CXV
A UN
OLMO SECO
Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de
mayo
algunas hojas verdes le han salido.
¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo
amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el
carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas de alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras
blancas;
antes que el río hasta la mar te
empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la
vida,
otro milagro de la primavera.
Una vez leí que este poema no tiene
nada especial. Ni metáforas brillantes, ni ostentaciones métricas —todo lo más
cambias los cuartetos por serventesios en ese soneto con el que arrancas, la
anáfora de la segunda parte, la metáfora de Manrique que tanto te obsesionaba—,
las palabras son sencillas y entenderlo está al alcance de cualquiera.
Me enfadé.
Pero no un poco, me enfadé muchísimo.
Estoy harta, muy cansada, de esa
élite cansina y triste que cree que escribir sencillo es fácil. No, eso es
mentira, no lo es. Hay que renunciar a muchas palabras, a muchos artificios, si
lo que quieres es que te entiendan y encaramarse a un peldaño en el que mirar a
los demás por encima y con suficiencia.
Pero aún hay más.
Escribir sencillo, sin volteretas del
lenguaje, sin disfraces para el hombre corriente, y emocionar, ¿eso de quién
está al alcance? Porque si este poema tiene algo es esa capacidad inmensa de
emocionar a quien lo lee y lo entiende.
¿De qué sirven las palabras que no se
entienden?
¿Para qué sirven si el mensaje no
llega?
Tú hablaste de un árbol que luchaba
por no rendirse, de la esperanza de sus hojas nuevas a pesar de la enfermedad
que lo recorría por dentro, pero también estabas hablando de Leonor.
La veías irse lentamente.
Mi corazón espera también,
hacia la luz y hacia la
vida,
otro milagro de la primavera”
Me los repetí mil veces en esa
despedida de mi padre. En su última primavera, él también revivió un poco; le
brotaron hojas de esperanza y parecía que la enfermedad daba un paso atrás. Y
pude respirar un poco mejor, asirme a ella para no caer rendida a tantas noches
sin luna y tantos días con el sol escondido tras las nubes de una tormenta
épica.
¿Por qué ibas a escribirlo de otro
modo?
¿Acaso hay que reservar la poesía
solo para unos cuantos?
¿Acaso ibas a querer que nadie te
entendiera?
Si estoy recogiendo estos versos y
los estoy juntando, si escribo tras ellos algo que no es un análisis erudito,
no es porque no sepa hacerlo. He comprendido una cosa a lo largo de toda una
vida analizando bien los poemas: no se escriben para eso. Nada se escribe
pensando que alguien se va a sentar a analizarlo.
Escribes porque lo sientes.
Escribes para hacer sentir.
Y yo, tu lectora, con este poema
siento. Siempre he sentido por mucho que no haya palabras enormes ni metáforas
rebuscadas. Porque las emociones que me presentas son reales, están vivas,
aunque tú lleves casi un siglo sin respirar. Porque tras cada una se intuye un
amor inmenso, de esos que son tan grandes que resulta imposible esconderlos.
Hay quien dice que el árbol es Leonor
y su enfermedad.
Otros afirman que eres tú, viejo,
vencido, pero sin renunciar a esa pequeña esperanza de verla de nuevo bien.
Yo me río.
Es una estéril discusión, empeñarse
en llevar razón en algo así es absurdo.
Lo sé, porque escribo.
Lo sé porque a veces hay lectores que
interpretan mis textos con unos parámetros que ni siquiera se me habían
ocurrido. Encajan y los vuelven distintos, aunque para mí eso no signifique
nada. Pero si lo es para alguien que lee, si es lo que siente, ¿quién soy yo
para llevarle la contraria?
A mí me gusta pensar que el árbol es
Leonor, ¿me dejas, mi poeta?
(Seguirá)