martes, 22 de diciembre de 2020

JAMES EN LAS TRINCHERAS (LA COLINA DEL ALMENDRO)

Las trincheras, a medida que avanzaba la guerra, se convirtieron en ciénagas infectas en las que los soldados malvivían, compartiendo el espacio con el barro, los gusanos, las ratas, la nefritis, la gangrena y la multitud de infecciones que provocaba toda aquella falta de higiene. La muerte, compañera indeseada de todo conflicto, rodeaba a los hombres y les robaba también el descanso en un lugar donde el insomnio se volvió crónico. Por las noches, cuando las tinieblas servían de protección y cesaba el ruido de las ametralladoras enemigas, era el momento de dar sepultura a los muertos y trasladar a los heridos en las ambulancias. Estas llegaban por caminos de tierra con las luces apagadas, sorteando los obstáculos como podían. (...) James se había acostumbrado al ritmo del puesto. Dormían cuando podían, casi siempre hacia la mitad del día y en función de cómo evolucionasen los heridos, pero estaba a cubierto de la intemperie y, aunque hacía frío, aquello parecía el paraíso comparado con la primera línea del frente, donde había pasado los últimos meses. La amenaza de la muerte se había distanciado un poco en su ánimo, había mejorado su salud, pero no se sentía bien. Mary no había contestado a su última carta. Se preguntaba qué podía haberle sucedido, o también, en otros momentos, si algo de lo que le escribió pudiera haberle molestado. La verdad era que no lo recordaba, las palabras de aquella carta se habían perdido en su memoria. No así las que ella le mandó, que seguía guardando con celo al lado del corazón y releía sin descanso, como salvavidas improvisado en aquel mar de desesperación. —Estás muy pensativo —le dijo Elsie, cuando lograron terminar por fin la tarea de aquella noche. Por fortuna, no habían tenido que amputar ningún miembro, que siempre era lo más desagradable. —Estoy cansado —contestó él. —Todos lo estamos. Esto está durando mucho más de lo que nos contaron, y la sensación que tengo es que tardaremos en ver el final. Eso, si llegamos vivos. Miró a los ojos al doctor, que a su vez se perdió en las pupilas grises de Elsie. «Si llegamos vivos». Lo había pensado mil veces, que quizá nunca volvería a casa, a Londres, que jamás se sentaría de nuevo en una mesa con mantel y cubiertos de plata y que, probablemente, no tendría la oportunidad de que Mary le perdonase. —¿Quieres un té? —preguntó Elsie. —Sí, gracias —contestó él. Elsie puso agua a calentar y después agarró una manta. Aproximó una silla a la del doctor y colocó la tela sobre las piernas de ambos, algo que James agradeció con una media sonrisa. No había con qué calentar aquel sótano que hacía de improvisado hospital, y las madrugadas se volvían gélidas. En el sótano, solo se escuchaban los gemidos de algún herido que pasaba la noche inquieto por las heridas y sus respiraciones, por lo que ambos empezaron a hablar casi en susurros. —¿Tienes ganas de volver a Londres? —preguntó Elsie. —Tengo ganas, sobre todo, de que esto acabe. _________________________________________________________ Lo dice James Payne de la Primera Guerra Mundial, en La colina del almendro. Cuando lo escribí, no me imaginaba que la sensación de James la íbamos a entender todos de una manera insoportablemente real. Esta novela es preciosa, de esas que se merecen no leer en vertical. ¿Le das una oportunidad?