jueves, 12 de septiembre de 2024

XCVIII A ORILLAS DEL DUERO: MACHADO Y YO


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 XCVIII

A ORILLAS DEL DUERO


Mediaba el mes de julio. Era un hermoso día.

Yo, solo, por las quiebras del pedregal subía,

buscando los recodos de sombra, lentamente.

A trechos me paraba para enjugar mi frente

y dar algún respiro al pecho jadeante;

o bien, ahincando el paso, el cuerpo hacia adelante

y hacia la mano diestra vencido y apoyado

en un bastón, a guisa de pastoril cayado,

trepaba por los cerros que habitan las rapaces

aves de altura, hollando las hierbas montaraces

de fuerte olor? —romero, tomillo, salvia, espliego—.

Sobre los agrios campos caía un sol de fuego.

Un buitre de anchas alas con majestuoso vuelo

cruzaba solitario el puro azul del cielo.

Yo divisaba, lejos, un monte alto y agudo,

y una redonda loma cual recamado escudo,

y cárdenos alcores sobre la parda tierra

—harapos esparcidos de un viejo arnés de guerra—,

las serrezuelas calvas por donde tuerce el Duero

para formar la corva ballesta de un arquero

en torno a Soria. —Soria es una barbacana,

hacia Aragón, que tiene la torre castellana—.

Veía el horizonte cerrado por colinas

oscuras, coronadas de robles y de encinas;

desnudos peñascales, algún humilde prado

donde el merino pace y el toro, arrodillado

sobre la hierba, rumia; las márgenes de río

lucir sus verdes álamos al claro sol de estío,

y, silenciosamente, lejanos pasajeros,

¡tan diminutos! —carros, jinetes y arrieros—,

cruzar el largo puente, y bajo las arcadas

de piedra ensombrecerse las aguas plateadas

del Duero.

El Duero cruza el corazón de roble

de Iberia y de Castilla.

¡Oh, tierra triste y noble,

la de los altos llanos y yermos y roquedas,

de campos sin arados, regatos ni arboledas;

decrépitas ciudades, caminos sin mesones,

y atónitos palurdos sin danzas ni canciones

que aún van, abandonando el mortecino hogar,

como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar!

Castilla miserable, ayer dominadora,

envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora.

¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre derramada

recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada?

Todo se mueve, fluye, discurre, corre o gira;

cambian la mar y el monte y el ojo que los mira.

¿Pasó? Sobre sus campos aún el fantasma yerra

de un pueblo que ponía a Dios sobre la guerra.

La madre en otro tiempo fecunda en capitanes,

madrastra es hoy apenas de humildes ganapanes.

Castilla no es aquella tan generosa un día,

cuando Myo Cid Rodrigo el de Vivar volvía,

ufano de su nueva fortuna, y su opulencia,

a regalar a Alfonso los huertos de Valencia;

o que, tras la aventura que acreditó sus bríos,

pedía la conquista de los inmensos ríos

indianos a la corte, la madre de soldados,

guerreros y adalides que han de tornar, cargados

de plata y oro, a España, en regios galeones,

para la presa cuervos, para la lid leones.

Filósofos nutridos de sopa de convento

contemplan impasibles el amplio firmamento;

y si les llega en sueños, como un rumor distante,

clamor de mercaderes de muelles de Levante,

no acudirán siquiera a preguntar ¿qué pasa?

Y ya la guerra ha abierto las puertas de su casa.

Castilla miserable, ayer dominadora,

envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora.

El sol va declinando. De la ciudad lejana

me llega un armonioso tañido de campana

—ya irán a su rosario las enlutadas viejas—.

De entre las peñas salen dos lindas comadrejas;

me miran y se alejan, huyendo, y aparecen

de nuevo, ¡tan curiosas!... Los campos se obscurecen.

Hacia el camino blanco está el mesón abierto

al campo ensombrecido y al pedregal desierto.



Esta vez te decidiste por pareados alejandrinos para describir esta tierra que es la mía ahora, dando al poema una rima total y diferente. Te sitúas en el paisaje castellano, trepas hasta la cumbre de una loma, arropado por los aromas del clima mediterráneo de interior, nuestras plantas olorosas que lo pueblan todo. Y sudas y necesitas de un bastón, porque este clima recio lo es tanto en invierno como en verano.

