martes, 21 de junio de 2022

SOLO TENGO TIEMPO DE ESCRIBIR

El 4 de mayo a las tres y media de la tarde abrí un Word. Había una historia circulando por mi mente, una idea difusa que algún día quería plasmar en una novela y, como soy una impaciente, empecé. Para escribir esa primera escena necesité documentarme y pronto me di cuenta de que había empezado la casa por el tejado. Sin tener claros los escenarios, la tarea de escribir se complicaba porque tenía que detenerme a cada momento para saber si lo estaba haciendo bien o me estaba perdiendo.

Con esa escena escrita, decidí que no podía seguir adelante.

Los días siguientes, sin embargo, me sentía como huérfana. Mis personajes me reclamaban, así que me senté en el ordenador y empecé a consultar todas las fuentes que fueron cayendo en mis manos. Anoté en una libreta datos dispersos, sin saber si los necesitaría o no. Poco a poco, toda aquella información que me había ido llamando la atención empezó a armar un puzle en mi cabeza y se fue colocando en su sitio.

Con las ideas muchísimo más claras, me volví a sentar a escribir.

Ha pasado poco más de un mes desde entonces y la novela avanza a buen ritmo. A día de hoy, la historia ya ha tomado cuerpo, los personajes empiezan a latir y a comportarse como personas y no son esas primeras marionetas que yo iba moviendo por el escenario. Ahora son ellos los que me arrastran por esta ciudad que no tiene nada de imaginaria y la historia que está saliendo es bonita.

Estoy muy segura.

Mañana, por razones personales no creo que me pueda sentar a escribir, y tampoco lo podré hacer quizá hasta la semana que viene, y por primera vez en mi vida siento rabia. Siempre he sabido aplazar la escritura, no me ha importado parar un poco, pero esta vez... es que yo misma tengo prisa por llegar al final de la historia, quiero leerla. Quiero saber.

He hecho algo que para otros puede ser pecata minuta, pero que para mí es extraordinario, he escrito ya 26 capítulos. ¡26! Y sé que en parte se lo debo a esos ratos después de la cena, en los que me siento sin tener que estar pendiente de nada ya, libre de obligaciones, pero también a las mañanas. Madrugo, paseo con Ulises y después vuelvo a mi mesa y escribo. Me deshago en palabras, dibujo emociones y calles, fiestas y conventos, música y pasteles, y aunque así dicho parezca caótico, este cuadro está quedando luminoso.

No quiero dejar de escribir estos días, así que, tal vez, cambie mis planes, esas primeras intenciones de dejar el ordenador en la mesa. Planeo robarle horas al sueño, porque la verdad es que con esta historia ya estoy soñando.

Con mucho dolor, porque ya llevo más de doscientas páginas, he dejado aparcada otra historia, para cuando sea su momento, porque esto fluye. ¿A que va a ser verdad que lo que tiene que pasar, aunque no te guste, sucede por algo mejor?

jueves, 16 de junio de 2022

HABLANDO DE COSAS

Hoy, a un amigo, le ha pasado una de esas cosas que me pasan a mí de vez en cuando. Una cosa inconcebible. Por supuesto, no se puede contar, porque si lo cuentas te pasan más cosas inconcebibles y una, vale, pero con este calor no está el cuerpo para más.

El caso es que esta cosa (la entrada se la estoy dedicando a propósito a la persona que se pone de los nervios si alguien usa la palabra cosa), ha llevado a hablar de otras cosas y los ojos se nos han puesto como esas cosas en las que comemos. Sí, esas redondas donde se echan las lentejas.

Mira que somos gente que no se sorprende por las cosas, pero esta nos tiene locos. Hablando de cosas y cosas, que al final no importan tanto como el hecho de que, esas cosas, nos han hecho pasar un rato estupendo al teléfono.

Cuando he colgado, se me ha ocurrido esta entrada. ¿Por qué? Pues la cosa en sí no ha sido, ha sido por la palabra cosa. Por este lenguaje tan pulido y tan... cosita... que me está saliendo. Igual tiene premio si las cosas funcionan tal como lo que estamos viendo. Igual con esta cosa de texto me dan el Nobel de Literatura.

O una patada en el perdín por cansina.

Lo que son las cosas...


miércoles, 15 de junio de 2022

EL VIAJE

Estoy haciendo un viaje. No lo parece porque apenas me he movido de los metros que separan el salón de mi habitación, pero la realidad es que, aunque mi cuerpo lo desmienta, yo no estoy en casa. Me he ido a explorar el mundo para cargarme de experiencias que después podré traspasar a la ficción. O de enseñanzas que intentaré aplicar a eso que llamamos vida real.

En este mundo donde la virtualidad y la realidad han diluido sus líneas, en esta mente mía que se inventa historias, se puede viajar cuando y donde se quiera sin importar ni siquiera el presupuesto.

