martes, 19 de febrero de 2019

UN SÍ PERO NO. UN NO PERO SÍ.

Unas veces, apuestas y ganas.

Otras veces, apuestas y pierdes.

Y otras, cabronas, te quedas en medio. En un no que es sí, o en un sí que es no, pero que te obliga a ponerte las pilas y a recolocarlo todo.

Con las novelas pasa lo mismo. Con algunas atinas a la primera y, con otras, aunque no estén mal, hay cosas que no funcionan y que tienes que repensar. Toca eso, toca ponerse manos a la obra con una de ellas. Un no, pero sí. Un sí, pero no. Una historia que sí en mucho, pero que no en los detalles que al final son lo que marcan la diferencia.

He estado toda la mañana embarcada en una reforma que es como poner la casa patas arriba, pero es de las que no me cuestan, las que no importan porque esto es lo que me apasiona. Es un trabajo solitario y silencioso, que me gustaría poder compartir, pero que en este momento se tiene que quedar tan solo para mí. Falta mucho para ver el terreno despejado, las páginas están llenas de los cascotes que quedan cuando voy derribando muros y trazando nuevas paredes, pero llegará el momento en el que luzca.

Estoy segura.

Ya me gustaría estarlo tanto de otras cuestiones de la vida.

Sigo en ello...

domingo, 17 de febrero de 2019

UNA SEMANA SIN MÓVIL



Mi primer teléfono móvil data de 1997. Fue uno de esos enormes de tarjeta, de los que cada llamada llevaba a agotar la recarga de saldo y tenías que pensar si lo usabas o mejor caminabas hasta la cabina más próxima, que por el mismo dinero te daba para hablar muchísimo más. (También era de los que servían como defensa personal, porque estoy segura de que si se lo tirabas a la cabeza a alguien podías llevarlo al hospital de lo tocho que era.)

En esos primeros años yo tenía un teléfono móvil fijo. Eso significa que el teléfono, equipado con la última tecnología del momento, que permitía algo impensable solo una década antes -hablar por teléfono andando por la calle-, tenía un sitio fijo en mi casa y de ahí no se movía. No sentía esa necesidad de ir pegada al aparato y, además, creo que en ese primer celular no se podían mandar mensajes, lo que te ataba mucho menos.

O yo no tenía ni idea.

O tampoco había mucha gente con teléfono a la que mandar mensajes.

Han pasado casi 22 años y a día de hoy casi parece imposible vivir sin un teléfono en el bolsillo. O más bien en la mano. Ayer, en Madrid, me dediqué a observar a la gente por la calle y casi todos lo estaban usando mientras caminaban.

Bueno, pues yo voy a hacer una terapia de una semana sin él.

Casi.

La verdad es que podría decir que es parte de un experimento, una cura de desintoxicación, una decisión madura para demostrarme que yo no soy una adicta a él como todo el mundo... Pero no sería "la verdad". La verdad es que siempre voy corriendo a todas partes y me lo he dejado en casa de mi madre. Vamos a separarnos más de cien kilómetros por mi despiste crónico.

No sé en qué quedará todo esto, supongo que redescubriré cómo era la vida cuando tenía un móvil fijo. Ni móvil móvil.

;)

lunes, 11 de febrero de 2019

YO ESCRIBO



Desde hace ya un tiempo, cuando me hacen esa pregunta típica, la de a qué dedico mis días, esta es mi respuesta. Contundente, corta, simplificadora e incompleta, pero que se sitúa tan en primer plano en mi vida que no puede ser otra.

Yo escribo.

Es verdad que también paseo a mi perro cada día, nada más levantarme, pero resulta que en este paseo estoy escribiendo. Voy trazando en mi mente el borrador de la escena que tengo prevista para ese día, o le voy dando forma a los personajes del proyecto que me ilusiona en ese momento. A veces se me ocurre un diálogo, una frase, y para que no se me pierdan los anoto en el teléfono, en un archivo de word en el que puedo anotar con mi voz y él lo transforma en palabras escritas. Hay algunos días que no me entiende del todo, pero eso le pone el punto divertido al tema.

