jueves, 5 de julio de 2012

CERRADO



Llevo un tiempo dándole vueltas a esta entrada y hoy he decidido que es el momento de contároslo: el espejo de la entrada permanecerá cerrado. Por vacaciones.Lo que van a durar estas vacaciones no lo tengo claro ni yo, dependerán de muchos factores.

Este espacio tiene más de cuatro años y en principio lo abrí como un experimento más. Los dos últimos años le he dedicado bastante más tiempo del que sería razonable y, como pasa siempre que tensas demasiado una cuerda, ha empezado a dar síntomas de que se puede romper.

Me niego.

Por eso, hace unas semanas decidí relajar el ritmo: me estaba agobiando. Por eso las entradas se han ido distanciando. Por eso me salen reseñas muy cortas. Por eso, además, hace tiempo que me olvido de ser educada y responder vuestros comentarios.

Me siento como un coche viejo. Al principio se me encendió una luz del cuadro, señal de alarma inminente, y con un manotazo lo silencié. Las cosas volvían a su cauce, el coche funcionaba perfectamente y seguí adelante. Lo malo fue que la dichosa lucecita se volvió a encender y aunque al principio el mismo método funcionaba (el del manotazo), hace tiempo que la estrategia ya no es útil. De hecho se han ido encendiendo después todas las luces, una detrás de la otra y el coche se ha parado.

De golpe.

Estamos en verano. Es tiempo de piscina, de ir a las terrazas a tomarse una cerveza, de largos paseos al atardecer, de parque, de libros por leer, de excursiones al campo, de barbacoas en la terraza con los vecinos...

Quizá es tiempo de olvidarse un poco de todo esto. Por lo menos aparcarlo hasta cuando sea mejor momento.

Quizá así encuentre el tiempo que me hace falta para responder a los correos y los mensajes que se acumulan en mi buzón.

Quizá.

Feliz verano, ha sido un placer.

Un día explicaré esto del todo. Algún día escribiré las palabras que le faltan a esta entrada.


martes, 3 de julio de 2012

WRITING

Eso es lo que he estado haciendo esta tarde: escribir. Pertrechada con mis armas, el procesador de textos y un café (solo, con hielo) me he lanzado a contar una historia que tenía en mente desde hace varios días y hoy puedo decir que esta vez no la borro.

Llevo un tiempo en el que estoy escribiendo casi más que nunca, pero que por alguna extraña razón nada acababa guardado en un archivo. Siempre había un "pero", algo que no me convencía del todo y como exigente que soy, se convertía en nada. Sin arrugar un folio, ya estamos en otro tiempo, me recordaba a esos escritores que emborronaban papeles y rápidamente los tiraban a una papelera atestada de ellos, como material inservible, desesperándose por su torpeza. Pero hoy, no sé por qué, he encontrado la tranquilidad necesaria para decidir que, esta vez sí, me quedo con mis palabras.

No sé qué ha cambiado. El escenario es el mismo, estoy sentada en el rincón de siempre. El silencio de la habitación sólo lo interrumpe el continuo tic, tac del reloj de pared y el traqueteo de las teclas bajo mis dedos, pero estoy segura de que la magia flota en el ambiente. Esa magia que te invade de pronto cuando encuentras la palabra justa, la frase correcta que transmite las imágenes que están danzando en tu cerebro.

No sé si alguna vez habéis experimentado esa sensación, la de ser sólo meros instrumentos, la de que alguien gobierna vuestros pensamientos y los empuja ordenados para que se conviertan en una historia con sentido. Yo, sí. Muchas. Es una sensación que me llena por completo, que se apodera de mí como la más potente de las drogas y que me arrastra sin que yo sea capaz de oponer la más mínima resistencia. No lo intento, la verdad, me gusta.

Me completa.

