jueves, 13 de octubre de 2016

RELECTURA: COMO AGUA PARA CHOCOLATE.


Hasta hace no demasiado tiempo, tenía la costumbre de releer los libros que me habían gustado mucho. Donde vivo no hay una biblioteca buena, en la que puedas encontrar novedades, donde te sientas tan a gusto como en la que crecí, y tampoco existía una librería en la que pudieras perderte entre títulos y títulos, hasta dar con el más adecuado. Tampoco, hasta hace relativamente poco, existía la posibilidad de la lectura digital que ha provocado que siempre tenga libros pendientes, así que me conformaba con volver a los libros que habían movido algo dentro de mí.

De ese modo, algunos títulos que guardo desde hace décadas los he leído muchas veces, he vuelto a sus páginas, encontrando matices distintos cada vez que me ponía en la tesitura de regresar a palabras conocidas. Los libros son diferentes dependiendo del momento en el que los leas. Los libros, incluso, tienen la magia de ofrecer versiones a veces hasta divergentes dependiendo de quién sea su lector. Eso es lo que explica que obras que a unos pueden parecerles maravillosas, para otros sean tostones infumables, que no entienden el lugar que ocupan en esa estantería imaginaria de los buenos libros.

Como agua para chocolate lo leí cuando se publicó, supongo que en algún año de la década de los noventa, y se quedó dentro de mí como una de esas lecturas a las que le tomas cariño, que forman parte del bagaje de tu propia biblioteca personal interna. De los que recuerdas el sabor, los olores, la esencia de lo que te transmitieron.

No había vuelto a él hasta ahora.

El otro día, un poco cansada de lecturas repetitivas, de no encontrar un libro que me llenase, retomé esa vieja costumbre de mirar en mi estantería y lo saqué. Es muy corto, apenas 160 páginas en la edición que tengo (una de ellas, porque tengo dos, pero a saber dónde ha ido a parar el otro ejemplar, lo prestaría y no volvió a casa). Lo abrí y regresé al mundo de Tita, a esa cocina maravillosa en la que se mezclan los ingredientes de las comidas y lo hacen con la vida. Me volví a perder en el realismo mágico y volví a sentirme seducida por esa colcha infinita que no consigue espantar el frío de la protagonista, en esas metáforas imposibles que hacen que Como agua para chocolate se haya ganado a pulso el lugar que ocupa en la literatura.

Sin embargo, yo lo he sentido distinto.

Desde los noventa hasta ahora mi vida es otra. Ya no soy una niña, he ido madurando, me han pasado mil cosas. He pasado de vivir con mis padres, protegida en una casa donde había amor, respeto, enseñanzas, libertad controlada y muchos viajes en los que mis padres me ayudaron a ver el mundo con mis propios ojos, a tener casa propia, hijos, una pareja estable y un trabajo que no imaginaba cuando leí por primera vez este libro.

Soy yo, pero soy otra.

Por eso, quizá la lectura ha sido muy diferente. He seguido encontrando que esta novela es mágica en su manera de contar los hechos, he disfrutado como una enana con el lenguaje, las metáforas, los hechos inexplicables para la razón, pero que también se entienden cuando tienes el corazón abierto y lo pones encima de la mesa. Lo que en la otra lectura no pude encontrar, en esta nueva se ha plantado ante mis ojos, descubriéndome matices que le aportan un valor extra.

Uno de ellos es la estructura del libro.

Quizá porque no me dedicaba a esto, porque cuando leí la primera vez ni siquiera se me había pasado por la cabeza que ahora, en la madurez de mi vida, iba a pasar tanto tiempo entre palabras, no fui consciente de lo firme del armazón de este libro. Laura Esquivel eligió para contar la historia dividir el edificio de la trama en doce capítulos, cada uno de ellos vinculado a dos elementos: el mes del año y una receta, a través de la cual nos cuenta esa historia de Tita. Ese sostén, ese esqueleto que me pasó inadvertido, da solidez al discurso y a la historia de amor, que la he ido sintiendo vinculada al tiempo.
 
La novela arranca con un nacimiento. Enero, el primer mes del año, viene con frío y frío es el nacimiento de una niña que se ve relegada a la cocina, a ser alimentada por la criada puesto que su madre no la va a alimentar. Muere su padre. El mundo al que llega se desmorona en ese mismo instante y es solo en ese espacio de la casa donde la niña empezará a tomar contacto con él, reduciéndolo a los olores y los sabores de los guisos de Nacha.

Avanza la historia, se suceden los meses, las recetas, crece la niña y aparece el que será siempre el gran amor de su vida, Pedro, y las dificultades que pondrá Mamá Elena por esa costumbre ridícula arraigada en su familia, la de que sea la hija menor la que quede soltera para cuidar la vejez de una madre represora, severa y enfadada con la vida, que empuja toda su frustración contra la pequeña.

Lo que he sentido más diferente es la historia de amor y creo que eso tiene mucho que ver con el momento de lectura, eso a lo que me refería al principio. A estas alturas de la vida sé que los amores no resisten bien el paso del tiempo. Que este los matiza, los diluye y arrasa con su fuerza del principio. No he podido creerme que, pese al comportamiento de Pedro, Tita no haga borrón y cuenta nueva, y no lo entiendo porque no hay distancia entre ellos apenas en todos aquellos años, y quizá porque las escenas en las que me cuenta la autora que por fin han logrado acercarse no me han transmitido con fuerza esa pasión que recordaba más intensa. Las soluciona en unas líneas. Me acordaba al leer de Penélope, esperando durante muchos años a Ulises, tejiendo de día y deshaciendo el trabajo por la noche para no terminar la tarea y verse obligada a cumplir su promesa, y a ella sí la entiendo, porque al Ulises ausente sí es posible idealizarlo. A Pedro, para mí, no. Está ahí, presente y cobarde, sin dar un paso para solucionar su matrimonio con Rosaura hasta que no pasan muchos años. Y lo hace cuando ve que Tita se le escapa, que ha llegado alguien, John, que si bien no le hace sentir aquella emoción que explotó dentro de ella cuando se miraron, sí la trata de tal modo que cuando él no está, Tita hasta puede imaginar que podría ser feliz con él.

Sin embargo, esto es literatura, no es vida, así que en ese sentido la novela mantiene el espíritu intacto. Sigue siendo una magnífica historia, incluso aunque a mí, en esta edad, me resulte tan difícil practicar el necesario ejercicio de empatía.

Lo que sí ha vuelto a brillar ha sido la forma. La manera de contar. Las frases maravillosas, las metáforas, las pequeñas historias que tan bien se engarzan con la preparación de la comida. La sensación de estar en un mundo muy distinto al mío, con normas que agradezco en el alma no haber tenido que cumplir jamás, porque mi propia rebeldía personal no habría podido con ellas. Supongo que habría acabado como Gertrudis, cogiendo la puerta y marchándome de allí aunque fuera desnuda, despojada de cualquier cosa material para encontrar un camino propio. Porque, por muy duro que fuera, las piedras compensarían la libertad ganada al dejar de lado a un personaje tan insoportable como Mamá Elena.

No sé si cualquier día volveré a ella, si me dará otra vez por regresar a la estantería y sumergirme en las páginas de este clásico.

Es más que posible, porque quizá quiero saber cómo veré la novela dentro de un par de décadas.

Si la vida me da oportunidad, tal vez regrese al rancho. Y, estoy segura, encontraré algo distinto que contarme a mí misma.