La
brisa del mar soplaba suave revolviendo mi melena suelta mientras se colaba en
mi interior a través de la nariz. Sentada en la arena, el horizonte me
abrigaba, cargándome de ese optimismo que hacía meses que me había abandonado.
Se estaba bien. Muy bien. Las olas, con su cadencia constante, relajaban mis
músculos y me dejaba llevar por mis sentidos, empapándome de todo lo que
percibían: el suave piar de las gaviotas, el rumor del agua, el lejano sonido
del tráfico a mi espalda, al otro lado del paseo marítimo…
No
sabía qué me había conducido a sentarme ahí hasta que le vi, paseando por la
orilla.
Llevaba
unos pantalones a media pierna y las zapatillas en la mano, y caminaba
concentrado en sus pies. Supongo que esperaba a las olas que periódicamente los
limpiaban de arena y se recreaba en el cosquilleo que provocan en los dedos. El
mar, violento cuando quiere, sabe también acariciarnos y él parecía rendido a
sus encantos.
Le
miraba extasiada, pensando que hacía meses que para mí su presencia era
ausencia. No quise hablar para no estropear la magia de tenerle muy cerca. Mi
corazón había recuperado la capacidad de latir en cuanto fue consciente de que
él había regresado y yo, cobarde o precavida, o deseosa de volver a sentir, no
quería interrumpirle.
No hizo
falta.
Él
levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los míos. Me regaló su sonrisa
y sus pasos se encaminaron hacia mí. Arrastraba los pies por la arena caliente
y cuando llegó a mi altura abandonó los zapatos y se sentó a mi lado.
-Estás
muy guapa.
Así,
breve, sin rodeos, como siempre había sido él conmigo.
Me
agarró una mano con las suyas y posó sus labios en ella, haciendo que mi cuerpo
detonase una tormenta de sensaciones. La paz de minutos antes se había esfumado
y en mi pecho estallaba un conflicto bélico de dimensiones épicas. Casi un año
sin sentir su presencia a mi lado, casi un año sin escuchar su voz. Casi un año
desde la última vez que me miró a los ojos y volvía a mí como si ese tiempo no
hubiera existido, como si perpetuamente hubiera permanecido a mi lado.
-Tú
también –le dije.
Rodeó
mi cuerpo con su brazo y mi cabeza se posó en su cuello, en mi sitio, como yo
solía llamarlo cuando nada podía separarnos. El aroma de mi hombre me envolvió
de pronto, poniendo los recuerdos en revisión, haciendo que de pronto, todos
los reproches por su prolongada ausencia se marchasen. Daba lo mismo lo que le
hubiera alejado de mí. Daba igual que me hubiera quedado sola y destrozada. Ya
estaba. Él había vuelto.
Nos
quedamos así mucho tiempo, amarrados el uno al otro, sin hacer nada más que
sentirnos cerca. No hacían falta palabras para que nos entendiéramos.
De
pronto, accionado por un resorte, se puso en pie y me arrastró de la mano. Mi
instinto me hizo darme la vuelta, preocupada por nuestros zapatos, que se
quedaban solos si le seguía pero con una sonrisa me señaló que me olvidase de
ellos. La playa estaba desierta y, al fin y al cabo, sólo eran unos zapatos.
Yo
también sonreí.
Corrimos
por la playa, cerca de la orilla hasta que se paró de pronto, haciéndome
tropezar con su cuerpo. Mi rostro se pegó al suyo, tan cerca que fue imposible
que nuestros labios no iniciaran una danza de la que habían sido campeones.
¡Cuánto había añorado sus besos!
De
pronto sentí mucho frío. Mis ojos, cerrados en el momento íntimo que
compartían, se abrieron y observaron espantados que ya no estaba. La playa
rápidamente empezó a cambiar, se oscureció el cielo, cayeron las sombras sobre
mí.
-Se
está despertando.
Oí de
lejos una voz de mujer que no reconocía. Al frío se sumó una incómoda sensación
en la garganta, había algo que entorpecía mi respiración a la vez que me la
estaba facilitando. Intenté moverme pero apenas tenía fuerzas para nada. Abrí
los ojos.
A mi
alrededor, una sala triste, verde y blanca y, a escasos metros, una mesa con
personal vestido de hospital. Intenté ubicarme y lo conseguí nada más ver mis
brazos recorridos por tubos y sentir que mi laringe cobijaba un respirador.
Me
acordé.
Estaba
en la UCI del hospital, lo recordé, ese día me iban a operar.
Entonces
volví a agitarme, como minutos antes en la playa.
-Tranquila,
no te muevas –me dijo la enfermera-. Ahora mismo te lo quitamos.
No pude
contener unas lágrimas.
-No
llores, todo ha ido muy bien.
No,
nada había ido bien. Yo seguía viva y él había vuelto a marchase de mi lado.
Hacía casi un año de la muerte de mi marido.