Escribo al volver a casa, cuando me siento frente al teclado con mis notas. Una, dos horas, depende de lo que tenga que hacer en adelante o de la inspiración. Algunas veces me pongo metas diarias y lo dejo al llegar a ellas, pero cuando, una vez cumplidas, sigo teniendo ganas de escribir, vengo al blog y continúo. Esto es como un entrenamiento necesario para después estar en forma.

Mientras hago las tareas de mi casa, escribo. Planchando, sobre todo, se me ocurren ideas que voy anotando. Mientras cocino, siempre tengo a mano un bolígrafo y la mente no se para en los ingredientes de mi plato sino en los de mi novela. Suele olvidárseme mucho antes poner la sal que una característica a mi protagonista, pero ya eso es cosa de las prioridades de mi cerebro: el ajo y la sal me motivan mucho menos que los personajes atormentados.

Cuando doy clase, escribo también. Porque siempre hay algo que me llama la atención, una frase, un gesto, una lectura de un autor clásico que enciende una luz en lo que estoy trabajando y eso me obliga a seguir anotando.

Por la noche, cuando apago la luz y dejo el libro que esté leyendo en la mesilla, escribo. Empiezo a contarme una historia, cualquiera, lo que se me ocurra, y a veces, solo entonces, me permito cosas inverosímiles. Me río y me duermo, con suerte un par de horas. Sé que me despertará algo y, la mitad de las noches anotaré una idea.

Porque, en todo momento de mi vida, escribo.

Quizá eso, sumado a que publico de vez en cuando, signifique que me dedico a esto a tiempo completo. Quizá signifique que soy escritora.

lunes, 4 de febrero de 2019

UN 4 DE FEBRERO

Enlace de compra.



Cuando me hablaron de este proyecto, no dudé un instante en que tenía que participar. Si hay algo que ha marcado mi vida ha sido la palabra cáncer. Cuando finalmente supimos que a quienes irían destinados los beneficios de esta Antología, supe que era como una señal del destino: no en vano fueron dos niñas las que me enseñaron lo que se siente cuando alguien a quien adoras enferma.

Por fortuna, las dos siguen vivas.

La primera fue Ana. Os cuento la historia con su nombre, espero que no le importe. Ana acababa de empezar 3º de ESO cuando enfermó. Fue ingresada en La Paz, en el área infantil, y el diagnóstico, el primero, fue que no superaría la enfermedad. Yo tenía entonces 24 años y Ana era mi prima. La más pequeña, mi ojito derecho desde siempre. Mi réplica, una de las personas con las que mejor me he entendido siempre. El mundo dejó de tener consistencia para mí, igual que para mis tíos y el resto de la familia.

Empezó una lucha larguísima que a día de hoy sigue.

Los primeros tratamientos fueron durísimos, el aislamiento de tres semanas al que tuvo que someterse, la pérdida de pelo, los efectos secundarios y, sobre todo, el miedo. El miedo a perderla. Pero Ana es coraje, es la fuerza vital más enorme que he visto jamás y hoy, a sus 38 años sigue ahí. Con la enfermedad cronificada, pero viviendo y trabajando como una campeona.

Yo he aprendido de ella mucho.

En el tiempo de su enfermedad, la vida de mis tíos se trastocó por completo. Sus trabajos se resintieron y parejo a ello su economía. El apoyo familiar exige mucho, por eso, cuando supe que la Fundación Aladina sería la destinataria me alegré muchísimo. Un sillón más cómodo en el hospital, una mano a tiempo, un alivio material entre tanto dolor son impagables. Un relato, al fin y al cabo, era muy poco comparado con lo que hacen ellos.

La otra niña de mi vida se llama Silvia. Mi madre la cuidó desde los dieciocho meses hasta los ocho años, así que puedo decir que se convirtió en una especie de hermana pequeña que llegó de pronto y sin avisar. Silvia era, es, inteligente como pocos niños he conocido. Yo recuerdo volver de la Facultad loca porque siguiera en casa para comérmela a besos y disfrutar de ese regalo que fue que aterrizase en mi casa.

