miércoles, 7 de marzo de 2012

EL ASIENTO 25 B

Un viento helado golpeó mi cara al salir del taxi. Eran las siete menos cuarto y tenía el tiempo justo para no perder el puente aéreo, pero no corrí. Al contrario, recorrí los pasillos de la terminal sin apresurarme. Siempre es así. Llego al aeropuerto sin minutos de crédito y no acelero para no perder el avión. Y aún así, jamás he logrado llegar después de que despegue. Nunca me ha dejado en tierra.

Esa mañana las manos me sudaban como de costumbre, el corazón me latía acelerado y comenzaba mi terrible lucha contra la respiración descontrolada. La sed que me asaltaba siempre en esos casos hizo su aparición y, para combatirla, me bebí de un trago la botella de Solán de Cabras que llevaba en el bolso. Tuve que pasar por el baño antes de embarcar, no tanto por necesidad física sino por prevención. Sabía que dentro del avión iba a ser incapaz de desabrocharme el cinturón durante todo el trayecto. Cumplido el ritual de cada semana me dirigí a la auxiliar del mostrador y le entregué el billete del puente aéreo, antes de entrar por el pasillo que conduce al interior de la aeronave.
Había memorizado mi plaza: 25 B. Procurando que nadie notase mi ansiedad, busqué mi asiento. Me sentaría como cada martes, aparentando una serenidad que ni por lo más remoto sentía, y fingiría dormir. Nadie tenía por qué saber lo que me pasaba cada vez que me veía en el trance de viajar a Barcelona. Un viaje que mi trabajo me obligaba a hacer, nada más y nada menos, que una vez a la semana y que desataba mis peores miedos. Viaje de ida y vuelta, dos veces en menos de veinticuatro horas sufriendo esa horrible tortura. No quería que nadie se enterara de lo que me pasaba, por eso había exigido en el trabajo viajar sola, y eso había contribuido todavía más que el pánico se hiciera sitio dentro de mí. Convivía con él como se vive con alguien a quien no deseas ni ver: tratando de ignorarlo aunque sin conseguirlo. No había sido capaz de hablar con nadie de mi "pequeño problema" y quizá eso lo empeoraba todo.
Llegué al asiento antes de que el pasajero que viajaría a mi lado hiciera su aparición. Dejé el bolso en su sitio y me ajusté el cinturón, tratando de obviar la risita absurda de una cincuentona con pinta de secretaria. Siempre me pasaba. Siempre iba en el avión algún idiota que se daba cuenta de que no podía estar ni dos segundos sentada en la butaca sin ponérmelo. Supongo que lleva implícito seguridad y esa se quedaba en tierra en mi caso, justo al lado de los agentes de la guardia civil que chequeaban mi equipaje de mano en el escáner.
Miré el reloj. Tres veces en cada minuto, incapaz de recordar la hora leída de refilón. Hoy saldríamos con retraso, eso ya era obvio. Perdida en mis cálculos sobre la hora en la que podríamos pisar por fin el destino, casi no me di cuenta que ya no estaba sola. A mi lado, esperando que recogiese mi bolso de su asiento, había un hombre. Tendría alrededor de cuarenta años, tal vez menos, no lo sé. Supongo que cuando a alguien se le empieza a caer el pelo me resulta difícil no ponerle algún año de más. Arrugas de expresión surcaban su frente y el contorno de sus ojos, pero no parecían profundas. Una barba medida, de cuatro días justos, diría yo, completaba su atuendo despreocupado. En ese momento no me fijé en nada más. No me interesaba. Es más, me molestaba que se sentase alguien cerca de mí, porque me resultaba más difícil el juego del disimulo.
-Perdón -logré decir aparentando calma, mientras recogía el bolso y lo ponía en mi regazo.
-No importa -me respondió tranquilamente.
