jueves, 5 de septiembre de 2024

MACHADO Y YO: 22 DE FEBRERO DE 1988

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 22 de febrero de 1988


No te enseñan esto en ninguna parte. Nadie te cuenta, porque a los niños no se les cuentan historias terribles, que puedes morir demasiado pronto. El 22 de febrero de 1988, el mismo día que hacía 49 años de tu muerte, también murió la niña que fui. 

Tan de repente, tan sin sentido, que no tuve tiempo para hacerme a la idea.

Recordarlo hoy para contártelo, tantos años después, hace que las lágrimas broten descontroladas y escribo desde unos ojos empañados y un corazón que vuelve a sentirse encogido. La herida fue tan grande que todavía me cuesta pensar en ella, por mucho que lleve más de media vida en mi alma. Tal vez si hubiera sido ahora, mis padres habrían acudido a profesionales, pero entonces ni se les pasó por la cabeza. Me dejaron curarla sola, con los pocos recursos que una criatura que todavía no ha vivido puede tener a su alcance. Como tú, cuando murió Leonor, tuve que acudir a las palabras para que fueran ellas quienes me ayudasen a serenar los latidos y a aceptar lo que había pasado.

Sin saber que ese era un camino, el instinto me empujó a hacer lo mismo que tú habías hecho una vida antes. Busqué refugio en consonantes y vocales, me abrigué con metáforas y sinestesias, en las tuyas y en las que torpemente componía mi mente atormentada. Busqué templar ese incendio que amenazaba con llevarme por delante y creo que lo conseguí.

Al menos, logré no desaparecer, aunque me quemé tanto que aún puedo recorrer cada una de las cicatrices que aquello dejó en mí.

Ese día, el 22 de febrero de 1988, fue mi bautizo de muerte, esa que se llevó mi alegría. Mi inocencia. Mi infancia eterna. Mis ganas de vivirlo todo.

Un reloj se detuvo en una vida y otra, la mía, se congeló en ese instante a causa del impacto. Justo como mi corazón, que se rompió y aun ando buscando los pedazos. El golpe que recibí fue tan certero que durante meses me cuestioné todo, me hice preguntas que están reservadas para la tarde de nuestras vidas y no para esa primavera que se presupone a los dieciocho.

Tus preguntas.

Las que en tus poemas laten hoy, un siglo después de que las escribieras, porque son verdades universales, son humanas. Me escribiste sin conocerme, recreaste en poemas todas las emociones que latían en mí y espantaban la alegría, llenándome el alma de sombras.

Como tú, él se fue un 22 de febrero.

Y tú, sin estar, me agarraste de la mano para que pudiera salir de ese agujero en el que caí. Me aferré a tus palabras, las bebí, las saboreé, me acompañaron en esas noches tan largas y tan oscuras que siguieron a ese día de tormenta. Me arrasó no ser capaz de expresar en voz alta cómo me sentía, hizo que el dolor se me incrustara en el alma, de donde no era capaz de sacarlo. No sé qué hubiera hecho sin ti.

Sin tus poemas.

Sin tus pensamientos.

Pasó el tiempo, se aplacó el sufrimiento y el cementerio se convirtió en un lugar donde encontrar la calma. Mis visitas en esa época eran habituales, aunque nunca le decía a nadie dónde iba. Cambié la bicicleta del principio por un coche cuando aprendí a conducir y subía un rato en cuanto podía. Allí, frente a esa chica que está sentada en su tumba con un libro en su regazo, me quedaba un rato hasta que notaba que el dolor disminuía, que la armonía regresaba a mí y que podía volver a fingir que no estaba rota.

Nunca llevé nada en las manos —las flores son para los vivos, eso he pensado siempre—, llevé mis emociones y tus poemas en la memoria, que danzaban siempre por ella, supliendo a unas oraciones en las que no creo, recordándome que recordar te devuelve a los que perdiste.

Al menos, lo suficiente para no volverte loco.

Al menos, lo suficiente para poder seguir vivo.


(Seguirá)


miércoles, 4 de septiembre de 2024

MACHADO Y YO: 1988

 

Imagen generada por IA con Freepick


1988


Ese es el año en el que nos conocimos. Tú llevabas muerto décadas y yo aún estaba aprendiendo a vivir. Fue a través de un libro obligatorio en COU, Campos de Castilla, la edición de Cátedra —la undécima, según la portada—, que compré en la librería Proa de Azuqueca de Henares, porque por aquel entonces yo vivía allí y mis compras de libros se centraban en ella o en Círculo de Lectores.