Enfermó cuando yo ya vivía en Segovia, muy poco antes de que naciera mi hijo mayor. Tuvo leucemia y hubo un momento, unos días después de nacer mi niño, que estuvo a punto de morir. Mi madre me dejó en casa, sin decirme por qué se marchaba, alegando que me las podía apañar muy bien con un recién nacido en pleno invierno, en un sitio donde no tenía a nadie. Yo no lo entendí, nadie quiso contarme de la gravedad de Silvia por aquellas cosas tontas que se nos ocurren de vez en cuando: que si se me iba a cortar la leche y tendría que interrumpir la lactancia, que si la preocupación afectaría a mi bebé... Tonterías, al final supe lo que pasaba y eso no influyó en mi niño, pero yo casi me muero de tristeza.

Silvia también lo consiguió.

En ese tiempo de hospital, su madre tuvo que aparcar su trabajo. Otra vez pienso en el apoyo que fundaciones como Aladina prestan y sé que muchas familias lo van a necesitar. Otra vez siento que esto merece la pena.

No todos los casos de cáncer han tenido un final feliz. Mi madrina murió de cáncer de páncreas en 2004 y mi padre de un cáncer de estómago en 2006, cuando todavía no había aprendido a respirar por la muerte de mi tía. He vivido las dos caras, la de conseguirlo y la de no, y aunque sigo sintiendo que me arde el pecho cuando recuerdo esos años entre 2003 y 2006, sé que se puede, que la investigación ha hecho avances en muchos de los tumores que hoy son una realidad y una oportunidad para muchas personas.

Por eso, aunque esta entrada sea para pediros que os animéis a comprar la Antología, quiero que, si os encontráis con alguien que porta una hucha de la Asociación Española contra el Cáncer, ni os penséis darle aunque sea unos céntimos que llevéis por el bolsillo. Todo suma para restar dolor y ganar en esperanza.

Los autores que nos hemos reunido:

Ana Bolox * Mayte Esteban * Víctor Fernández Correas * Carmen Flordelís * Mónica Gutiérrez * Aránzazu Mantilla * Roberto Martínez Guzmán * María José Moreno * Pilar Muñoz Álamo * Nieves Muñoz de Lucas * Aída del Pozo * JAP Vidal

Ilustraciones de Diego Bolox y prólogo de Amparo Lledó.


domingo, 3 de febrero de 2019

CUATROCIENTOS SETENTA Y OCHO DÍAS.

Cuatrocientos setenta y ocho días.

Se había entretenido en contarlos calendario en mano y con paciencia infinita. Un par de veces, para asegurarse de que la cifra era la correcta, que no se le despistaba un día por culpa de un año bisiesto o que no confundía los meses de treinta con los de treinta y uno, aunque en realidad aquello no tuviera ninguna importancia. ¿Qué más daba un día arriba o abajo? ¿Qué importaba si fueran dos semanas menos o incluso un mes? Solo eran días acumulados en la cuenta de una amistad que empezó cuatrocientos setenta y ocho amaneceres antes.

Una amistad que era la luz de sus días.

Los contó porque su mente matemática transformaba cada experiencia en números: las veces que habían tomado algo juntos, los paseos por el parque, las fiestas a las que la había acompañado, los libros que se habían recomendado o incluso las veces que ella no había acudido a una de sus citas. Gráficos imaginarios que ilustraban sus elucubraciones y dibujaban un balance positivo entre los dos, una línea en alza que prometía futuro.

