Me ha encantado escribirla, mi protagonista ahora es mi mejor amigo, creo que no me lo voy a poder sacar del corazón y de la cabeza por muchos años que pasen porque los dos años que se ha instalado en mi cabeza le han hecho quedarse.
Es alguien que fue muy importante, que vivió una vida con un arco de transformación espectacular, pero de quien nos hemos olvidado porque tuvo la mala suerte de morir en el peor momento y muy joven, cuando no había explotado todo su potencial, que ya era extraordinario en ese instante.
He grabado cada capítulo y los he escuchado, emocionada, porque yo soy así, me emociono hasta con mis tonterías. No tengo ni idea de qué causará en los lectores, si les pasará lo mismo o los mataré de aburrimiento, pero para mí ha bastado.
Cuando terminas una novela, te quedas con la misma tristeza que cuando un tío te pone los cuernos y se larga con otra.
Es un poco esa desolación de querer volver aunque sabes que esa historia ha puesto el punto final.
Claro que tendré que volver para corregirla, pero esa emoción de construirla, de verlo todo por primera vez, ya no está. Ya no es tanto emoción, sino que hay que ponerle cabeza a cada frase, coherencia a la trama, ir quitando los hilos sueltos y que no se vean los hilvanes.
Ahora, con esa tusa que me invade, tenía que hacer algo y, siendo escritora, ¿qué voy a hacer?
Lo de enamorarse no es algo que se planifique, además, no se dan las circunstancias, así que solo cabía una posibilidad: empezar otra novela.
Tengo como tres o cuatro a medias, aparcadas desde hace años, pero la verdad es que no me apetece nada volver a ellas. Lo he hecho en varias ocasiones y no me atrae ya el planteamiento, por más que crea que están bien hasta donde escribí. Es solo que me he desconectado de esos personajes y ya no quiero saber cómo termina su historia.
Como lo que pretendo hacer, seguir escribiendo ficción histórica, tiene un tiempo grande de documentación antes de sentarse a escribir, pensé que tocaba romántica contemporánea. No hay tanto que aprender en estas novelas porque con levantar la vista del teclado, gran parte de la documentación la tienes delante de las narices, así que me senté y empecé.
Primer paso: reunir en una sola novela todos los clichés de la novela romántica que pudiera.
Me he dado cuenta de que luchar contra ellos, darles una vuelta, suele funcionar para mi público objetivo, más aficionado a La Celestina que a Elisabet Benavent, pero yo me quiero divertir un poco. Así que, con mi carretada de lugares comunes, empecé a crear un esquema.
Llené media agenda de notas en dos días.
Terminé un bolígrafo negro y otro azul.
Tengo título, personajes y dos mil palabras escritas desde que la empecé. Lleva 9 páginas y el archivo fue creado hace 5 días, aunque en realidad solo puse el título el primero y una cita. Porque sí, porque ya que estoy haciendo una locura, en vez de crear una historia y después adornarla, he decidido colgar un cuadro ya en una pared que no existe. Igual con el tiempo ni siquiera hay una pared ahí y se me cae, pero como esto es solo diversión no pasa nada.
¿Por qué escribir sin darte tiempo a nada más?
Pues porque he estado un par de años escribiendo lo justo por problemas personales. Tuve suerte y ya había terminado La lectora de Bécquer cuando empezaron, pero para cuando quise retomar, me sentía como un atleta que ha tenido una lesión: era capaz de caminar, pero mejor no hablamos de correr un poco. Era incapaz de encontrar el ritmo y la fluidez necesarios y no ha sido hasta ahora cuando he sentido que estoy en forma.
No quiero perder esa forma para cuando llegue el momento de escribir otra novela seria.
Así que, medio en broma, me embarco en el caos de una novela que no pretende nada más que divertirme a mí y permitirme llegar fuerte a la siguiente.
Y también hará otra función, casi más importante, suplir la tusa.
Estaría bonito hacerlo viajando por el mundo, pero los asnos no tomamos miel. Nos conformamos con imaginarla.