Y se sentó. Desplegó un periódico deportivo, con cuidado de no irrumpir en el reducido espacio de mi plaza de avión, y comenzó a bucear entre las noticias, ignorándome por completo. Eso estaba bien. No podría soportar a alguien con ganas de charla. Me había pasado en algún que otro trayecto y tratar de mantener la calma con una sonrisa en los labios me dejaba agotada.
El movimiento de la aeronave me pilló desprevenida, exactamente mirando las manos del desconocido, tratando de adivinar a qué se dedicaba. Era un ejercicio de relajación sacado de no sé qué revista especializada. No llegué a ninguna conclusión. Bueno, quizá sí. Supe que no se dedicaba a alguna profesión en la que trabajase con las manos, porque sus uñas estaban perfectas y tenía una piel que parecía suave. En realidad, como deducción era una catástrofe. La mayoría de la gente que cogía el puente aéreo a esa hora no eran precisamente obreros de la construcción. En general se trataba de personas dedicadas al sector servicios y, de cuando en cuando, alguien que se movía entre Madrid y Barcelona por motivos familiares o, raramente, turísticos.
La sudoración de las manos hizo su aparición en el momento en el que fui consciente de que nos poníamos en pista, listos para despegar. Al parecer el ejercicio, como tantos otros, no funcionaba. A lo mejor el artículo de la revista se lo había inventado alguien para rellenar una página. La azafata anunció que salíamos y dio las recomendaciones acostumbradas sobre seguridad, que también le hicieron mucha gracia a la cincuentona que se había reído, y después se sentó. Mi compañero se ajustó el cinturón y, por el rabillo del ojo, intuí que me miraba. Parecía acabar de darse cuenta de que yo ya me lo había puesto hacía un buen rato.
La aeronave se detuvo en el punto que daba al comandante los metros necesarios para alcanzar la velocidad de despegue y mi nerviosismo me hizo revolverme incómoda en el asiento. Estábamos llegando a uno de los peores momentos del viaje y todavía no estaba preparada. Quizá era sueño o que me había distraído, el caso es que sabía que estaba a punto de perder el control. Noté sin girar mi rostro que el extraño me seguía mirando y eso no ayudó, al contrario, antes de que pudiera inspirar y espirar las veces suficientes el avión comenzó a acelerar. Mi corazón, por seguirle el paso, también empezó a subir de revoluciones y, cuando las ruedas se despegaron del suelo, ya estaba llorando.
Mi llanto en el avión es silencioso. A veces, las menos, incluso puedo llorar sin lágrimas. No es fácil, pero lo he conseguido. Sin embargo, el martes del que hablo, lloré de verdad. Lágrimas como ciruelas, estropeando el suave maquillaje de la mañana. ¡Menos mal que pasaba del rímel!
No sé cuántos minutos permanece el avión en posición de subida, seguro que muy pocos, pero el caso es que a mí se me hacen eternos. Siento que el pecho me va a explotar, tal vez porque el pánico le roba espacio a los pulmones y no sé dónde meter las manos, que en este punto me sudan tanto que podría, literalmente, recoger el sudor en un tubo de ensayo de esos que usan los científicos en sus experimentos.
Cuando comenzamos a situarnos en horizontal, empecé a poder controlarme un poco. Sequé las lágrimas con un pañuelo desechable, inspiré de manera sonora y fue la contraseña para que mi acompañante considerase que tenía permiso para empezar a hablar. Yo no tenía ninguna gana de conversación, pero la educación me impidió rechazar ese contacto que él provocaba.
-Me llamo Pep.
Estuve a punto de gritarle que me importaba un pimiento como se llamase. ¿Para qué me decía su nombre? Lo que hizo después me dejó desconcertada y, estoy segura, provocó una reacción más en mi maltratado organismo: me tendió la mano. ¡Cómo iba a estrechar la mano de alguien!¡La tenía pringosa de sudor! Tardé, no sé, unos segundos en reaccionar: justo los que necesité para pensar que se merecía estrechar una mano resbaladiza por no dejarme en paz. Daba igual lo que pensara de mí. Me sequé como pude el sudor en el pantalón y le devolví el saludo.