Y cuesta, vaya si cuesta.

El Duero, nuestro río, te abraza desde abajo, te muestra esa silueta que desde Soria recuerda a una ballesta guerrera, como una metáfora del pasado de resistencia de esta tierra. O el presente, porque ser castellano es resistir con el viento de cara siempre y Soria, tu Soria, representa como nadie esa batalla que llevamos perdiendo siglos. 

Hoy, mi poeta, está aún más perdida que en tu tiempo.

Las ciudades se vuelven diminutas, la gente se va y solo queda ese silencio que precede a la muerte. El pasado, ese que tú sabías grande, hasta se nos olvida contarlo en las escuelas y se sorprenden mucho cuando les dices que es suyo el Cid o que un día fuimos la cabeza del mundo. 

Castilla miserable, ayer dominadora, 

envuelta en sus harapos 

desprecia cuanto ignora. 

Y así seguimos.

Pero tú la ves bella en su sencillez, tan recia y tan valiente. Igual que la veo yo, tanto que cuesta mucho dejarse vencer y me resisto, como una inconsciente, a dejarla desierta. Lucho porque se sepa que existe y que no se vacíe del todo, aunque cada vez sea más obvio que será lo que suceda.

Lucho desde mis historias, dejando pinceladas que son dardos, señalando lo que sucede, pero incapaz de encontrarle una solución.

¿La habrá algún día?

Creo que, si existe, nunca la veré.

Siguen sonando las campanas en algunos campanarios. Siguen las viejas en las iglesias, aunque cada vez son menos y el luto ya no se lleva en la ropa, sino en el corazón.

Ese que se oscurece por la pena de que esto vaya a perderse para siempre.


(Seguirá)


XCVII: RETRATO. MACHADO Y YO

 

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XCVII

RETRATO

 

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,

y un huerto claro donde madura el limonero;

mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;

mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

 

Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido

—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—,

más recibí la flecha que me asignó Cupido,

y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.

 

Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,

pero mi verso brota de manantial sereno;

y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,

soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.

 

Adoro la hermosura, y en la moderna estética

corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;

mas no amo los afeites de la actual cosmética,

ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.

 

Desdeño las romanzas de los tenores huecos

y el coro de los grillos que cantan a la luna.

A distinguir me paro las voces de los ecos,

y escucho solamente, entre las voces, una.

 

¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera

mi verso, como deja el capitán su espada:

famosa por la mano viril que la blandiera,

no por el docto oficio del forjador preciada.

 

Converso con el hombre que siempre va conmigo

—quien habla solo espera hablar a Dios un día—;

mi soliloquio es plática con ese buen amigo

que me enseñó el secreto de la filantropía.

 

Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.

A mi trabajo acudo, con mi dinero pago

el traje que me cubre y la mansión que habito,

el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

 

Y cuando llegue el día del último viaje,

y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,

me encontraréis a bordo ligero de equipaje,

casi desnudo, como los hijos de la mar.


Antonio Machado 


***

 

 

Me maravilla cómo, en unos pocos versos alejandrinos, fuiste capaz de decir tanto. Hablar del amor, de la infancia, de la política, de la poesía, de la religión, de la libertad y de la muerte. En serventesios, se te escapa ese hombre fascinado por el Modernismo que fuiste al principio, pero también cómo fue cambiando tu criterio a medida que se popularizó y dejó de ser algo tan especial como lo que mostraba Darío. Hablas de ti mismo, de cómo te veías en el espejo y cómo deseas que se te recuerde, y del orgullo que sientes por haber sido capaz de no dejar deudas pendientes.

 

La premonición de los últimos versos me estremece, porque no podías saberlo y, sin embargo, lo escribiste.

 

Y cuando llegue el día del último viaje,

y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,

me encontraréis a bordo ligero de equipaje,

casi desnudo, como los hijos de la mar.

  

Lo sentiste, como se siente lo inmenso, sin poder explicarlo.

 

Todo, con palabras sencillas, las tuyas, las que algunos aún siguen sin entender que, bien ordenadas, despierten sentimientos tan profundos.


(Seguirá)