El caso es que esta noche me ha pasado una cosa muy rara. Una de las normas de este extraño viaje es no enviar correos electrónicos. Contestarlos, si son importantes, sí, porque nadie tiene la culpa de que yo esté como una regadera. El WhatsApp no cuenta, porque cuando nos vamos de viaje, las personas importantes de nuestra vida no se borran. Si las borramos, si dejamos de comunicarnos con ellas es que no eran importantes o por lo menos eso es lo que me parece a mí. Lo que ha pasado es que me he despertado y estaba convencida de que me había saltado la norma de no escribir correos. De hecho, me acordaba de la parrafada que había salido, del enorme email que me había marcado a pesar de que me lo tengo prohibido.

He ido corriendo al correo a ver si, por aquello de que algunas veces mi memoria chisporrotea, me había levantado de la cama y había escrito en modo sonámbulo.

Menos mal, no lo he hecho.

¿Y por qué es importante no hacer esto, si es una chorrada? Pues porque hasta ahora, en todos mis viajes de los últimos por lo menos siete años, he escrito correos no necesarios. Algunos breves, otros más largos, pero la mayoría prescindibles hasta que volviera. Qué digo la mayoría, me temo que el 99% me los debería haber ahorrado y haber disfrutado las vacaciones.

Estoy de viaje imaginario porque no puede ser, de ninguna manera, real. Es a otro siglo y las máquinas del tiempo, hasta donde sé, solo existen en la ficción. Y es en ella donde me he metido de lleno, en una que leo y otra que escribo que transcurren en ese tiempo que ya es pasado. Me está encantando lo que encuentro. Las ciudades de ambos escenarios son diferentes, pero los matices son los mismos y leer a la vez que escribo me está ayudando a sentirme allí. Imaginar para narrar, eso es lo que hacemos los escritores, y si no quiero alejarme mucho de la tarea, es preciso que anule lo superfluo, lo innecesario, lo inútil o lo vacío para llenarme de otro modo.

Vale, a lo mejor soy una tarada.

O a lo mejor tengo que agradecer esta imaginación poderosa que no sé de dónde ha salido que me permite vivir más de una vez.

martes, 14 de junio de 2022

CAÍDOS DEL CIELO

Corría 1995. 

En los bares donde gastábamos los fines de semana se escuchaba mucha música en español: Alejandro Sanz, Joaquín Sabina, Revolver, Antonio Flores o Laura Pausini nos movían cada uno a su ritmo y al ritmo de las cervezas que caían por litros. En la biblioteca, esperábamos por el libro de David Trueba, Abierto toda la noche, o por La piel del tambor de Pérez Reverte. Eran también tiempos de radio, de mañanas de sábado entre micrófonos, risas, entrevistas y cuanto se nos ocurría.

Éramos tan felices, vivíamos tan despreocupados, que en estos tiempos oscuros cuesta creer que la vida fue así durante algún tiempo.

Un día, uno cualquiera, "Caído del cielo" llegó el libro.

Sé que llegó entonces porque me fui dejando pistas dentro de otros que he abierto estos días, por eso puedo datarlo. Y sé que me marcó, que trazó una de esas líneas vitales invisibles que cuando rebasamos ya no tienen vuelta atrás. Lo llevo sintiendo desde ese momento. No sé si estoy loca, pero lo supe en el instante en el que él se dio la vuelta y me miró; antes de que dijera una sola palabra.

Fue cuando coincidí con Ray Loriga.

Es curioso. He visto a personas miles de veces, he compartido cientos de historias con ellas, anécdotas que podría relatar hasta rellenar decenas de entradas del blog, pero no tengo la sensación de que ninguna de ellas me cambiara la vida tanto como ese encuentro en la biblioteca. Es extraordinario porque, salvo por los saludos de rigor, no creo que en ningún momento estuviéramos a menos de un metro el uno del otro, pero hubo algo, una conexión que quizá solo yo sentí, una potente energía que empezó a transformarme tanto que salí distinta de aquella cita.

Qué sorprendente lo que podemos hacer con otros sin darnos ni siquiera cuenta.

Aquella tarde, Ray Loriga, tres años mayor que yo (justos, nacimos casi el mismo día de marzo) presentaba una novela en la biblioteca de Azuqueca de Henares, en esa que siempre digo que fue mi segundo hogar. El día anterior, Eva, la bibliotecaria me llamó por teléfono. Candela y ella estaban ocupadas con citas médicas y Pedro, el otro chico que trabajaba allí, tenía un curso. La presentación estaba programada, la gente citada, pero no había nadie para presentar a ese joven escritor que traía entre los brazos su novela.

"Ve tú, lo harás muy bien".