-Sandra.
No puso ninguna cara extraña, aunque estoy convencida de que notó el estado en el que me encontraba. Por más que tratase de disimular, temblaba.
-Tu primer vuelo.
Fue una afirmación, no una pregunta. Y me molestó. No era ninguna novata.
-No, todas las semanas vuelo a Barcelona, por trabajo.
¿Por qué le estaba dando datos sobre mi vida? Sólo me faltó decirle que siempre viajaba los martes.
-No lo parecía. Me ha dado la sensación de que te ponías muy tensa en el despegue.
-No me gusta nada volar -le respondí, mientras me regañaba por contarle detalles, aunque fueran tan nimios, de mi estado de ánimo.
-¿Qué te preocupa? -me preguntó mientras doblaba el periódico y lo apartaba. Estaba tranquilo y me miraba inspirando confianza pero, en ese momento, yo tenía ganas de decirle que me dejara en paz, que no quería hablar con nadie. Por alguna razón que desconozco, le contesté.
-No lo sé exactamente. No me gusta volar, eso es todo.
-¿Qué temes?
-Pues... -fingí una duda. Me lo había preguntado a mí misma muchas veces y sabía la respuesta-. Que se caiga el avión, supongo.
-¿Eso es lo que crees que puede suceder?
-Sí.
Y era absurdo, porque hacía ya dos años que cogía el avión cada semana, dos años en los que apenas tenía noticias de accidentes aéreos.
-Tengo miedo, eso es todo.
Fui seca, esperando que abriera de nuevo el periódico y me dejase tranquila. En lugar de eso, se desabrochó el cinturón. Noté como la ansiedad crecía en mí, las manos volvieron a sudarme y la respiración se agitó de nuevo. Ahora, por alguna razón, temía también por él. No podía soportar que se quitara el cinturón. Él siguió preguntando.
-¿Qué pruebas tienes de que vaya a caerse? Me refiero, ¿alguna vez has tenido un accidente con un avión?
-No, claro.
-¿Entonces?
-No me gustan las sensaciones del despegue. Me pone nerviosa notar como abandona el suelo. Y el sentirme en posición vertical.
-No es verdad -dijo él.
Le miré con extrañeza y un poco de odio. Me estaba cabreando. ¿Quién era él, un extraño, para cuestionar lo que yo sentía? Debió de darse cuenta de mis emociones porque habló de nuevo.
-Ya tenías miedo antes de que el avión empezara a andar. Incluso te has puesto el cinturón sin que te lo recordaran.
-Es lo que hay que hacer, ¿no? ¡Para eso está! -Me puse a la defensiva.
-No pasa nada, no te enfades. Sólo quiero que pienses en lo absurdo de lo que te ocurre.
¡Esto era el colmo! La casualidad lo había puesto a mi lado y se creía con derecho a juzgarme sólo por eso y a opinar. Le miré atentamente. Encima sonreía. Mi mosqueo subía de intensidad y se hizo mucho más evidente cuando me descubrí pensando que tenía unos ojos increíbles. Mi cerebro, a mil por hora siempre en un avión, estaba ahora dividido. Por una parte procesaba mis miedos, por otra buscaba la manera de decirle a ese Pep que se metiera en sus asuntos y, en último lugar, pero ganando posiciones, se desdoblaba en un debate sobre el atractivo innegable que desprendía. Sacudí este último pensamiento y me refugié en mi miedo más conocido. No fue buena idea porque el corazón galopó de nuevo descontrolado y eché de menos un tranquilizante.
-¿Qué pruebas tienes en contra?
-¿En contra de qué? -Me había perdido en la conversación. Tantas cosas en mi cerebro y me estaba liando.
-En contra de que el avión se caiga.
-Yo...
Todas, pensé. Ninguno de los aviones en los que había viajado había tenido percances. Unas turbulencias de vez en cuando, pero nada más. Me fastidiaba reconocer que llevaba razón.
