viernes, 23 de agosto de 2024

LAS ORQUESTAS DE LAS FIESTAS Y LOS LIBROS

Esta semana pasada he estado en varias verbenas, viendo las orquestas que animan las fiestas patronales. Bailar no es algo que me vuelva loca (cansa mucho y yo ya vivo cansada) y cantar lo tengo prohibido porque me quedo afónica a la mínima que hablo un rato, así que me he sentido un poco descolocada en el evento.

He optado por observar.

Ahí estaba el adolescente que se las sabe todas, la chica que intenta ligar con un chico que ni la mira, la secretaria que se desmelena y lo da todo, vaso en mano, los que solo están por el botellón, los padres que tienen un ojo en el escenario y otro en los preadolescentes a los que han dado un poco de cuerda, los padres de niños pequeños a los que no hacen ni puñetero caso, los abueletes esperando el pasodoble que apenas suena ya...

Y yo, mirando los colorinchis de la puesta en escena de las orquestas.

Como siempre, pensando en otra cosa.

Las orquestas de estos días, en general, me han parecido malas en lo vocal. Algunas de ellas sonaban como si estuvieran apaleando gatos, otras no había manera de reconocer la canción hasta que te la cantaba al oído la persona que tenías al lado (que afinaba un poco más) y otra, solo una, ha tenido mi aprobado.

Por los pelos, tampoco era para venirse arriba.

Lo único que les puedo reconocer era que todas tenían un despliegue de medios impresionante, luces para aburrir, cañones tirando papelitos, humo y mucho baile. Un espectáculo en toda regla que, lo que hacía, era disimular la falta de calidad en lo importante, que debería ser la música.

Así, en conjunto, cumplían con creces su función, que no es más que servir de punto de reunión a gente con ganas de celebrar el verano, de tomarse algo juntos y de disfrutar de las merecidas o inmerecidas vacaciones.

Pero a mí, que tengo la mala suerte de tener buen oído, me estaban sacando de quicio como me sacan algunos libros. 

Son esos que, con un despliegue de medios, con portadas monísimas, con sinopsis subyugantes, te invitan a abrirlos y leer. Son, además, esos que todo el mundo elige, por lo que te animas a entrar en la fiesta. Y empiezan bien, tienen su cosa, pero poco a poco te das cuenta de que están muy desafinados, que las transiciones son un desastre y que la narrativa es como apalear gatos. La gente responde, eufórica de yo que sé qué, pero a mí me provocan una tristeza infinita. 

Pienso que debería haber elegido con más criterio, que debería haber empleado mejor mi tiempo y los dejo, como he dejado cada noche la orquesta después de un rato, y me he vuelto a casa con los oídos aturdidos, la hora del sueño rebasada y las emociones tan disparadas que el amanecer me ha encontrado despierta.

Y no, precisamente, por haberlo pasado de maravilla.

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