En estas ocasiones pararía el tiempo, lo detendría para saborearlo con calma, como se saborea el beso de un amante, la caricia que has esperado siempre y que por fin llega cuando menos te lo esperas. Es extraño porque estás solo, aunque te sientas en la mejor de las compañías. A lo mejor es Caliope, que no tenía otra cosa que hacer esta tarde y se ha venido conmigo, a susurrarme palabras al oído, para que yo las ponga sobre el blanco de la pantalla del ordenador.

Y las guarde para siempre.

domingo, 1 de julio de 2012

TALLA 36


Hoy he ido de compras. En mi armario hay ropa de años anteriores suficiente como para no tener que plantearse una visita en pleno calor a las tiendas de moda, pero este año he tropezado con un imprevisto con el que no contaba en absoluto: un cambio de talla.


En mi vida esto es algo que no se ha dado con frecuencia. Me pasé toda la adolescencia estancada en los 49 kilos, uno menos de los necesarios para ser donante de sangre (me hacía mucha ilusión por esa época, pero no cumplía los requisitos, por eso lo recuerdo) y sólo experimenté un aumento ridículo de peso cuando acabé los estudios e ingresé en las listas del paro. Tanto tiempo en casa, sin horarios rígidos, suprimiendo los 7 kilómetros que caminaba cada día, comiendo a las horas que me apetecía… me hicieron engordar la friolera de ¡tres kilos! Ahí me mantuve otro montón de años, sin esforzarme, incluso fui capaz de pasar un embarazo en el que apenas engordé y volver a mi peso apenas quince días después del nacimiento de mi hijo.

Todo fue bien hasta que llegó el segundo embarazo. Puñetero donde los haya, lleno de contratiempos de salud que me encadenaron a un reposo forzoso. Engordé, claro y esta vez, a los quince días del parto, me seguían sobrando kilos. Y al mes. Y a los seis meses. Y al año… Lo achaqué a una lactancia muy larga, decidí que cuando acabase me pondría seria conmigo misma. Bueno, pues la vida no me dejó seguir con mis planes. Como siempre es ella la que traza el rumbo y nosotros, pobres mortales, lo único que podemos hacer es dejarnos llevar. La enfermedad de mi padre me generó un cuadro de ansiedad que mitigué a base de abrir la puerta del frigorífico. Sin que apenas me diera cuenta, la báscula marcaba cada día más kilos y yo no sentí la más mínima necesidad de poner remedio. Me veía… rellenita. Nunca gorda. Debe ser que mi sentido de la percepción de mi físico está adaptado para no sufrir…

A principios de este año tenía tos. Constante. Cansina. Impertinente. Una tos que no se iba de ninguna manera pero que no parecía asociada a nada grave. Un catarro que se llevó la tranquilidad de dormir de noche y, de paso, algún kilo de esos que tenía de más. No hay mal que por bien no venga, o en este caso, al contrario, ¿no?

Después de la tos, llegaron los disgustos. Virus que se colaron en mi sistema, contaminando mi tranquila existencia. Volví a ser víctima del estrés pero, esta vez, al revés que la otra, dejé de comer. Mi estrés me empezó a consumir. Tan rápido que acudí al médico asustada. Después de varias pruebas la conclusión es que no me pasa nada. Necesito tranquilidad, que lo que me altera se aparte de mi vida. Eso intento y a veces parece que tengo éxito. Otras la verdad es que no mucho… El caso es que he vuelto a comer, pero mi peso se ha estabilizado muy por debajo de donde estaba a principios de año.

Hoy, al comprarme ropa, he sufrido un auténtico impacto. Acostumbrada a la talla 42, a veces la 44, ver como unos pantalones de la 40 me los podía quitar sin desabrochar el botón ha sido extraño pero para nada tan raro como llegar a la caja, finalmente, con unos pantalones de la talla 36 y un vestido XS. Me he mirado al espejo del probador y si no fuera porque este cuerpo se parece mucho al que recuerdo de otro tiempo pasado, hubiera jurado que enfrente tenía a una extraña. Lo único que no me gusta de lo que veo es que las ojeras se han convertido en las protagonistas de mi rostro.

Tendré que dejar de mirarme a los ojos.