-Nunca ha pasado nada, ¿verdad?
-No, nunca -tuve que reconocer.
-¿Qué probabilidades hay de que ocurra hoy? Hace un día perfecto y estoy seguro de que han revisado el aparato. Ni siquiera se mueve. Menos que un tren, infinitamente menos que el metro.
-Supongo que eso es cierto.
Me miraba a los ojos y yo, a pesar de todo, me esforzaba por mantenerme atenta. No dejé de mirarle también. Sabía que llevaba razón, que no había nada que indujera a pensar que el avión iba a decidir estrellarse aquella mañana. Revisé mis síntomas y me dí cuenta de que habían ido disminuyendo a medida que me había dado permiso para tranquilizarme y para pensar en ello. No estaba practicando un ejercicio de evasión sino que este hombre me estaba obligando a hablar de mis temores.
-¿Puede ser que te ocurra otra cosa?
-¿Otra cosa?
-Sí. Puede que sea otro miedo. Sabes que no pasa nada y sin embargo tiemblas. Puedes tener miedo a otra cosa y esta es tu manera de manifestarlo.
Pensé en ello mientras miraba por la ventanilla. ¿Otro miedo?¿A qué? Nunca había pensado que hubiera más cosas que me dieran miedo. Siempre que pensaba en ello sólo aparecían aviones en mi cabeza. La azafata, o auxiliar de vuelo, como quiera que se llamen ahora, se acercó por el pasillo. La señora de la risa floja le estaba pidiendo algo.
-Cuando era pequeña... -el recuerdo se abrió paso de repente y sentí la necesidad de expresarlo en voz alta-, hubo una explosión de gas en mi edificio. Nadie murió pero pasé varias horas atrapada entre los escombros, hasta que llegaron los bomberos. En ese tiempo tuve que luchar contra un dolor insoportable en las piernas, que estaban atrapadas entre el amasijo de ladrillos. No me rompí nada, sólo heridas que después hubo que coser. Salvo eso...
-¿Tienes miedo a que vuelva a ocurrir?
-No, en mi casa de ahora no hay gas.
-Pero tienes miedo.
-No sé...
Había olvidado aquello, apenas era un recuerdo vago de una niña pequeña, pero recordaba a la perfección lo pesada que me puse cuando busqué casa en que la calefacción del edificio no fuera de gas. A lo mejor no era precaución, sino miedo. No lo había pensado así.
-¿Qué sería lo peor que te podría pasar si ahora mismo el avión se cayera?
¿Cómo podía estar preguntándome eso? Empecé a temblar de nuevo. Me di cuenta de que mi mente empezaba a recrear la escena jamás vivida, supongo que construía un relato con fragmentos leídos en la prensa o escuchados en la televisión. Sin darme cuenta me estaba cayendo de verdad, al menos de verdad en mi cerebro.
-Cuando llegásemos al suelo. -Pep se empezó a reír, y al principio no me hizo gracia - tú ya te habrías muerto de un infarto. Nada de volver a quedarte atrapada. Una preocupación menos...
-¿Pero por qué te ríes? No tiene ninguna gracia.
-No creo que te diera tiempo a verte en la misma situación.
-¡Tú qué sabes!
-Tampoco ibas a ver a nadie herido. No tendrías tiempo.
-¡Te quieres callar!
-¿Te imaginas a esa señora despeinada, con la falda levantada, con el señor que está a su lado encima de ella? -Hablaba bajito para que ella no le oyera y se aproximó a mí-. Yo creo que no le haría ninguna gracia, porque seguro que ella sobrevivía.
-¿Y yo no?
-No, tú te morirías antes, no te acuerdas.
-¿Y por qué me tengo que morir yo?
-Ya te lo he dicho no llegarías viva al suelo porque te daría un infarto.
-¿Y tú cómo acabarías? -Empecé a seguirle el juego.
-Probablemente me caerías encima tú y moriría aplastado por una pasajera histérica.
