Me he dado cuenta de que empezar algo es siempre sencillo. Es como tener delante una hoja en blanco en la que cabe cualquier cosa, a la que se puede dar la forma que se quiera. Uno habla, o escribe, o dibuja y los primeros trazos son solo una promesa de lo que va a venir a continuación.
El problema es cuando se llega al final, a los últimos retoques. A eso que obliga a ajustarlo todo para que nada chirríe en el dibujo, en la historia, en la conversación.
Una historia, aunque me lleve tiempo, conseguiré terminarla bien. Es lo que tiene la modernidad, que los procesadores de textos permiten reescribir sin tachones, volver a poner en claro cuando, por lo que sea, una frase ha vuelto turbio algo. Se tarda más o menos, depende del tiempo que tengas y de lo despejada que esté tu cabeza, pero se consigue.
Con lo que se dibuja ya es otro tema. Aunque se borre un trazo, aunque se ponga más pintura encima, siempre queda debajo la mancha del error y es casi imposible disimularlo. A poco que se rasque, aparece de nuevo. No hay goma de borrar para eso.
La segunda historia se parece a esos dibujos llenos de enmiendas y la necesidad de terminarla es algo personal. No sirve para nada, lo sé desde hace tiempo, pero una es cabezota y quiere no dejarse historias sueltas porque la vida me ha enseñado que te persiguen.
Solo a lo que se pone final, se acaba.
Así que escribo, aunque apenas tenga tiempo. Aunque sean fiestas y lo haga con la atormentante música de los coches de choque y a horas que no son normales. Cierro tramas, ato hilos por detrás de mi bastidor para darle la vuelta y observar la obra.
Una la pondré en la pared, enmarcada.
La otra la arrinconaré en alguna parte, terminada también.
No se puede empezar nada nuevo con éxito si no se termina lo anterior.
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