Abrió el cajón y levantó la ropa.
Debajo de las sábanas limpias, escondidos, tres paquetes atados con lazos de
color blanco: las cartas de Ricardo. Las acarició con las yemas de los dedos
antes de sacarlas. Sabía que, después de que las leyera, dejaría de lado los tres últimos años.
Con ellas entre las manos, se
dirigió a la cama, se sentó sobre la colcha bordada, apoyando la espalda en el
cabecero, y acercó uno de los paquetes a su nariz. No sabía cómo olía Ricardo,
pero le gustaba imaginar que tenía el aroma del papel y la tinta. Cerró los
ojos y se concentró en la sensación que le traía recuerdos de algunos de los
días más intensos de su vida. Trató de evitar que una lágrima traidora se
escapara de sus ojos, pero no pudo. Decidió que daba lo mismo. Esa noche ya no
importaba que las derramase. Necesitaba valor, pensar con claridad y quizá eso
ayudase a que su mente se despejara.
Ricardo.
Solo era un nombre sin voz, una
fotografía que nunca cobró aliento, pero había removido su vida como nadie más.
Llego por error y se quedó de una manera particular, prendido entre las
palabras de una correspondencia antigua, una que ya casi nadie usa, que a ella
le devolvió la ilusión que los avatares de la vida le habían hecho perder.
Con cuidado, deshizo el lazo del
primero de los paquetes y extrajo la primera carta. Conocía de memoria cada una
de las palabras que contenía, porque la había releído mil veces, pero se
concedió el placer de volver a hacerlo. Y la segunda. Y la tercera. Así, hasta
agotar el primer fajo, el más pequeño, donde todas las cartas tenían la misma abigarrada
y diminuta letra de Ricardo. Revivió el principio, sonrió de nuevo mientras
recordaba sus propias respuestas, ausentes en este espacio que era solo de él.
Las recordaba con una nitidez asombrosa, esa que dan las experiencias que se
viven con intensidad, por más que no hubiera constancia de ellas en aquel
paquete.
El segundo era más grueso. Todo
un año en el que, a cada carta de Ricardo, le acompañaba una suya: la respuesta
que nunca le envió. Las contestó todas, sí, pero el sobre que contenía la
dirección de él llevaba una pasajera distinta, la segunda versión de sus emociones,
donde se había ahorrado los sentimientos porque le asustaba lo que estaba
sintiendo por un desconocido. En estas que ella conservaba no, en estas la
sinceridad se deslizaba en cada línea. Revelaban la fragilidad de un alma que
siempre había luchado por ser fuerte.
El tercer paquete era similar en
grosor, pero no en contenido. El tono de él cambiaba, la necesidad de que se encontrasen
fuera de las páginas nunca había recibido su respuesta, aunque la hubiera. La
estaba leyendo. El amor recorría cada hoja escrita con la delicada letra de
ella, pero nunca había sido franqueado. Permanecía virgen de sus ojos,
escondido en cada sobre y en cada pliegue de su alma.
Al final, la última carta de
Ricardo, que no tuvo réplica enviada, pero que sí la tenía allí, entre sus
manos, dentro de un sobre cerrado con la dirección escrita y el sello pegado en
la parte superior derecha. Era la única de sus cartas que no estaba en el mismo
sobre que las de Ricardo. La única suya plagada de verdad en esa historia
confusa e incompleta, que no se había atrevido a vivir. La única que pensó
mandar, pero que días antes acabó escondida en el cajón.
Pasó diez horas leyendo,
repasando en silencio sus temores y sus anhelos y le dolían los ojos tanto como
el pecho. Pero tenía que hacerlo, tenía que volver a posar su mirada sobre
aquella historia antes de dar el último paso. Después de tomar valor, rasgó el
sobre y extrajo un único folio que ni siquiera tuvo que leer, pues conocía de
sobra lo que decía. Cerró los ojos y dejó que las últimas lágrimas resbalasen
por sus mejillas.
La decisión estaba tomada.
Las recogió todas y se dirigió al
salón, donde la chimenea permanecía encendida. Despacio, una a una, las fue
quemando y, mientras el papel sucumbía a la caricia del fuego; mientras desaparecían
entre las llamas, sintió que ella estaba desapareciendo un poco. Se iba con Ricardo,
a ese lugar donde nunca estuvieron. Como se había ido él, para siempre.
Estuvo mucho más tiempo mirando
las brasas encendidas. Quieta. Perdida entre los sentimientos que acababa de
destruir y que habían sido tan frágiles como el papel.