No sabía, en ese momento, lo importante que serías el resto de mi vida.

Ese año en el que nos conocimos, empezó lleno de luz. Yo iba a cumplir 18 en marzo, los estudios progresaban sin muchos tropiezos y tenía claro que, al terminar la selectividad, elegiría estudiar periodismo. Escribía en mis ratos libres, como llevaba haciendo desde que tenía recuerdos, pero solo para mí, como un modo de entretenimiento en ese tiempo en el que la televisión apenas tenía media docena de canales, el cine que había al final de mi calle había cerrado y el teatro se limitaba a unas pocas representaciones cuando el Centro Cultural, también al final de mi calle, organizaba las primeras ediciones de La espiga de oro.

Y leía.

Eso lo hacía constantemente, porque la biblioteca —también ubicada dentro del Centro Cultural, a dos pasos de mi casa— era mi refugio.

Era una niña feliz, porque sé que, aunque tuviera 17, era una niña aún y eso es lo que más recuerdo de ese tiempo en el que tu libro cayó en mis manos. La vida no me había puesto en ningún apuro serio; tenía a mi hermana, que además era mi mejor amiga, dos padres maravillosos que, sin mimarme me lo daban todo, y a mis abuelos en la planta de abajo. No me preocupaba crecer, era feliz disfrutando cada momento de los que me proporcionaba esa edad.

Ni siquiera tenía prisa por cumplir 18.

Pero 1988 venía con un regalo envenenado y solo tuve que esperar al 22 de febrero para descubrirlo.

Qué curioso, 22 de febrero… 


(Seguirá)

 

domingo, 1 de septiembre de 2024

LA MALDICIÓN DEL VIAJE A OPORTO

No está probado científicamente, no hay una universidad estadounidense que demuestre la hipótesis, pero como este mundo es así, que puedes inventar lo que quieras y publicarlo, que no pasa nada si no es cierto, hoy me lanzo con un bulo.

Hay un rumor (sin demostrar), según mis hijos, que dice que, pareja española que se va a pasar unos días a Oporto, pareja que rompe.

Su tesis se apoya en cuatro o cinco expedientes de amigos suyos que visitaron la ciudad lusa muy enamorados y nada más volver a España, hasta se bloquearon en redes.

Cuatro o cinco casos son una caca de estadística, pero se ve que a ellos les vale y cuando me vieron preparar el viaje a Oporto, estudiando lo que se podría hacer allí, estuvieron a punto de esconderme el portátil.

No vaya a ser que se nos fracture la familia.

Yo tengo otra hipótesis que la contrarresta, tan peregrina como la suya: a los nacidos en el siglo XX que llevan 36 años juntos, Oporto no les hace ni cosquillas.

No los he convencido del todo, esto es como lo de ligar a las 7 en Mercadona, se extiende el rumor y luego a ver quién es es guapo que demuestra que no es cierto.

Bueno, sí.

El tiempo.

martes, 27 de agosto de 2024

EMPEZANDO FINALES

Creo que en todas las etapas de la vida, hasta en los peores momentos, si sabes cómo, puedes rescatar algo bueno.

Yo en 2006 boqueaba como un pececillo al que han sacado del agua, intentando encontrar el oxígeno necesario para no asfixiarme. Tenía 36 años, dos niños muy pequeños y un marido con salud delicada. Y mi padre se estaba muriendo.

En esa situación, hundirse no era opción, porque sabía que nadie podría rescatarme, así que tiré de arrestos, trabajé el triple, dormí muy poco y me dediqué, mientras mi corazón se rompía en pedazos, a escribir una historia. Lo hice a cuatro manos, con mi padre, mientras él descontaba las horas y me iba regalando sus recuerdos felices. Los ordené con mimo, les di forma y los amarré a este mundo, porque a él no podía atarlo a mí para siempre, aunque fuera lo que más he deseado nunca.

Se me escapaba, como tiene que irse todo el mundo, y yo, con 36, me sentía como una niña pequeña a la que le apagan la luz de golpe y la dejan sola en medio de una tormenta.

La arena del reloj, el libro que salió de ahí, fue mi ancla y mi faro, y una vez que él se fue, esa historia me regaló una etapa muy feliz de mi vida. Tuvieron que pasar algunos años y algunas historias, pero al final se convirtió en una de las primeras novelas que se autoeditaron en Amazon España.