Eva siempre ha confiado en mí; me llevé el libro esa misma tarde a casa y lo tenía que tener leído en menos de veinticuatro horas. Me sobraron casi todas, porque no pude separarme de él hasta que lo terminé.

Al día siguiente, cuando acudí a la cita que tenía con él antes de la presentación, estuve a punto de colapsar. No solo por las sensaciones tan potentes que emanaban de aquel hombre (me impresionó todo de él, era exactamente como en la foto y yo era mucho más impresionable con 25 de lo que lo soy ahora) sino porque entre sus manos llevaba un libro diferente: Héroes.





¿Me había pasado la noche despierta leyendo un libro que no era? ¿Y qué iba a decir de ese otro del que no sabía nada? Me asusté, lo confieso, mi mente entrenada desde niña para contarme historias trazó una catástrofe mental imaginaria casi antes de que él abriera la boca. No pasó nada porque era él quien se había confundido de libro y presentamos el que los que acudían y yo misma habíamos leído. 

Las dos horas se pasaron volando, creo que le hice tantas preguntas que acaparé la conversación sin querer. 

Quería saberlo todo. Del libro, de la escritura, del mundo editorial, de las emociones que provocan las palabras, de la necesidad de escribir, de la lucha contigo mismo cuando no puedes hacerlo. Quería exprimir esos minutos que se pasaron demasiado rápido y lo hice. Me los bebí como te bebes un vaso de agua cuando te mata la sed. 

Ray Loriga se fue después de regalarme su ejemplar de Héroes (que no tengo porque lo perdí en una mudanza).  Nunca más nos hemos encontrado, pero no he podido olvidarlo porque me transformó. Había escrito desde que era pequeña, tenía cuentos, novelas a medias, historias que no iban a ninguna parte, pero no tenía esperanza de conseguir el sueño de publicar un libro.

Y él, sin saberlo, me la regaló con ese libro suyo que puso en mis manos.

Sin intuirlo, me ayudó a trazar esa línea y me llené de coraje. Volví a escribir, aunque no publiqué de verdad hasta 2014, cuando esa joven llena de sueños de 25 era ya una mujer de 44. Empleé todo ese tiempo para estar lista y solo los demás pueden juzgar si lo conseguí.

Hoy, una docena de novelas después, algunos premios de segunda y muchos sueños cumplidos, sé que mi vida hubiera sido otra de no haber tropezado con él. Una mucho más aburrida y más vulgar. Una en la que se habría quedado pendiente mi mayor sueño.

Y ni siquiera lo sabe ni lo sabrá nunca.

lunes, 13 de junio de 2022

REINICIANDO

Si no he contado mal, estoy en mi día 5 de reseteo. La semana pasada, por sorpresa, me encontré a mano el botón y la oportunidad y lo apreté. Sin pensarlo, sabiendo que me voy a tener que acostumbrar a algunas cosas. Y desintoxicarme de otras, claro, pero para eso es resetear.

Llevaba mucho tiempo atascada y no por decisión propia. Un día, a lo tonto, me encontré con que me había metido en un jardín porque me paso de buena y no supe salir de él. O no quise, eso no lo tengo muy claro, porque a veces me da por explorar el mundo y me quedo a ver qué encuentro. Si merece la pena o si es una estupidez.

El caso es que este jardín inexplorado estaba lleno de vegetación y a mí se me ocurrió que podía convertir un bosque espeso y desordenado en un vergel. Lo regué, usé tijeras de podar, saqué montones de bolsas al contenedor de orgánico y al final, cuando me di la vuelta para comprobar si mi obra había merecido la pena, me fijé que, por donde había empezado, las hierbas tomaban otra vez por asalto mi jardín. No sirvió de nada porque yo solo tenía buena voluntad y no un herbicida y porque los jardines salvajes odian a los jardineros y se ríen de ellos.

Pero mira que soy cabezota, pensé que podía con él...

No ha sido así, claro, me ha consumido mucha energía para nada. He perdido el tiempo, que al final es lo único que tenemos los seres humanos. Finito, frágil, indefinido y no por eterno, precisamente. Ahora me pregunto cuál fue la razón para adentrarme en esta tonta cruzada y no la encuentro, pero en su día supongo que pesaron razones que tenían más que ver con deseos que con la realidad.

El caso es que hace unos días cerré la cancela. Salí del jardín y no he vuelto ni a mirarlo. Que crezca por donde quiera, que se ahogue entre malas hierbas, que sea feo y no lo bonito que yo quería ponerlo. Algunos jardines prefieren ser así, sin darse cuenta que, en cualquier momento, si no se cuidan, una colilla mal apagada, un mal gesto, un rayo o cualquier descuido prenderá una brizna de hierba y acabarán rendidos al fuego. Que dejarán de ser hasta una posibilidad.

Yo no me voy a quedar a mirarlo. 

Prefiero gastar la vida en otras cosas.