Me he propuesto recordar a mujeres escritoras de las que cuesta encontrar en los libros de texto. El objetivo es doble: descubrirlas a quienes no las conozcan y señalar cómo la literatura con nombre femenino se ha silenciado durante mucho tiempo. Que ninguna niña piense que las mujeres no escribían; que sepa que era mejor mantenerlas calladas, convencerlas de que su función en la vida era otra. Y, cuando lo hacían, se las "olvidó" convenientemente. Que cuando estuvieron cerca de tener cargos importantes, se les negaron por el simple hecho de ser mujeres.
Hoy pongo el foco en Gertrudis Gómez de Avellaneda, Destacaré sus datos biográficos, recogidos de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes y de un precioso estudio de José Esteban Angulo. Quiero que la conozcáis. El cuadro que ilustra este artículo, su retrato, es obra de otro de los grandes de su tiempo: Federico Madrazo, que además de pintar a los principales aristócratas de esa época, fue pintor de cámara de Isabel II.
Os la presento. Poneos cómodos.
Gertrudis Gómez de Avellaneda nació en Puerto Príncipe de Cuba, actual Camagüey, el 23 de marzo de 1814 . Apasionada, generosa y rebelde frente a los
convencionalismos sociales, vivió una vida muy particular en la que se guio por sus propias convicciones, y en su momento, se la consideró una de las mejores autoras del movimiento romántico.
En su círculo íntimo la llamaban Tula o también La
Avellaneda.
Gertudis nació en Cuba porque su padre, el español don Manuel Gómez de Avellaneda, comandante
de Marina, estaba destinado en aquella provincia de ultramar. Se acabó casando con una cubana perteneciente a una ilustre y acaudalada familia de origen español, doña Francisca de Arteaga
y Betancourt y de esa unión nació una niña que con el tiempo se convertiría en una de nuestras grandes escritoras del XIX.
Su primera infancia fue feliz, pero esto cambió con la muerte de su padre en 1823. Ese mismo año, su madre se casó otra vez con don Gaspar de Escalada y
López de la Peña, otro militar español, y la pequeña Tula empezó a pasarlo mal, pues no admitía que
otro hombre sustituyera a su padre en la vida de su madre.
Se volvió huraña, prefiriendo los libros a jugar con otras niñas e incluso se conserva el recuerdo de que antes de los diez años había escrito un cuento, El gigante de las Cien Cabezas y sobre los trece terminó un drama que tituló Hernán Cortes. Esto no es de extrañar, pues fue educada en las convenciones de la clase social en la que
nació y entre sus aficiones favoritas destacaron siempre la representación de comedias, la
lectura de novelas y la escritura. La literatura,
pues, fue una de sus primeras y principales pasiones. Entre sus lecturas, destacaron los románticos
franceses e ingleses: Byron, Victor Hugo, Lamartine, Chateaubriand, Madame de
Staël, George Sand...
A los catorce años sufrió otro de los contratiempos de su particular vida: hubo de enfrentarse a un matrimonio
concertado por su familia, al que se opuso con toda su energía. A consecuencia
de ello, fue desheredada por su abuelo.
Seis años después de esto, cuando ya era una joven inquieta y curiosa, la familia decidió establecerse en España, más
concretamente en La Coruña. Viajaron desde Cuba y, al llegar, Tula descubrió que
no le gustaba nada el ambiente conservador y atrasado de la ciudad. Tenía claro
que no iba a quedarse en Galicia el resto de su vida.
Y así lo hizo. Tras
visitar Andalucía, acompañada por su hermano Manuel, acabó instalándose en
Sevilla. El ambiente cultural de la ciudad, su alegría, su clima que invitaba a
salir a la calle, estimularon la creatividad de la joven y muy pronto se dieron a
conocer sus primeros textos. En 1839 publicó unos versos, amparada en el seudónimo
de La Peregrina, en periódicos y revistas locales y, con posterioridad, también
los publicaría en Cádiz. Al año siguiente, animada por las críticas positivas, estrenó una obra dramática Leoncia, que tuvo muy buena acogida en
los escenarios sevillanos. Es allí, en la ciudad del Guadalquivir, donde
conoció a Ignacio de Cepeda. Se enamoró profundamente de él, aunque el
sentimiento no era mutuo, sino que él jugó con sus sentimientos, puesto que era frío, cruel y consideraba que Gertrudis no estaba en su mismo nivel económico. Hemos llegado a conocer esta pasión a través de la
Autobiografía y las cartas que escribió. Este amor no correspondido, unido a su carácter romántico, marcarían de alguna manera su producción literaria.
