Confieso que he intentado llevar un diario de estos días de encierro, pero también he de confesar que el tema ha acabado en fracaso estrepitoso. Me he dado cuenta que, si bien no tengo problema alguno en escribir cuando tengo una crisis emocional personal -más bien funciona al contrario, soy capaz de plasmar mejor lo que sienten los personajes-, en este caso no he podido. Me he bloqueado, más que por el encierro por todo lo que sucede alrededor.
Uno, las noticias.
Las constantes declaraciones de los políticos, la declaración de estado de alarma, las normas nuevas de convivencia... eso ha hecho mella en mí. Soy demasiado tendente a no saltarme esas normas de convivencia, el mismo jueves me lo decía mi hijo: "Mamá, ¿no crees que ya tienes edad de hacer algo ilegal?". La frase no recuerdo si fue así exactamente, pero venía a decirme que no pasa nada si paso a 100 por una carretera de 90 durante diez segundos, o que no se para el mundo por llegar dos minutos tarde. Si eso me estresa, asumir todo lo que se nos ha venido encima me está causando dolor de estómago.
Dos, que mi madre esté sola.
A veces pasan muchas semanas sin que la vea, estoy acostumbrada a eso porque vivimos a más de cien kilómetros, pero siempre sé que está acompañada. Por mi hermana, por las vecinas, por su amiga Avelina, por las del club de lectura de la biblioteca... Ella es muy sociable y sabe rodearse de gente, y además gente que la quiere, me consta porque cuando voy con ella lo veo. Pero estos días no tiene más compañía que Willy y Azul, el gato y la gata, y ser consciente de eso, de pronto, se me vino encima. Confieso que estuve un rato llorando, porque me parece más que injusto. Sé que es lo mejor para ella, que encima al ser mayor está en un grupo de riesgo, pero no deja de ser una putada. He pensado que me hubiera gustado quedarme estos días con ella.
Tres, estar todos en casa.
Vamos a ver, que está muy bien que la familia permanezca unida, pero eso duró el primer día. Después nos empezamos a dar cuenta de que nos vendría bien tener más espacio para no estorbarnos. Cuando uno no se apropia de un enchufe donde otro pone su el ordenador, llega otro y le echa de su sitio del sofá, o va otro y hace una broma que de pronto no hace ni puñetera gracia. Creo que encerrados todo se empieza a magnificar y a mí esto me está pareciendo Gran Hermano. Me entran ganas de entrar en el confesionario y empezar a nominar a diestro y siniestro para que abandonen la casa. O el sitio del sofá desde el que escribo.
Cuatro, la fiebre.
No, yo no tengo, ni ninguna de las personas que están en mi casa, pero sí alguien que conozco. Eso te angustia, estamos sobre saturados de información que habla de la gravedad de esta enfermedad cuando se trata de un grupo de riesgo y eso me tiene con un nudo en el pecho. Y mandando mensajes todos los días preguntando si está mejor.
Cinco, las noches.
Siempre duermo mal, pero con tanto en la cabeza -la semana pasada entera estuvo llena de cosas al margen de esto que me han mantenido pensando demasiado- no soy capaz de completar una noche. Las cuatro o las cinco me suelen dar viendo una serie tonta en Netflix (ahora toca The good place). A veces me descubro llorando y no es por la trama, es porque necesito sacar la tensión que está dentro de mí y quizá a solas, cuando nadie te ve y te va a juzgar, es cuando menos me cuesta.
Seis, lo que leo.
No proceso lo que leo. Estoy con una de esas novelas de argumento fácil y lectura superficial, y de vez en cuando me doy cuenta de que estoy haciendo una lectura vertical, que salto de un diálogo a otro sin prestar atención a lo que hay en medio, perdiéndome parte de la información y faltándole al respeto al autor, porque un libro no debe leerse jamás así. Me da rabia.
Siete, lo que escribo.
Todo lo que está saliendo de mí es para tirarlo, plano, incompleto, insuficiente, necesitado de tanta reforma que me entran ganas de rendirme y no poner ni una sola palabra hasta que todo esto pase. Sé que comparto sensación con mucha gente, que lo ha puesto en las redes, autores que son incapaces de encontrarse consigo mismos estos días, pero esto no me está sirviendo de consuelo. Me frustra y me deja un regusto de tristeza, porque necesito esa magia de la escritura, evadirme con ella y disfrutar de que el tiempo pase rápido. Y no lo consigo.
Ocho, el perro.
Ulises se ha convertido en el protagonista de los deseos de mis hijos. Como el estado de alarma permite sacar al perro a hacer sus necesidades, ellos, que necesitan aire fresco aunque sean cinco minutos o diez -no tardan más en volver-, casi se pegan por sacarlo. A mí me da pena, está más que desconcertado con esto, extrañando supongo sus paseos y, sobre todo, echa en falta lo que se cansaba corriendo en ellos. Lo sé porque se pasaba las mañanas y las tardes dormido y ahora permanece más despierto; nos sigue por la casa, supongo que también hecho un lío porque nunca hay tanta gente a la vez aquí. Y porque nadie le manda a la cocina a las cuatro de la tarde.
Nueve, los gestos solidarios.
Hay algunos que me han encantado, el que todos demos las gracias a las personas que siguen ahí, al pie del cañón, cuidando de nosotros para que todo esto resulte más sencillo: a los sanitarios, a la gente que trabaja en los supermercados, farmacias y demás establecimientos que permanecen abiertos. A quienes se están rompiendo la cabeza para que esto acabe cuanto antes. Eso han sido los buenos, los aplausos, las gracias repetidas en las redes.
Pero también hay otros que me han dejado cierta amargura en el estómago y son los que tienen que ver con mi profesión. El gesto de regalar libros ha estado muy bien, pero ya no está tan bien cuando empiezas a leer que hay algunos autores súper generosos que regalan sus libros... y señalan que otros no. Yo estoy entre los que no, más que nada porque no tengo nada que regalar.
Ya puse gratis este verano lo poco que está en mis manos, el resto es de editorial y son ellos quienes toman estas decisiones, pero además, ahora mismo, los libros son mi única fuente de ingresos. Única porque esto se ha llevado trabajos por delante, por ejemplo, el mío. Por supuesto, mientras se regalen libros será casi imposible vender uno y eso seguirá hundiéndome. La economía y el ánimo, porque las tres ferias del libro que tenía por delante, por supuesto se han caído del cartel. Por eso dije el otro día, y lo he hecho, que yo compraría libros. Digitales, porque no puedes salir de casa, pero comprados. Porque respeto mucho este trabajo y debe dársele un valor y no señalar a nadie con el dedo si no puede o no quiere regalarlo.
Diez, mi cuerpo.
Estoy entumecida. He intentado hacer estiramientos, pero a los diez minutos ya me he cansado. Necesito andar, bajar las escaleras desde el tercero como hacía todos los días varias veces -subir, ya menos-, mi paseo de una hora por el pinar. El tiempo de mimarme a solas, aunque solo fuera concediéndome el capricho de ralentizar porque sí la última parte de las mañanas que pasaba a solas. Además, me temo que, aunque no estoy comiendo más, estoy engordando.
Llevo 4 días de encierro, cuarentena, enclaustramiento, ensayo de Gran Hermano o como le queramos llamar a esto y ya tengo ganas de que se termine. Iban a ser 15 días, pero ya nos están diciendo que serán más.
No ha hecho nada más que empezar