jueves, 31 de enero de 2019

AQUELLAS TARDES DE SOFÁ Y LIBRO



Las tardes de sofá y libro empezaron a finales de un mes de octubre en el que hacía un frío inusual. El día, uno más de una semana anodina, parecía condenado a convertirse en uno de esos que se olvidan, pero viró el rumbo de la rutina desde recién estrenado: lo recibí despierta y así seguí hasta que terminé la novela que estaba leyendo, cuando ya habían pasado con creces las cuatro de la madrugada. 

La primera consecuencia fue que mi cuerpo acusó el golpe de una noche demasiado breve. Unas tremendas ojeras y más desgana de la habitual me acompañaron al instituto y se sentaron conmigo en el pupitre. Para evitar dormirme, la clase de Física y Química la pasé entera fantaseando con los personajes del libro, dándole vueltas a lo que me habían hecho sentir, algo mucho más interesante que los enlaces covalentes. Me pareció escuchar algo de ellos mientras yo seguía perdida en la ciudad de la novela y la aventura que habían vivido los protagonistas. La clase de Matemáticas se pareció mucho. Recuerdo que trató sobre límites, pero los míos divagaban por los de la historia que había leído y su posible continuación. Yo sabía de sobra que no la tenía, pero se me había ocurrido cómo seguir y no podía frenar a mi fértil imaginación.

La idea de escribir esa continuación empezó a tomar forma en mi cabeza. Miré el reloj; aún quedaban demasiadas horas para volver a casa. Un suspiro de contrariedad se escapó sin permiso de mi cuerpo. Era la señal de que me resignaba a aguantar como pudiera -y sin dormirme- hasta que terminase la mañana. El profesor de matemáticas lo interpretó de otro modo. Dejó de escribir en la pizarra, se dio la vuelta y, con la tiza en alto me preguntó: "¿Estás bien?" Pensé en aprovecharme de la mala cara que tenía para decirle que no y regresar a casa, pero mi madre me había regañado por quedarme leyendo hasta tarde y con ella no colaría lo de que estaba enferma. Le dije que no me sucedía nada y procuré prestar atención a los límites.

Procuré...

Después tocaba Religión. Lo que no habían logrado los enlaces covalentes y los límites estuvo a punto de conseguirlo el cura. El tono monocorde de su voz te empujaba hasta los dominios de Morfeo hasta cuando habías pasado una larga noche con él. La mía había sido tan breve como el encuentro clandestino entre dos amantes, por lo que si no hacía algo me acabaría dando un cabezazo contra la mesa. Abrí el cuaderno de la asignatura, que llevaba trasladando desde primero en la mochila, y por primera vez escribí algo en él, aunque no tenía nada que ver con lo que se decía en clase. Cuando sonó el timbre del recreo apenas lo escuché y tampoco le hice caso. Continué sentada en mi pupitre escribiendo, ignorando la invitación de mis amigas para dar una vuelta hasta la plaza.

Después del recreo teníamos Lengua e Historia y me las pasé tomando apuntes... o eso parecía, porque en realidad seguía trabajando en ese relato para el que había tomado prestados los personajes de una novela. El sueño se había evaporado y hasta me pareció que el último timbre de la mañana, ese que siempre esperaba con ansiedad, resultaba demasiado inoportuno.

Volví a casa corriendo y comí, y aunque mi intención era seguir escribiendo, me dormí con el cuaderno en las manos en cuanto me senté en el sofá. Desperté alrededor de las cinco con intenciones renovadas. Iba a seguir, pero no en casa sino en la biblioteca, y allí me presenté con una doble misión. Por un lado, devolver el libro que había ocupado mi noche y llevarme otro para empezarlo antes de dormir. Por otro, buscar una mesa en la que no hubiera nadie y seguir escribiendo mi historia. Porque, a esas alturas, aunque fuera una ladrona confesa de personajes, la historia que ocupaba las páginas del cuaderno de Religión era completamente mía.

La primera misión la completé sin problema. Encontré enseguida otro libro e hice los trámites de devolver uno y tomar prestado el otro.

