Murió hace año y medio, pero siento la necesidad de hablar de él. Cuando se marchó, me sentí como un barco que siempre ha estado anclado a puerto al que alguien, sin previo aviso, suelta las amarras en mitad de la más terrible de las tempestades. Mi padre murió a los 65 años, de cáncer. Puede parecer contradictorio lo que he dicho antes, el cáncer avisa, hay meses en el hospital en los que te preparas para lo peor.
Yo lo hice mal todo. Ni una sola vez, aunque la lógica decía que no había ninguna oportunidad, pensé que perdería esa partida de ajedrez. "Sobrevivió a la posguerra. ¿Por qué no va a poder con esto? La medicina ha avanzado. Es fuerte. Nunca se rinde. Va a poder. Lo vamos a conseguir"
Mis pensamientos siempre se refugiaban en las frases que me ayudaban a respirar con regularidad. Las otras, las que hablaban de sesiones de quimioterapia, las que contenían la palabra tumor o muerte, las apartaba porque, sólo con que asomasen, me era imposible contener las lágrimas. Fueron diez meses de montaña rusa, costaba mucho subir aquella empinada y dolorosa cuesta y bastaba sólo una palabra para bajar en segundos a toda velocidad. El estado de ánimo más inestable que jamás he sentido. Sólo fui consciente de que se iba sin remedio menos de veinticuatro horas antes de su partida. Agarré el teléfono y le dije a mi tía que corriera a despedirse, que el tiempo se había acabado. Nadie creyó en mí, los médicos habían hablado de una semana más, pero lo supe. Siempre hemos sabido sentir juntos.
Por eso es tan duro vivir sin él.
Muerto no se siente.
Escribimos al unísono un libro. Hablaba de su vida, de relojes de arena, de este tiempo y del que pasó, de las cosas que has hecho y las que sólo has soñado. Fue un camino difícil y hermoso. Lo acabamos sólo unas semanas antes de ese 10 de julio. Todas las conversaciones pendientes se saldaron y según el psicólogo eso me ayudaría a sentirme mejor, menos mal. ¡Mentira!
Las palabras se han quedado en mi memoria pero necesito que me refresque los abrazos y los besos.