Eras una gata independiente, cariñosa, curiosa, juguetona y elegante. Traviesa y dulce, tanto que probablemente pensaron que sería fácil jugar contigo.
Hace tiempo te retaron a una partida de ajedrez y aceptaste, aunque no supieras jugar.
Al fin y al cabo, creías que era solo eso, jugar.
De vez en cuando, te derribaban alguna pieza y en algún momento aquello dejó de ser algo divertido. Las menores, solo escocían; las otras, las importantes, te llegaron a doler. Perdiste la dulzura, y la elegancia y la curiosidad cayeron después. El miedo se adueñó del tablero y de tu independencia, y un poco más y se hubiera llevado hasta el cariño.
Con cada derribo, aprendiste a jugar. Te diste cuenta que perdías por precipitación, porque no te dabas cuenta de que la paciencia, la memoria y la observación aún no habían caído. Cuando entendiste que eran tus aliadas, aplicaste el sigilo, que también lo tenías, a tus movimientos. Te volviste una gata silenciosa, astuta y taimada.
Lista y cruel.
Si para ganar había que sacrificar algo, se sacrificaba. Ningún gato siente pena por un ratón: lo caza y se lo come.
Tú querías cazar a la rata.
Te hiciste la tonta tan, tan bien que, de hecho, te tomó por tonta.
¡La de ventajas que tiene eso!
Lanzaste ataques como al descuido, no dejaste ver tu juego. Lo pusiste a dos pasos del Jaque mate y, aunque no sabía ni por dónde le va a venir y la victoria era tuya, frenaste.
Ya no importaba ganar, sino jugar con la presa, que es la parte más divertida de la caza.
No terminaste la partida que tenías a un zarpazo, porque te pudo la curiosidad y porque las piezas que te cobraste (la verdad y la mentira, la honestidad y la confianza), te supieron a muy poco.
Tú querías más.
Con sigilo, desplegaste las garras, desvelando el resto de las costuras de un traje imperfecto que no ibas a aceptar para ti.
Tú querías el traje de ganadora o nada.
Para llevar según qué trajes, una gata prefiere vivir desnuda.