La segunda fue un fracaso. No sé qué pudo pasar esa tarde, tal vez que había empezado el frío o los exámenes, pero no había ni una sola mesa libre. De hecho, apenas quedaban sillas libres sueltas en las mesas que no estaban del todo ocupadas. Por segunda vez en el día solté un suspiro sonoro que, en el silencio de la biblioteca, provocó que un montón de ojos se volvieran hacia mí.

Hice amago de marcharme, pero en el último instante localicé un sitio ideal en el que instalarme: el sillón donde se leía la prensa. Allí solo había un chico. Tenía un cómic en las manos y estaba sentado en un extremo. Si yo ocupaba el otro, no nos molestaríamos. Tendría que apoyar el cuaderno en las rodillas para escribir, pero a cambio era un sitio cómodo y calentito donde seguir dejando que mi imaginación se convirtiera en un trazo de tinta.

Cuando me acerqué para sentarme, el chico levantó la cabeza y sonrió.

No era a mí, estaba tan inmerso en su libro que ni siquiera se dio cuenta de que le estaba mirando, pero yo fui víctima de su maravillosa sonrisa. Y de sus increíbles ojos azules. Y de la felicidad que transmitía armado tan solo con un libro. Si aquello hubiera sido una película, estoy segura de que la música habría remarcado ese instante. 

Sucedió algo en mí; ya no me apetecía escribir el relato de los personajes con los que me había mantenido despierta en clase, acababa de encontrar al protagonista de una historia que no tendría que robarle a nadie. Tendría que inventarlo todo de ese chico, porque lo único que sabía de él era que estaba sentado en la biblioteca un frío día de finales de octubre, con un cómic en las manos.

Y que tenía unos preciosos ojos azules y una sonrisa encantadora.

Me quedé sentada en el sofá durante un largo rato, fingiendo que hacía algo, pero en mi boli no se movía. Se había quedado tan atontado como yo. Cuando vi que se levantaba, reaccioné.

-¿Me lo dejas? -le pregunté, señalando el cómic que llevaba en la mano.

Fue lo primero que acerté a decirle. Me lo dio con una sonrisa de las suyas y yo abandoné el cuaderno para fingir un inusitado interés por Asterix y Obelix hasta que se fuera de la biblioteca. Pensé que lo haría, pero no se marchó. Al poco volvió con otro cómic que dejó a mi lado en cuanto lo terminó. Esperó a que acabase de leer el que me había dejado primero para llevárselo a la estantería antes de traer uno nuevo para él.

-Este es mejor que el otro -me susurró al pasar por mi lado rumbo a la estantería.

No hubo muchas más palabras aquella tarde, aunque sí eligió todos mis libros. Esa la primera tarde de sofá y libro fue el principio de muchas durante años. Puede que estuviéramos en una biblioteca cuyas ventanas daban a una calle de un lugar sin magia, pero para nosotros dos ese sofá fue como atravesar el armario de Narnia.

Nos abrió las puertas de un mundo en el que la imaginación era la dueña y nosotros los protagonistas de la historia.

Al final no me inventé su nombre ni escribí su historia, ni aquella otra que se quedó a medias en el cuaderno de Religión. No hizo falta. Me lo dijo él una tarde cuando se nos acabaron los cómics y salimos a la calle. Desde entonces, la historia la construimos entre los dos. 

La historia de una amistad adolescente que empezó con un sofá y un libro.




domingo, 20 de enero de 2019

RUIDO

Cuando empecé a publicar en Amazon, la palabra que más se repetía en el entorno de escritores en el que me movía era la misma.

Ruido.

Teníamos que hacernos notar en un mercado que estaba vetado para nosotros, los autoeditados, y en el que, además  teníamos una imagen pésima: son esos fracasados a los que no han querido las editoriales y han optado por el camino de en medio. No digo que no fuera verdad en algún caso, pero en otros muchos había un talento real que mostrar y teníamos un arma nueva, gracias a internet para hacerlo. Podíamos gritar. Podíamos hacer...

Ruido.