Aquella tarde, en la que contó los días y trazó gráficas, habían quedado pero, por primera vez, ella no se presentó a la cita. Para ser precisos, para no faltar a la verdad, había algo inexacto en aquella afirmación algo intolerable para un chico de ciencias puras. La cita solo era una costumbre repetida, ninguno le otorgó formalidad una llamada para quedar o con una frase el día de antes que la confirmara, pero él lo daba por hecho, porque así venía siendo su amistad desde hacía algo más de un año. Nada de planes ni obligaciones por parte de los dos, aunque al final ambos siempre acudieran puntuales a su no cita diaria.

Por eso contó los días, porque mientras la esperaba no se le ocurrió otra cosa que hacer para calmar la ansiedad, ese monstruo que se despertó cuando el reloj empezó a rebasar la hora de siempre y el viento no le trajo el aroma de su perfume anunciándole su llegada. Tampoco se dibujó su silueta a lo lejos, mientras la tarde caía y se desdibujaban sus colores.

Cuatrocientos setenta y ocho días.

Repasó muchos de ellos mientras la luz del sol se iba apagando. Algunos le provocaron una sonrisa de nostalgia, sobre todo los del principio, cuando eran amigos nuevos y ninguno sabía cómo comportarse, cuando las frases les salían cargadas de precauciones que, con el tiempo, descubrieron que resultaban innecesarias. Otros, los recuerdos de alguna vez que se enfadaron, plantaron en su rostro una mueca de disgusto que enseguida se volvió sonrisa. Sus enfados duraban poco, pero es que era imposible enojarse con ella. Al rato le buscaba para disculparse, aunque muchas veces ni siquiera fuera la responsable de aquel desencuentro, y sus ojos de hada, brillantes e inquietos, deseosos de retomar sus dulces tardes compartidas le ganaban. Funcionaban como una varita y lanzaban un hechizo que borraba de un plumazo las nubes. Y entonces él también acababa pidiendo perdón, aunque a veces ni siquiera recordase qué había causado en enfado. Lo último en el mundo que quería era verla triste y perderse esos momentos que eran lo mejor de sus días.

Se levantó intranquilo. No podía seguir esperando, el retraso era tal que empezó a pensar que había sucedido algo grave. Ella nunca le fallaba, siempre acudía. ¿Dónde estaba? Dudo si seguir esperando o salir en su busca y, al final, ganó también una operación matemática inconsciente: si no había llegado en todos aquellos minutos que hacía que se retrasaba, ya no lo haría. El retraso se salía del gráfico de la media de los que llevaba acumulado en aquellos años, así que supuso que esa desviación tan grande no podía ser sino algo ajeno a su voluntad.

Su corazón, alentado por los cuatrocientos setenta y ocho días que hacía que latía feliz cuando estaba a su lado, se convirtió en un loco descontrolado. Empujó a sus pies y estos eligieron el camino de la casa de ella. No se le ocurrió otro lugar por el que empezar a buscarla. Todavía era aquel tiempo en el que las personas sabían vivir sin un teléfono en el bolsillo.

Anduvo. Primero, calmado. Después, ansioso. Al final, descontrolado, empezó a correr. Esquivaba a los peatones, se impacientaba cuando el tráfico le obligaba a parar frente a una calle. No respetó semáforos ni pasos de peatones hasta que llegó a la puerta de su casa.

Cuatrocientos setenta y ocho días se congelaron frente a sus ojos al llegar allí.

La vio. No le sucedía nada, al menos nada malo. No había sufrido un accidente ni estaba en peligro. Los besos no son peligrosos si los deseas. Y ella, a juzgar por el brillo en sus ojos de hada, deseaba ese beso que un muchacho desconocido para él plantaba en sus labios. Tenía que haberlo imaginado, ni siquiera un ángel como ella podía esperar tanto a que se decidiera a decirle lo que sentía. Nunca se había atrevido y ella, esa tarde, cuatrocientas setenta y ocho después de la primera que compartieron, había tomado otro camino. No servía buscarle defectos a ese chico, en realidad la culpa era solo suya: era idiota. Había presupuesto que ella estaría siempre, pero no fue así. Se le había olvidado decirle lo que sentía o concederle un beso.

Acababa de descubrir, tarde, que las hadas también necesitan besos.