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jueves, 15 de diciembre de 2016

ENTRE PUNTOS SUSPENSIVOS: LA PORTADA.



Buscar una imagen que resuma una historia es una de las tareas más arduas a la hora de preparar la salida de una novela. Tiene que contar mucho de la historia, debe ser limpia, que no agobie con demasiados elementos, es necesario que contenga el título y el nombre del autor y, además, enamorar desde el primer vistazo.

Es, esencial, para que el potencial lector se quede con ella y sienta que quiere adentrarse en sus páginas.

Sé que esto es juzgar a la ligera, elegir sin datos, pero también sé que es algo que hacemos los lectores: enamorarnos de portadas y lanzarnos de cabeza a las novelas. No es un tema que haya que descuidar, porque hacerlo, no ser exigente con la imagen, puede suponer cargarte de un plumazo la tarea de muchos meses de trabajo.

Yo le doy importancia a las portadas. Se la doy hasta el punto de que hay novelas a las que no me he acercado hasta que no me han dado un empujón porque no me entraban por los ojos. Y, al contrario, he dado patinazos de libro al fiarme de esa primera impresión buenísima que me dio una novela y que, una vez en el interior, se esfumó a la media docena de páginas.

Pero con las personas es igual, ¿no?

No todos los envoltorios mágicos llevan dentro magia.

De las portadas de las tres novelas que tengo con editorial me enamoré al primer vistazo. Supe, nada más verlas, que eran el anillo que encajaba en el dedo de la historia. Fue amor a primera vista del que no me arrepiento en absoluto. La modelo (rusa, lo he averiguado) que se planta de brazos cruzados en Detrás del cristal me decía mucho del fondo de esa historia. La imagen de una mujer sin rostro delante de un montón de cámaras en una alfombra roja resumía a la perfección ese trasfondo de La chica de las fotos.

¿Y en esta?

No era fácil encontrar una portada. Empezamos a buscar por una en la que jugásemos con el tipo de letra, en la que no apareciera ninguna fotografía. La verdad es que, una vez visto el resultado, no me enamoré. No me gustó, aunque la idea pareciera muy buena en principio. Volvimos a la idea de una fotografía.

Tras mirar muchas, apareció.

Es la imagen de un camino que desemboca en un lago, que se interrumpe porque el agua ha bajado de nivel y queda lejos. Al lado, una pareja que me transmiten que están enamorados. La historia de Paula y Javier es como ese camino. De pronto se queda sin agua y son incapaces de seguirla, se interrumpe, pero no acaba en realidad. Solo hay que esperar a que el nivel suba y ellos continúen.
Es una imagen limpia. Azul, un color frío, como el frío que hace cuando empiezan su viaje en moto. Azul, como el fondo de Su chico de alquiler, una manera más de dar coherencia a dos historias que no es necesario leer una para entender la otra, pero que se complementan. No hay nadie más en la imagen porque esta novela, a pesar de todos los personajes que aparecen (muchos y complicados de explicar), es una historia en la que ellos dos, y solo ellos, son los que llevan el peso de la trama.

Si la primera opción no me enamoró, esta lo hizo al primer vistazo. Supe que era la que quería, el anillo que ajustaba a su dedo y que la hacía perfecta, al menos para mí.

Y llevan abrigo.

Los lectores cero sabrán el trajín que me traje durante la escritura con el dichoso abrigo de Paula, con el que nos hemos echado unas buenas risas.

Ahora, habrá que esperar a que los lectores futuros sientan lo mismo que yo.


Espero que no me falléis.

domingo, 21 de agosto de 2011

EL CALOR, UNAS FOTOS Y LAS FIESTAS PATRONALES.

¡Qué calor! Ni siquiera en Segovia, lugar al que todos le suponéis un clima gélido, se pueden soportar los días que llevamos. En mi casa, por lo menos, durante el día tenemos unos treinta grados en el salón, llegando a los treinta y dos cuando a mi hija se le "olvida" cerrar la puerta de la terraza. Por la noche la temperatura suele bajar mucho, pero en esta semana no ha bajado de los veintisiete. Con este calor la pereza se multiplica. Parecemos una manada de leones después de una buena comida, tirados en el sofá sin hacer nada.

Todo este tiempo lo he dedicado a pensar, y pensando pensando me he acordado de que llevo semanas aparcando hacerles unas fotos a mis libros. Me ha costado levantarme del sillón, ir a la estantería, sacarlos, buscar la cámara, fotografiarlos y volver a colocar todo. Después he tenido que darme una ducha porque ni os imagináis lo que he sudado. Menos mal que abandoné a tiempo el primer plan, que consistía en limpieza general. Así que, ya que me ha costado tanto hacer una tontería semejante, ¿por qué no compartirla?
Mis dos novelas publicadas, los relatos premiados y un homenaje a mi otra abuela.

A toda la pereza acumulada por el calor hay que sumarle el cansancio. Llevamos una semana de fiestas y, aunque sólo salimos un ratito, estoy agotada por la falta de costumbre y por la música de las atracciones que parece que tienen un altavoz encima de mi cama. Hoy acaban con una comida en el río y esta noche será raro no escuchar más chiscar las trallas (esto debe ser gacería, la jerga exclusiva de Cantalejo y significa golpear las trallas contra el suelo para que hagan ruido). Los quintos llevan desde el uno de agosto haciéndolo y hasta que no lleguen los quintos del año próximo no las volveremos a escuchar. Quiero decir que los que han alcanzado este año la mayoría de edad se han portado, han sido mucho menos pesados que los de otras generaciones. Pero hay que aguantar, es la tradición. Las consecuencias de quejarse contundentemente por esta costumbre forman parte de la peor leyenda negra de este pueblo, esa que no se cuenta en alto no sea que se despierten los fantasmas.