Hicimos mucho. Blogs. Facebook. Twitter. Posicionarnos a Amazon en España (nada es gratis  ellos nos dieron la oportunidad de publicar, sí, pero la campaña de marketing que montamos les salió a coste de mercadillo de los viernes y en nada aquí todo Dios sabía qué era). Nos dimos a conocer. Algunos hasta firmamos contratos editoriales. Pero eso no era el final del camino. Seguía haciendo falta lo mismo...

Ruido.

Con sus consecuencias, que empiezo a notar ahora, en 2019.

Desde 2014 tengo sordera literaria. Tanto ruido ha provocado que sea incapaz de oír un poco más allá de lo que tengo a dos pasos. Y con oír me refiero a saber quién es quién en esto tan extraño en lo que se ha convertido la literatura. "¿Tú has leído la novela X de fulanita?", me preguntan. Y yo no sé ni quién es fulanita, si me estoy perdiendo algo o mi sordera me ha librado de perder el tiempo. En el caso de la autoedición, donde la calidad ha ido descendiendo hasta situarnos a todos en los niveles de escasísimo respeto que teníamos antes del principio del ruido, parece lógico. Uno no puede conocer a los dos millones de autores que publican cada semana (nótese la hipérbole y la ironía). Pero lo triste es que otros autores -de estos tan "imbéciles" que han publicado con editorial, aunque para ello hayan tenido que someter su texto a un severo juicio, pasarlo, esperar para ver su trabajo más de unas horas y que encima ganan muy poquito-, tampoco me suenan. Y sé por qué. Hay demasiado...

Ruido.

¿Quién se para en las promos de las redes? ¿Quién lee las reseñas en los blogs? Es imposible. No, porque hay mucho...

Ruido.

No es que los árboles no dejen ver el bosque, es que la maleza no permite ni caminar por él.

Y es una pena.




jueves, 10 de enero de 2019

DEMASIADO VIEJAS PARA QUERERLAS

Leía estos días un artículo de prensa en el que un autor francés de cincuenta años (me ahorro el nombre porque se le está dando una publicidad innecesaria) afirmaba que no le gustan las mujeres de cincuenta porque son "demasiado viejas para quererlas". A las mujeres de esa edad se nos quedó cara de "qué me estás contando", sobre todo porque para querer a alguien es bien sabido que la edad importa más bien poco.

O eso pienso yo, que las almas de las personas no entienden de edad y el amor mucho menos.

En realidad, si se hubiera quedado ahí, aunque es bastante ofensivo para quienes rondamos esta edad, -a las que nos condena a una vida de soledad y ausencia de amor porque ya se nos ha pasado la fecha de caducidad como si fuéramos yogures-, no hubiera desatado tanta polémica. Pero hay más. Según ese mismo artículo, publicado en la revista Marie Claire, también afirmó con contundencia: "El cuerpo de una mujer de 25 años es extraordinario. El cuerpo de una mujer de 50 años no es extraordinario en absoluto".

Aquí es donde se metió en un jardín de los gordos.

Resulta que no estaba hablando del alma de una persona, que se supone que es de lo que te enamoras de verdad, sino del cuerpo, del deterioro físico al que conduce la edad y que provoca que la firmeza de otro tiempo se pierda y, con ella, deduzco, el atractivo. Porque, leído esto, solo te queda pensar que un alma bien amueblada no es tan interesante como unos pechos firmes o un culo en su sitio.

Mujeres de 50, no sé qué hacemos leyendo en lugar de ir al gimnasio a practicar spinning.

Multitud de famosas, en sus cuentas de las redes, le han dado la réplica a la estupidez que ha dicho un señor, al que no conozco de nada, pero que intuyo en plena crisis de madurez. Digo yo que a los señores también se les caen las cosas. No mantienen sus biceps en plena forma y la barriga empieza a desarrollar una tendencia hacia una forma esférica que, quizá, solo quizá, no ha tenido desde antes. Y se llenan de arrugas, porque no son inmunes al paso del tiempo. Tal y como le sucede a las mujeres. Exactamente lo mismo porque pertenecemos a la misma especie.

