martes, 14 de junio de 2022

CAÍDOS DEL CIELO

Corría 1995. 

En los bares donde gastábamos los fines de semana se escuchaba mucha música en español: Alejandro Sanz, Joaquín Sabina, Revolver, Antonio Flores o Laura Pausini nos movían cada uno a su ritmo y al ritmo de las cervezas que caían por litros. En la biblioteca, esperábamos por el libro de David Trueba, Abierto toda la noche, o por La piel del tambor de Pérez Reverte. Eran también tiempos de radio, de mañanas de sábado entre micrófonos, risas, entrevistas y cuanto se nos ocurría.

Éramos tan felices, vivíamos tan despreocupados, que en estos tiempos oscuros cuesta creer que la vida fue así durante algún tiempo.

Un día, uno cualquiera, "Caído del cielo" llegó el libro.

Sé que llegó entonces porque me fui dejando pistas dentro de otros que he abierto estos días, por eso puedo datarlo. Y sé que me marcó, que trazó una de esas líneas vitales invisibles que cuando rebasamos ya no tienen vuelta atrás. Lo llevo sintiendo desde ese momento. No sé si estoy loca, pero lo supe en el instante en el que él se dio la vuelta y me miró; antes de que dijera una sola palabra.

Fue cuando coincidí con Ray Loriga.

Es curioso. He visto a personas miles de veces, he compartido cientos de historias con ellas, anécdotas que podría relatar hasta rellenar decenas de entradas del blog, pero no tengo la sensación de que ninguna de ellas me cambiara la vida tanto como ese encuentro en la biblioteca. Es extraordinario porque, salvo por los saludos de rigor, no creo que en ningún momento estuviéramos a menos de un metro el uno del otro, pero hubo algo, una conexión que quizá solo yo sentí, una potente energía que empezó a transformarme tanto que salí distinta de aquella cita.

Qué sorprendente lo que podemos hacer con otros sin darnos ni siquiera cuenta.

Aquella tarde, Ray Loriga, tres años mayor que yo (justos, nacimos casi el mismo día de marzo) presentaba una novela en la biblioteca de Azuqueca de Henares, en esa que siempre digo que fue mi segundo hogar. El día anterior, Eva, la bibliotecaria me llamó por teléfono. Candela y ella estaban ocupadas con citas médicas y Pedro, el otro chico que trabajaba allí, tenía un curso. La presentación estaba programada, la gente citada, pero no había nadie para presentar a ese joven escritor que traía entre los brazos su novela.

"Ve tú, lo harás muy bien".

Eva siempre ha confiado en mí; me llevé el libro esa misma tarde a casa y lo tenía que tener leído en menos de veinticuatro horas. Me sobraron casi todas, porque no pude separarme de él hasta que lo terminé.

Al día siguiente, cuando acudí a la cita que tenía con él antes de la presentación, estuve a punto de colapsar. No solo por las sensaciones tan potentes que emanaban de aquel hombre (me impresionó todo de él, era exactamente como en la foto y yo era mucho más impresionable con 25 de lo que lo soy ahora) sino porque entre sus manos llevaba un libro diferente: Héroes.





¿Me había pasado la noche despierta leyendo un libro que no era? ¿Y qué iba a decir de ese otro del que no sabía nada? Me asusté, lo confieso, mi mente entrenada desde niña para contarme historias trazó una catástrofe mental imaginaria casi antes de que él abriera la boca. No pasó nada porque era él quien se había confundido de libro y presentamos el que los que acudían y yo misma habíamos leído. 

Las dos horas se pasaron volando, creo que le hice tantas preguntas que acaparé la conversación sin querer. 

Quería saberlo todo. Del libro, de la escritura, del mundo editorial, de las emociones que provocan las palabras, de la necesidad de escribir, de la lucha contigo mismo cuando no puedes hacerlo. Quería exprimir esos minutos que se pasaron demasiado rápido y lo hice. Me los bebí como te bebes un vaso de agua cuando te mata la sed. 

Ray Loriga se fue después de regalarme su ejemplar de Héroes (que no tengo porque lo perdí en una mudanza).  Nunca más nos hemos encontrado, pero no he podido olvidarlo porque me transformó. Había escrito desde que era pequeña, tenía cuentos, novelas a medias, historias que no iban a ninguna parte, pero no tenía esperanza de conseguir el sueño de publicar un libro.

Y él, sin saberlo, me la regaló con ese libro suyo que puso en mis manos.

Sin intuirlo, me ayudó a trazar esa línea y me llené de coraje. Volví a escribir, aunque no publiqué de verdad hasta 2014, cuando esa joven llena de sueños de 25 era ya una mujer de 44. Empleé todo ese tiempo para estar lista y solo los demás pueden juzgar si lo conseguí.

Hoy, una docena de novelas después, algunos premios de segunda y muchos sueños cumplidos, sé que mi vida hubiera sido otra de no haber tropezado con él. Una mucho más aburrida y más vulgar. Una en la que se habría quedado pendiente mi mayor sueño.

Y ni siquiera lo sabe ni lo sabrá nunca.