martes, 18 de diciembre de 2018

LA HABITACIÓN 322

Este relato formó parte de una antología.




Llegó a la recepción del hotel dos minutos después de las cuatro. El tren había sufrido un retraso y encontrar un taxi anuló el tiempo extra que había calculado para no ser impuntual. Odiaba que la esperasen.  Las puertas correderas se abrieron a su paso y enfiló hacia el mostrador sin fijarse en las personas que ocupaban la amplia sala de acceso al hotel. La mano que retuvo su brazo le provocó un cosquilleo. Ya sabía a quién pertenecía.
         —Puntual —dijo la voz de hombre que jamás había escuchado.
         —Veo que tú lo has sido aún más.
         —No, yo he llegado con demasiado tiempo. Eso no es ser puntual.
Empujó la maleta y le hizo un gesto para que se dirigiera al ascensor. Él se había ocupado del registro y en su mano portaba la tarjeta de acceso a la habitación 322. Ella se dejó conducir con una calma que era solo aparente. Cuando las puertas del ascensor se cerraron, él lanzó una pregunta:
         —El viaje, ¿bien?
         —Sí, todo perfecto.
Apoyó la espalda en uno de los laterales del ascensor, intentando deshacerse de los nervios que atenazaban su garganta. La proximidad de aquel hombre al que no había visto hasta hacía un momento, el leve gesto de cogerle el brazo había arrasado con su aplomo.
         —¿A nadie le ha parecido mal que desaparezcas un fin de semana?
         —Dijimos que no habría preguntas personales, ¿lo recuerdas? No preguntes.
No fue seca ni cortante, fue clara. Desde el principio el pacto había sido ese, no preguntar nada, no querer saber más allá de lo que quisiera contar.
El pasillo se le hizo eterno y breve a la vez. Quería llegar cuanto antes a la habitación, esconderse de los ojos que eventualmente pudieran estar observándola. Aunque estaba segura de que nadie la conocía se sentía vulnerable. Por otro lado quería prolongar ese momento porque sabía que, una vez que atravesase la puerta, no podría dar marcha atrás. Más nervios se sumaron a los que ya la acompañaban aunque no había una sola duda.
El mecanismo de la puerta funcionó a la primera, la luz verde al lado del picaporte indicó que el acceso estaba libre y respiró. Cuando él cerró suavemente y dejó la maleta en el suelo sus miradas se encontraron. Había llegado el momento de comprobar si sería capaz de seguir adelante.
         —¿Estás bien? —preguntó él.
Ella agarró su mano izquierda y la posó con suavidad en su pecho para que viera que el corazón le latía con una fuerza desbocada. Él hizo lo mismo y comprobaron que ambos se encontraban en la misma tesitura. Se quedaron así unos instantes, sintiendo. Él fue quien primero reaccionó. El tiempo que tenían era escaso, no podían perderlo en evaluarse porque además corrían el riesgo de que uno de ellos, o los dos, pensara que era una locura y acabase atravesando la puerta en dirección a la salida.
Ella retiró su mano y abrió la maleta.
Puso un sobre en la mesilla de la derecha y otro, más abultado, en la de la izquierda. Se movió despacio por la habitación, sacando prendas y colocándolas con calma en el armario. Reservó encima de la cama el camisón de seda. Lentamente se deshizo de sus ropas, mientras él no dejaba de observarla fascinado, sentado en el único sillón de la estancia. Se lo puso sobre su cuerpo desnudo. Después, cuando un vistazo rápido le confirmó que todo estaba como había planeado, abrió las sábanas y se tumbó con el rostro vuelto hacia la ventana.
         —Cuando quieras.
         Él esperó a que ella cerrase los ojos. Miró el perfil  de su cuello y guardó la imagen en su retina, una foto imaginaria en la que recrearse cuando ya no estuviera. El disparo apenas sonó, amortiguado por el silenciador del arma. Permaneció unos instantes observándola, intentando entender por qué alguien toma la decisión de que acaben con su vida. En uno de los sobres estaba la respuesta, pero no era para él. Dudo un instante si abrirlo.
Cogió el otro, el suyo, y se marchó de la habitación.
Unas horas después, una desconcertada camarera de pisos se llevó el susto de su vida.
        

Mayte Esteban
Segovia, julio de 2014.