Después de la etapa sevillana, se instaló en Madrid y ese fue el
momento en el que su actividad literaria se disparó. Son de ese momento Poesías (1841), Sab
(1841), Dos mujeres (1842-1843), Espatolino (1844), Guatimozín (1845), La dama
de gran tono (1843) y La baronesa de Joux (1844) Munio Alfonso (1844) y El príncipe de Viana
(1844) y Egilona (1846).
En estos años de intensa productividad, participó en
las veladas del Liceo madrileño, donde se relacionaba con los grandes escritores
e intelectuales de la época: Alberto Lista, Juan Nicasio Gallego, Manuel
Quintana, Bernardino Fernández de Velasco, duque de Frías, Nicomedes Pastor
Díaz, José Zorrilla, Francisco de Paula y Mellado… que se convirtieron en sus
protectores y también sus amigos. Todos admiraban a esa joven que mostraba una madurez impresionante en sus escritos.
Fueron momentos de euforia, de éxito, que además vinieron a coincidir
con la relación amorosa que mantuvo con el poeta Gabriel García Tassara y que
tuvo como fruto el nacimiento de una niña, María, en abril de 1845. Pero con esta historia volvió a repetir el error que cometió con Cepeda: enamorarse de alguien que no la quería. García Tassara ni la consideró y su romance no tuvo un buen final. Es más, la marcaría para siempre. Su hija María solo
sobrevivió siete meses, sin que su padre se dignase a verla, ni mucho menos
reconocerla como suya.
Tula estaba tan triste que se puso en contacto con Cepeda (sí, con el mismo ser frío que no la trataba bien, pero del que se enamoró con verdadera ceguera) y le habló con el corazón en la mano: “Envejecida a los treinta años, siento
que me cabrá la suerte de sobrevivirme a mí propia, si en un momento de
absoluto fastidio no salgo de súbito de este mundo tan pequeño, tan
insignificante para dar felicidad, y tan grande y tan fecundo para llenarse y
verter amarguras”.
Con la ilusión perdida, aceptó en mayo de 1846
contraer matrimonio con Pedro Sabater, gobernador civil de Madrid en aquel
entonces. La unión, que se le antojó cómoda y tranquila, duró poco, pues Sabater, enfermo, moriría en Burdeos en
agosto de ese mismo año. Las desgracias parecían cebarse con ella y su espíritu romántico la arrastró a un duelo del que le costó reponerse. Había llegado a sentirse enamorada de ese valenciano que, además de político, era un poco poeta, pero no le dio tiempo a disfrutarlo.
Tras su muerte, ingresó unos meses en el convento de Nuestra Señora de
Loreto de Burdeos donde intentó recomponer su ánimo. Cuando lo consiguió, retorno a la capital de España.
En 1847 solo se sintió fuerte para escribir un Devocionario. Se produjo un nuevo acercamiento a Cepeda que acabó igual de mal y que la devolvió un tiempo al convento y silenció sus letras.
Pero ella era más fuerte de lo que creía, su pasión por la literarura sobrevivió a todos los avatares de su vida y en los siguientes años escribió muchas obras: Los oráculos de Talía, La hija de las Flores, Recaredo, Tres amores, La verdad vence apariencias, La hija del rey René, El millonario y la maleta, Errores del corazón y el Donativo del Diablo.
Intentó entrar en la Real Academia (pobre, qué pérdida de tiempo siendo mujer), pero tras una ardua discusión se lo acabaron denegando. ¿Por qué? Desde luego, por méritos no fue. Fue, sencillamente, como comenta Angulo en su estudio, por ser mujer.
Tras esto, siguió escribiendo: La sonámbula, Hortencia y La aventurera.
En 1855 se casó de nuevo, esta vez con un militar canario, Domigo Verdugo, en una boda cuyos padrinos fueron los reyes. Los biógrafos no se ponen de acuerdo sobre lo que sucedió el 14 de abril de 1858 con él, pero el caso es que fue herido y su salud, a partir de ese momento, se deterioró. Para ver si era posible que el clima de Cuba lo mejorase, fue destinado allí y con él se desplazó Tula. Fue recibida con honores, e incluso inauguró un teatro que lleva su nombre. En octubre de 1863, sin haber logrado la ansiada mejoría, su segundo esposo falleció.
En ese tiempo había escrito las que serían sus últimas obras: El artista Baquero y Dolores; también abrió una revista literaria, El álbum de lo bueno y lo malo, pero no duró mucho tiempo.
A la muerte de Domingo quiso retirarse de nuevo a un convento, pero la intervención de su hermano Miguel lo impidió. Viajó entonces: Estados Unidos, Sevilla, Francia, Madrid, escribiendo algunos poemas menores. La muerte de Miguel en el 69 la dejó abatida, tanto que su última obra, Catilina, es tan extraña que no se pudo representar.
Murió en Madrid, el 1 de febrero de 1873 a los 58 años, sola y decaída, y a día de hoy está considerada una de las precursoras del movimiento feminista en España.