-¿Ahora soy una histérica? -Tenía ganas de meterle un bofetón. Si hubiera habido sitio no se habría librado de una patada en los huevos.
-No, era una broma. ¿Cómo crees que moriría yo?
Me quedé un momento pensando. Por hacerme pensar en todo lo que más miedo me daba debía buscarle una muerte horrible. Achicharrado por el keroseno ardiendo, quizá desmembrado, en cachitos tan pequeños que jamás pudieran encontrar ni rastro de su cuerpo. Pero era una lástima porque era bastante guapo. No me tenía que dar pena. Era un pasajero capullo de los que no se callan. Le deseaba lo peor.
-Tú te morirías aplastado por la risueña, que tendría encima al gordo de al lado, atragantado con tu lengua.
-¿Por bocazas?
-Por imbécil.
Se empezó a reír y me di cuenta de que yo estaba haciendo lo mismo. Era la primera vez que escuchaba mi propia risa en un avión. La señora se volvió, curiosa. A lo mejor con cierta envidia porque el pasajero que estaba a su lado se había dormido, roncaba como un poseso y encima no le daba conversación.
-¿Sería horrible? -me preguntó.
-¿Que te murieras atragantado? Una pérdida enorme para la humanidad, seguro.
-Te estás riendo. Me gusta. Estás mucho más guapa que hace un rato, cuando te has puesto a llorar.
Recordé el despegue y me pareció que había pasado una eternidad. Miré el reloj y constaté que el viaje se me estaba haciendo corto. Raro. Siempre era demasiado largo.
-¿Te ayuda pensar en tu miedo o te pones más nerviosa? -Pep había vuelto al tema que nos puso en contacto, mi miedo.
-No lo sé. Ahora estoy mucho mejor.
-Seguro que soy yo, que tranquilizo.
Le miré estupefacta. ¡Qué se había creído! Me dejó unos instantes para la duda y enseguida sonrió de nuevo. Me estaba tomando el pelo. Tuve la tentación de preguntarle algo de él pero no me atreví. ¡Miedosa!
-¿Te resulta útil pensar en lo que temes? -Se puso serio de nuevo, volviendo a las preguntas.
-¿Cuándo subo al avión... ?
-Sí.
-No, me pongo peor, pero no puedo controlar mis pensamientos.
-Si no puedes controlarlos, no puedes relajarte y dejar la mente en blanco, al menos puedes cambiarlos.
-¿Pensar en otra cosa? -pregunté.
-Pensar en lo mismo pero desde otro punto de vista.
Cambiarlos. No se me había ocurrido. Remodelar el miedo. A lo mejor eso funcionaba más que tratar de pensar en otras cosas. Eso, como ya había probado, me ayudaba poco.
-¿Cómo lo hago?
-Veamos -Se movió para sentarse de lado, colocándose frente a mí. El gesto empujó su aroma que me gusto-. Piensa esto. ¿Hay alguna posibilidad de que ahora, con esta calma, el avión  se caiga?
-No. No lo parece. Pero podría haberla.
-Del uno al diez, ¿qué dirías?
-Yo... no sé...
-Más fácil, ¿alta o baja?
-Baja -respondí. Me fastidiaba darme cuenta de que llevaba razón.
-Pues entonces no tiene por qué preocuparte. Otra. Si el avión se estropease y empezase a caer descontrolado, ¿tú podrías hacer algo? Aparte de provocarte a ti misma un ataque al corazón... - esquivó mi manotazo justo a tiempo. Noté su tono en burla en la última frase.
-No, claro que no. Yo no soy piloto, ni sé cómo funciona este trasto.
-Pues deja de preocuparte.
Y siguió un buen rato con sus preguntas que siempre acababan en lo mismo. Siempre diciendo que dejase de preocuparme y sonriendo intensamente. El aviso sonoro de que nos acercábamos al aeropuerto me pilló desprevenida. Siempre iba tan pendiente del reloj que casi podía adelantarme a él. Sin embargo, ese martes, no. Mi organismo, acostumbrado a reaccionar mal ante esa señal, se puso en alerta de nuevo. Y mi nuevo amigo me sonrió mientras se abrochaba el cinturón.