La verdad es que, si lo pensamos despacio, da lo mismo lo que le guste a este señor, mientras no cometa un delito de pederastia es perfectamente lícito que prefiera estar con mujeres jóvenes. Incluso que lo diga. Otra cosa es cómo lo ha dicho, aunque me reservo una pequeña duda, aquella que me hace pensar que a veces, las palabras descontextualizadas adquieren significados que no han salido de tu boca. La verdad es que, como estrategia de marketing para que hablen de él en medio planeta le ha quedado bordada, porque lo ha conseguido del todo, aunque para ello haya tirado por tierra su reputación de pensador (se supone que los escritores piensan) y se haya retratado a sí mismo como un ser humano bastante superficial.

Al final del artículo había una frase que ha pasado un poco más desapercibida: "¡Las mujeres de 50 tampoco me miran a mí!".

Igual es eso, tal vez es que, cuando cumples años, las personas con cientos de miles de tonterías las vas esquivando con una habilidad que no tienes a los 25 porque te faltan años de calle y experiencias vitales para saber que hay ciertos hombres a los que hay que mantener a toda la distancia posible. Solo puede ser, es una hipótesis, que alguna de 50 le haya hecho sentirse inferior intelectualmente y haya tenido que buscar en otro rango de edad menor a quien le soporte las tonterías.

A los cincuenta y alrededores, ahora hablo desde mi perspectiva, la paciencia te la quedas para las cosas importantes y, puestos a elegir, creo que un neurótico que dice tonterías cada vez que abre la boca lo relegas a un lugar que no sea tu cama.

O tu corazón.

Porque, las de 50, aunque seamos demasiado viejas para querernos, de tontas no tenemos un pelo.

(Todavía me queda para tener esa edad, pero como si los tuviera).



viernes, 4 de enero de 2019

QUERIDOS REYES MAGOS...

Queridos Reyes Magos:

Este año, como viene siendo costumbre, no espero vuestra visita, sobre todo porque no me he molestado en escribiros. Ni siquiera me he ocupado de lanzar alguna indirecta para que alguien se acordase de incluirme en su carta, así que sé que el día 6, cuando despierte, no habrá nada en mis zapatos.

Sin embargo, quiero seguir creyendo en la magia, y por eso os escribo una carta de última hora. No requiere que vuestros camellos carguen con peso extra, ni que vuestros ayudantes se vuelvan locos buscando algo a toda prisa. No necesito nada material. He echado un vistazo a mi alrededor y, aunque algunas de mis pertenencias están un poco gastadas, a mí me sirven. En cuanto a libretas, voy bien, y bolis y lapiceros no me faltan. El otro día repuse la cinta correctora y tengo dos gomas de borrar. ¿Para qué más? Con eso ya lo tengo todo, porque el resto, la imaginación para crear una historia, la paciencia para armarla, la habilidad para escribirla... en mayor o menor medida, las tengo.

Pero hay algo más que quiero.

No sé si será posible.

Quiero tiempo para escribir o para pensar en nada. Quiero, si se puede, largas conversaciones con mi mejor amigo de vez en cuando. Quiero que, cuando llegue en septiembre, los lectores le den una oportunidad a mi nueva novela. Quiero que mi hija me siga dando esos besos suyos que lo valen todo y que me desmaquille cuando me hago la perezosa, porque nos reímos mucho. Quiero que salga bien la charla sobre María de Zayas. Ah, y quiero ver el mar alguna vez más.

Nada de esto pesa mucho, como os había dicho, y lo más complicado, que es lo del mar, creo que si no lo conseguís no pasará nada; puedo sobrevivir otro año solo con el recuerdo que guardo de los 43 años en los que no me lo perdí.

Se me ocurren más cosas, pero los deseos imposibles me los guardo para mí. Esos no los comparto, solo me permito mirarlos de reojo porque de ellos se nutren mis sueños y los necesito para que la vida sea un poco más emocionante.

Espero no llegar tarde y que, aunque no haya nada el 6 en mis zapatos, dejéis magia para los otros 364 días.

Mayte.