domingo, 20 de diciembre de 2015

ESOS ÉRAMOS NOSOTROS



A veces nos entendíamos a gritos, tan furiosos que cualquiera que no nos conociera bien podría pensar que jamás sellaríamos la paz de nuevo. Sin embargo, instantes después, la tormenta se alejaba como lo hacen las de verano y el sol lucía de nuevo en nuestro cielo particular.

Esos éramos nosotros.

Me enseñaste a ser quien soy, doblegaste mi impaciencia a base de enseñarme que las cosas que se consiguen fácil al final no perduran, que hay que poner cimientos a la vida porque si no se acaba derrumbando encima de ti. Me diste amor, seguridad, rellenaste mi infancia de recuerdos felices y de viajes, esos que tanto nos gustaban, en los que siempre repetías que hay que comer pan de muchos hornos para crecer.

Esos meses previos a tu partida yo me aferré a ti. Pensaba, tontamente, que agarrándote las manos con fuerza la muerte no ganaría la partida. Me propuse un ejercicio que nos mantuviera unidos, una tarea que yo sabía que no dejarías incompleta porque siempre fuiste un hombre de palabra que terminaba todo lo que se proponía.

Yo lo conseguí, claro. Tú sí, tú aguantaste hasta que terminamos.

Te fuiste pronto, muy poco después del amanecer de aquel caluroso día de julio de hace ya demasiados años. Nunca olvidaré la sensación de desamparo al ver salir al equipo médico con aquel aparato que arrastraban en un carrito. De él colgaba una hoja milimetrada que llevaba impresa una línea plana.

Ya estaba.

Se había acabado.

Me costó unas horas llorar, mentalizarme de que ya no te vería nunca. Me costó despedirme de tu cuerpo porque de ti jamás lo haré. Seguirás siempre conmigo, siendo la mano que necesito para no ahogarme en este mar revuelto que es a veces la vida, el faro que me guía para enseñar a mis hijos a vivir. Igual que lo hiciste tú conmigo.