Una de las primeras que gustaron, todo hay que decirlo.

Mi padre, sin estar, estuvo conmigo desde el minuto uno en esta etapa de escritora.

La novela ha tenido dos portadas, una que le hice yo como pude y otra desde hace un año, cortesía de Estudios Álamo, que me la regalaron. Cumplió su función de abanderada, mostró que soy capaz de emocionar y de narrar, de fundirme con otra persona y que parezcamos una.

Pero ya está.

Hoy, 27 de agosto de 2024, esta historia ha puesto su punto y final.

Hace 18 años que mi padre se marchó y que di esta novela por terminada, una mayoría de edad suficiente para darle un descanso. Para que me suelte definitivamente de la mano y yo se la suelte a él. Nunca se va a desanclar de mi corazón, para eso debería haber sido un hombre gris y nunca lo fue, siempre brilló, con su inteligencia extraordinaria, su honradez y sus valores. Y si alguna vez se equivocó, como todo el mundo, supo hacer algo que mucha gente todavía tiene que aprender: pidió perdón y rehizo el camino.

Hoy, 27 de agosto de 2024, yo también empiezo otro camino, el de dar por terminados otros.

Y lo empiezo desde ese principio que fue La arena del reloj. Desde hoy ya no está disponible en ebook. Quedan dos ejemplares en papel, que compraré en cuanto me sea posible para que desaparezca definitivamente de Amazon.

Gracias por todo, papá.







viernes, 23 de agosto de 2024

LAS ORQUESTAS DE LAS FIESTAS Y LOS LIBROS

Esta semana pasada he estado en varias verbenas, viendo las orquestas que animan las fiestas patronales. Bailar no es algo que me vuelva loca (cansa mucho y yo ya vivo cansada) y cantar lo tengo prohibido porque me quedo afónica a la mínima que hablo un rato, así que me he sentido un poco descolocada en el evento.

He optado por observar.

Ahí estaba el adolescente que se las sabe todas, la chica que intenta ligar con un chico que ni la mira, la secretaria que se desmelena y lo da todo, vaso en mano, los que solo están por el botellón, los padres que tienen un ojo en el escenario y otro en los preadolescentes a los que han dado un poco de cuerda, los padres de niños pequeños a los que no hacen ni puñetero caso, los abueletes esperando el pasodoble que apenas suena ya...

Y yo, mirando los colorinchis de la puesta en escena de las orquestas.

Como siempre, pensando en otra cosa.

Las orquestas de estos días, en general, me han parecido malas en lo vocal. Algunas de ellas sonaban como si estuvieran apaleando gatos, otras no había manera de reconocer la canción hasta que te la cantaba al oído la persona que tenías al lado (que afinaba un poco más) y otra, solo una, ha tenido mi aprobado.

Por los pelos, tampoco era para venirse arriba.

Lo único que les puedo reconocer era que todas tenían un despliegue de medios impresionante, luces para aburrir, cañones tirando papelitos, humo y mucho baile. Un espectáculo en toda regla que, lo que hacía, era disimular la falta de calidad en lo importante, que debería ser la música.

Así, en conjunto, cumplían con creces su función, que no es más que servir de punto de reunión a gente con ganas de celebrar el verano, de tomarse algo juntos y de disfrutar de las merecidas o inmerecidas vacaciones.

Pero a mí, que tengo la mala suerte de tener buen oído, me estaban sacando de quicio como me sacan algunos libros. 

Son esos que, con un despliegue de medios, con portadas monísimas, con sinopsis subyugantes, te invitan a abrirlos y leer. Son, además, esos que todo el mundo elige, por lo que te animas a entrar en la fiesta. Y empiezan bien, tienen su cosa, pero poco a poco te das cuenta de que están muy desafinados, que las transiciones son un desastre y que la narrativa es como apalear gatos. La gente responde, eufórica de yo que sé qué, pero a mí me provocan una tristeza infinita. 

Pienso que debería haber elegido con más criterio, que debería haber empleado mejor mi tiempo y los dejo, como he dejado cada noche la orquesta después de un rato, y me he vuelto a casa con los oídos aturdidos, la hora del sueño rebasada y las emociones tan disparadas que el amanecer me ha encontrado despierta.

Y no, precisamente, por haberlo pasado de maravilla.