pero". Diminuto aunque desconcertante. Un matiz que se me había pasado por alto. Suficiente para que un proyecto de años no salga a la luz. La indecisión que siempre me acompaña de la que nunca voy a ser capaz de deshacerme. Podría corregirlo pero, fíjate tú por donde, no quiero. Se me olvidaba que también he sido una rebelde.
*Ese libro del que hablaba sin hablar era Detrás del cristal. Ese pero fue alguien que me sugirió que estaría mejor en la papelera de reciclaje (y a punto estuve de tirarlo). Por fortuna lo hice al contrario: rescaté el libro y tiré a la papelera a la persona. 10/01/2016