-Creía que no tenías que preocuparte por nada.
-Lo sé, pero no es fácil. Llevo años haciéndolo.
-Pues es el momento de dejarlo.
Le miré suplicando ayuda pero no se movió, así que fui yo quien dio un paso. Agarré su mano izquierda y respiré mientras le miraba.
-Voy a dejar de preocuparme, pero con los ojos cerrados.
-Como quieras.
Pep me apretó la mano. Fue un apretón suave, que interpreté como una señal de ánimo. No me tenía que preocupar, el piloto sabía cómo hacer que el aparato pusiera las ruedas en tierra sin provocar una catástrofe. No tenía que pensar en nada malo porque, aunque fuera a ocurrir, yo no tenía el poder de evitarlo. No iba preocuparme porque, además, no estaba sola. Tenía una mano agarrada a la mía que me estaba dando fuerza y que, además, era más suave incluso de lo que había imaginado cuando la miré por primera vez. Empecé a pensar en el hombre que tenía sentado a mi lado, repasando mentalmente su aspecto, su sonrisa, sus miradas y la suavidad de su voz y, antes de lo que hubiera deseado, sentí la sacudida de las ruedas tocando con la pista y el chirrido de la goma en el asfalto mientras los frenos hacían su trabajo. Mantuve los ojos cerrados todavía un rato, evitando así que me soltara la mano.
-Ya está.
Su voz me sobresaltó. Le solté bruscamente.
-Perdón.
-¿Mejor?
-Mucho mejor.
-Recuérdalo la próxima vez que montes en un avión. Preocuparte por algo que no ha sucedido o que no tiene muchas posibilidades de suceder de inmediato sólo te hace daño.
Recogió su periódico y se puso en pie.
-¿Te piensas quedar aquí? -me preguntó al notar que no me movía.
-No, claro.
Traté de levantarme pero no me había acordado de desabrocharme el cinturón y me caí de nuevo hacia el asiento. Debí poner una cara muy divertida porque se empezó a reír, animando a nuestra amiga, la presunta secretaria.
-¡Vamos!
Me tendió la mano y cuando me desembaracé del cinturón me ayudó a abandonar el asiento: 25 B. Nos despedimos en la salida de la terminal, con un beso en la mejilla y un simple que te vaya bien. Quise pedirle su número de teléfono pero no me atreví. Miedo otra vez, miedo a que pensara quién sabe qué. Debo dejar de preocuparme, ya me lo dijo. Desde entonces, cuando vuelo, pienso en él y en sus palabras y los despegues han mejorado, pero no tanto como los aterrizajes. En ese momento recuerdo su mano en la mía y me tranquilizo del todo. No es que mi problema se haya solucionado, pero lo llevo mucho mejor.
Ahora llego pronto a los aeropuertos para tratar de reservar el asiento 25 B, y no es por ninguna superstición, ningún miedo de los míos. Es sólo por si él me recuerda y también recuerda ese detalle.  He llegado a pensar mucho en él y en aquel día. Tenía una teoría. Nos veía a ambos somos como dos rectas secantes, obligados a tropezar en un solo punto de nuestra trayectoria. Él, con pendiente positiva, una línea que se desplaza cada vez más hacia arriba y yo, aquella que tiene un menos uno delante de la equis de mi fórmula matemática. Resolvimos nuestro sistema y encontramos la solución, así que buscarle sería absurdo porque ya no hay más coincidencias. O a lo mejor no, porque últimamente me veo distinta. Me he debido multiplicar por algún número y mi trayectoria parece que ha cambiado. No soy ya una recta sino un gráfico con altibajos.  Pero subiendo, eso es seguro. Puede que la nueva fórmula que me define haga que me lo vuelva a encontrar.
Y no pienso permitirme tener miedo.