El libro, de Julián del Olmo García, explora los 800 años de historia del municipio.
Al principio, invita a que, quien quiera, complete los datos, porque las páginas que le ha dedicado le parecen muy pocas para resumir ocho siglos de historia.
Yo no he hecho nada más que empezarlo y creo que, por justicia, tengo que corregir un dato.
Llegó un momento en la guerra en el que la población civil no tuvo más remedio que abandonar el pueblo. Mis bisabuelos y mi abuela, y supongo que su hermano Máximo, fueron evacuados como dice aquí, de la noche a la mañana. La anécdota de mi abuela, que me la repitió hasta la saciedad mientras vivió, fue que intentó entrar en su casa (la que estaba pegada a la fachada de la iglesia) para recuperar su muñeca y llevársela. Mi bisabuelo Julito le dijo: "Si entras, te quedas aquí". Se marchó sin ella a San Lorenzo de la Parrilla, el pueblo de Cuenca donde los evacuaron, y cuando volvieron no la pudo recuperar porque de su casa no quedaban ni las paredes.
Pero este texto lo he recuperado por la parte final.
Dice que no se sabe quién escondió en la vega la cruz de plata y que, años después de la guerra, una mujer la encontró.
Eso es así, y se llamaba María, pero no Sanz García, sino Puado Sanz.
Era mi tía abuela.
Por su memoria, por el mal rato que pasó por culpa de haber encontrado la cruz de plata, tengo la obligación moral de publicar esta historia.
La tía María volvió al pueblo después de haber pasado la guerra en Valencia. Fue a visitar a sus padres, en ese tiempo breve que tardaron en tomar la decisión de dejar el pueblo y emigrar a Madrid, y en esa visita se acercó a la vega a buscar leña. Supongo que para cocinar o para calentarse, o para ambas cosas. Para ayudar a sus padres, en definitiva. Mi bisabuelo no tenía movilidad, así que la abuela, que tenía problemas cardiacos, cargaba con más cosas de las que podía y su hija hizo lo que cualquier buena hija haría: quitarle tarea.
En ello estaba cuando tiró de un tronco y, debajo, apareció la cruz.
Ella me contó que el corazón le dio un bote, sabía que estaba desaparecida y el recuperarla fue una alegría inmensa. La llevó a la iglesia, donde debía estar, y hasta que le alcanzaron las fuerzas siguió yendo a la romería de Yela en el mes de mayo para poder besar su cruz.
Pero esa cruz, también fue su cruz.
Durante mucho tiempo, tuvo que asistir a interrogatorios nada amables de la policía franquista, que trataban de acusarla de haber sido ella la que había escondido la cruz. Era imposible, ya digo que pasó la guerra en Valencia, con una familia que se marchó de Madrid en una aventura que se merece por sí sola una novela.
Así que no, no fue esa María que dice el libro, fue María Puado Sanz, la mujer más bella que he conocido en toda mi vida, mi tía abuela, alguien a quien quise y quiero y ni he olvidado ni voy a olvidar mientras viva.
Y si tengo que escribir una novela para subsanar que se hayan confundido de nombre en un libro que hace peligrar su memoria, pues igual lo hago.
María Puado Sanz, lo repito.
En el libro también ha habido otro párrafo que me ha emocionado:
Esa segunda boda del pueblo es la de mis abuelos. Mi abuela también me contó mil veces la misma historia: se casó de negro en una iglesia sin tejado.
Y eso era lo que necesitaba contar hoy. Otro día, María será la protagonista de una novela, es algo que le debo, aunque no será la primera vez que escriba sobre ella. Ya hay una historia que solo tenemos en mi familia. Esta: