El domingo pasado, cambiando de canal en la televisión, tropecé con el rostro de alguien que estaba hablando de un tema que me congeló el dedo en el mando. Es cierto que el programa en el que se insertaba su comentario no me inspira mucho interés (demasiado misterio, demasiados temas sobrenaturales) pero me pareció que lo que decía era una verdad de las que no dejan lugar a dudas: dependemos en exceso de la tecnología. El invitado decía que el auténtico apocalipsis al que podemos enfrentarnos en el mundo actual es que, por cualquier circunstancia, nos quedemos sin tecnología. Para él, las sociedades que sobrevivirían a ese escenario serían únicamente aquellas que todavía no han accedido masivamente a ella. El llamado tercer mundo ganaría la batalla a las circunstancias con una soltura que no tenemos en el "primer mundo". (Esto lo pongo entre comillas porque, con la que está cayendo, no es como para presumir de título).
Ayer la Naturaleza nos dio una de sus lecciones magistrales, confirmando las palabras de este hombre (que, lo siento, no me enteré de quién era). Una sacudida de 8.9 en la escala Ritchter que fue como un bofetón para la soberbia humana, esa que nos hace pensar, a veces, que somos los dueños del mundo. Ha dejado víctimas mortales a su paso pero también ha sido para muchos más ese apocalipsis del que hablaban.
Intento buscar soluciones personales por si algún día la tecnología se tomase un respiro y nos abandonara, pero no es fácil. Podría prescindir del móvil, de encender luces, del ascensor ahora que no empujo ya un carrito de bebé, de la calefacción, incluso de pagar con tarjeta pero, ¿el congelador?¿ la vitrocerámica? Vivo en un piso y no creo que a los vecinos les hiciera gracia que encendiera una fogata dentro. ¿Y el coche? El hospital está a cincuenta kilómetros. Quizá no necesite internet pero no sabría qué hacer sin mi ordenador, sin la posibilidad de escribir.
La lista se va alargando sin querer, en mi mente se colapsa un supermercado sin cajas, los cajeros automáticos no funcionan, los ladrones proliferan al amparo de la seguridad que les da, mira qué paradoja, la ausencia de cámaras de seguridad. Un señor se muere porque no se le puede reanimar con unas palas, otro porque se ahoga sin su ración diaria de oxígeno... Me mareo y dejo de divagar, pero no creo que sea la mejor postura. Deberíamos empezar a pensar en dar pasos atrás, deberíamos aprender a "desengancharnos". Pero ni siquiera pensarlo es fácil.
MAYTE ESTEBAN. Escritora. Abrí paso en España al mundo de la autoedición. Hoy publico con HarperCollins.
sábado, 12 de marzo de 2011
viernes, 11 de marzo de 2011
11 M
Hoy es 11 de marzo.
La primera sensación del día suponía que iba a ser el inevitable recuerdo del aquel horrible día de 2004, cuando encendí la televisión y vi las imágenes de los trenes destrozados. Recuerdo el ataque de ansiedad, la sensación terrible que vino a mi mente: sabía que era una tragedia que me golpeaba de lleno, aunque en ese momento ya viviera en Segovia. Me decían que no, que era imposible que conociera a ninguna de las víctimas, pero algo dentro me gritaba que alguien cercano estaba dentro de un tren. No me equivocaba. Esa línea de tren, la C2 de cercanías, era la mía. Me monté en esos trenes durante cinco años, cada día, porque es la que une mi pueblo, Azuqueca, con Alcalá, donde cursé mis estudios. Alguien de mi entorno tenía que haber cogido el tren. Lloré de rabia e impotencia sin tener la seguridad de la noticia que confirmó mis sospechas horas después.
Hoy, 11 de marzo, otra vez. Pero hoy ha sido un tsunami en directo. Una ola gigante que ha distraído la atención de los medios. Otra tragedia para desviar el dolor del recuerdo. La diferencia es que, hoy, lo que ha pasado era inevitable. La Naturaleza es así. Aquella vez fue totalmente gratuito.
La primera sensación del día suponía que iba a ser el inevitable recuerdo del aquel horrible día de 2004, cuando encendí la televisión y vi las imágenes de los trenes destrozados. Recuerdo el ataque de ansiedad, la sensación terrible que vino a mi mente: sabía que era una tragedia que me golpeaba de lleno, aunque en ese momento ya viviera en Segovia. Me decían que no, que era imposible que conociera a ninguna de las víctimas, pero algo dentro me gritaba que alguien cercano estaba dentro de un tren. No me equivocaba. Esa línea de tren, la C2 de cercanías, era la mía. Me monté en esos trenes durante cinco años, cada día, porque es la que une mi pueblo, Azuqueca, con Alcalá, donde cursé mis estudios. Alguien de mi entorno tenía que haber cogido el tren. Lloré de rabia e impotencia sin tener la seguridad de la noticia que confirmó mis sospechas horas después.
Hoy, 11 de marzo, otra vez. Pero hoy ha sido un tsunami en directo. Una ola gigante que ha distraído la atención de los medios. Otra tragedia para desviar el dolor del recuerdo. La diferencia es que, hoy, lo que ha pasado era inevitable. La Naturaleza es así. Aquella vez fue totalmente gratuito.
jueves, 10 de marzo de 2011
miércoles, 23 de febrero de 2011
ROBINSON CRUSOE Y LAS LECTURAS OBLIGATORIAS
Este mes he logrado, no sin esfuerzo, encontrar un hueco en mi agenda para leer. El invierno es lo que tiene: las tareas se multiplican y voy dejando lo accesorio para cuando haya más tiempo. Y leer, que en realidad es lo que más me gusta, se queda para el final.
La novela elegida ha sido Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, escritor inglés del XVIII. Entre mi lista estúpida de cosas que tengo que hacer antes de morir está leerme todos los títulos de una colección por entregas que se publicó en 1988, y esta es una de las novelas que aparecía. La idea no es del todo descabellada. A lo tonto conocí a Oscar Wilde y me enamoré de él (literariamente hablando) y a Shakespeare, del que no se puede decir nada más de lo que ya se ha dicho.
Pero volvamos a Defoe. Robinson Crusoe es una novela que todos conocemos, aunque sólo sea por las referencias que nos ha ido dejando el cine. El argumento es imposible que nos sorprenda de puro conocido, un hombre abandonado en una isla desierta a su suerte, que consigue sobrevivir tres décadas y convertir el infierno en un vergel, pero siempre hay algo que se te escapa. El cine es, o debería ser, entretenimiento y para la literatura se queda la reflexión. En esta novela, más que las vicisitudes por las que pasa el inglés para sobrevivir en "su isla", yo me he quedado con esa visión del mundo que tiene. Considera todo lo que abarca su mirada de su propiedad, incluso cuando encuentra a Viernes, en lugar de pensar en él como en un compañero que le ayudará a aliviar la soledad, le hace llamarle "amo". Empieza siendo un hombre ateo y el rescate de una Biblia le convierte en un profundo creyente, siempre adaptando las palabras de las escrituras a sus circunstancias, interpretandolas de manera personal. Convierte a Viernes en cristiano y considera que es una de las mejores cosas que ha hecho en su vida: salvarle de sus salvajes creencias.
Si este libro se leyese desde la mentalidad de hoy en día probablemente lo más sensato sería abandonarlo. No me gusta el estilo (bastante menos elaborado que el de otros coetáneos suyos) pero ayuda a ver cómo hemos evolucionado, no sólo a la hora de abordar la escritura de una novela, sino socialmente.
No me parece, en absoluto, un libro para niños, ni sólo una novela de aventuras. Por eso, si a alguien se le ocurre que es buena idea recomendarlo como lectura del instituto, que lo lea otra vez y se lo piense. Los chicos abandonarán con toda seguridad y recurrirán a un resumen de los que circulan tanto por este mundo virtual. Es mejor que cada libro se lea cuando uno esté realmente preparado para entenderlo. Estoy cansada de ver como se hace a los padres comprar libros que difícilmente serán abiertos algún día más allá de la página diez. No digo que haya que mantenerlos leyendo a Gerónimo Stilton hasta la mayoría de edad, aunque es mejor eso que dejen de leer.
Yo todavía no he logrado pillarle el punto a algunos clásicos pero espero madurar algún día. Mientras tanto, ahí estoy, leyendo tantas cosas buenas y como malas.
La novela elegida ha sido Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, escritor inglés del XVIII. Entre mi lista estúpida de cosas que tengo que hacer antes de morir está leerme todos los títulos de una colección por entregas que se publicó en 1988, y esta es una de las novelas que aparecía. La idea no es del todo descabellada. A lo tonto conocí a Oscar Wilde y me enamoré de él (literariamente hablando) y a Shakespeare, del que no se puede decir nada más de lo que ya se ha dicho.
Pero volvamos a Defoe. Robinson Crusoe es una novela que todos conocemos, aunque sólo sea por las referencias que nos ha ido dejando el cine. El argumento es imposible que nos sorprenda de puro conocido, un hombre abandonado en una isla desierta a su suerte, que consigue sobrevivir tres décadas y convertir el infierno en un vergel, pero siempre hay algo que se te escapa. El cine es, o debería ser, entretenimiento y para la literatura se queda la reflexión. En esta novela, más que las vicisitudes por las que pasa el inglés para sobrevivir en "su isla", yo me he quedado con esa visión del mundo que tiene. Considera todo lo que abarca su mirada de su propiedad, incluso cuando encuentra a Viernes, en lugar de pensar en él como en un compañero que le ayudará a aliviar la soledad, le hace llamarle "amo". Empieza siendo un hombre ateo y el rescate de una Biblia le convierte en un profundo creyente, siempre adaptando las palabras de las escrituras a sus circunstancias, interpretandolas de manera personal. Convierte a Viernes en cristiano y considera que es una de las mejores cosas que ha hecho en su vida: salvarle de sus salvajes creencias.
Si este libro se leyese desde la mentalidad de hoy en día probablemente lo más sensato sería abandonarlo. No me gusta el estilo (bastante menos elaborado que el de otros coetáneos suyos) pero ayuda a ver cómo hemos evolucionado, no sólo a la hora de abordar la escritura de una novela, sino socialmente.
No me parece, en absoluto, un libro para niños, ni sólo una novela de aventuras. Por eso, si a alguien se le ocurre que es buena idea recomendarlo como lectura del instituto, que lo lea otra vez y se lo piense. Los chicos abandonarán con toda seguridad y recurrirán a un resumen de los que circulan tanto por este mundo virtual. Es mejor que cada libro se lea cuando uno esté realmente preparado para entenderlo. Estoy cansada de ver como se hace a los padres comprar libros que difícilmente serán abiertos algún día más allá de la página diez. No digo que haya que mantenerlos leyendo a Gerónimo Stilton hasta la mayoría de edad, aunque es mejor eso que dejen de leer.
Yo todavía no he logrado pillarle el punto a algunos clásicos pero espero madurar algún día. Mientras tanto, ahí estoy, leyendo tantas cosas buenas y como malas.
lunes, 21 de febrero de 2011
DOS MESES SIN HUMO
Falta poco para que se cumplan dos meses del inicio de la aplicación de la ley que prohíbe fumar en espacios públicos y los medios van haciendo sus balances, desde los más alarmistas que hablan de pérdidas de empleo de cientos de miles de personas, encabezados por La Razón, hasta otros que opinan que es el tiempo el que va a darles "la razón". No creo que estos últimos vayan desencaminados. Es lo que tenemos los humanos, sabemos adaptarnos a los cambios mejor que cualquier otra especie. Es lo que nos distingue, lo que nos ha permitido evolucionar hasta convertirnos en lo que somos. Sin embargo sigo pensando lo mismo que la última vez que abordé el tema. Los cambios, como todo en esta vida, hay que hacerlos cuando se está preparado, porque si no pueden ser catastróficos por inoportunos, no porque no vengan cargados de las mejores intenciones.
Creo que la ley anterior tenía grietas. Aún se podía ver a alguien fumando en un hospital o en un centro educativo. Pero hoy, con esta ley que algunos citan como definitiva, no se ha impedido que en el instituto de mi sobrino, en la clase de primero de la ESO (ojo, que tienen 12 años) se encienda un cigarrillo entre clase y clase. Dentro del aula, claro, porque en el pasillo te pillan. Y esto sí que es lamentable, no que se fume en un bar, donde al fin y al cabo se entra de manera voluntaria: a tomarte un café o a dejar un currículum, dicho sea de paso.
De la nueva realidad me agrada no respirar humo cuando voy a tomar un café, pero no me emociona. Antes, al entrar en el bar sabía que olería a tabaco y cuando saliera a la calle el aire limpio me llenaría los pulmones. Ahora, al pasar por la puerta, me veo obligada a saltar por el montón de colillas que apestan lo suyo y cuando salgo no puedo evitar una mueca de desagrado porque aunque los fumadores se hayan ido y estemos en la calle el olor sigue ahí. Y esa mueca es de auténtico asco cuando, como ayer, compruebo a cincuenta metros de la puerta del hospital el reguero de colillas con su nauseabundo olor, cuando me veo obligada a pasar entre los fumadores para recoger el coche porque están fumando en el único lugar donde se les permite. Antes, qué tiempos, si yo quería, elegía respirar humo. Ahora, sencillamente, me lo trago "por decreto" en plena calle. Tiene guasa. A lo mejor a la iluminada de turno del ministerio, para la próxima, se le ocurre prohibirnos respirar. Porque después de esta legislatura para olvidar, será lo único que quede por prohibir.
Creo que la ley anterior tenía grietas. Aún se podía ver a alguien fumando en un hospital o en un centro educativo. Pero hoy, con esta ley que algunos citan como definitiva, no se ha impedido que en el instituto de mi sobrino, en la clase de primero de la ESO (ojo, que tienen 12 años) se encienda un cigarrillo entre clase y clase. Dentro del aula, claro, porque en el pasillo te pillan. Y esto sí que es lamentable, no que se fume en un bar, donde al fin y al cabo se entra de manera voluntaria: a tomarte un café o a dejar un currículum, dicho sea de paso.
De la nueva realidad me agrada no respirar humo cuando voy a tomar un café, pero no me emociona. Antes, al entrar en el bar sabía que olería a tabaco y cuando saliera a la calle el aire limpio me llenaría los pulmones. Ahora, al pasar por la puerta, me veo obligada a saltar por el montón de colillas que apestan lo suyo y cuando salgo no puedo evitar una mueca de desagrado porque aunque los fumadores se hayan ido y estemos en la calle el olor sigue ahí. Y esa mueca es de auténtico asco cuando, como ayer, compruebo a cincuenta metros de la puerta del hospital el reguero de colillas con su nauseabundo olor, cuando me veo obligada a pasar entre los fumadores para recoger el coche porque están fumando en el único lugar donde se les permite. Antes, qué tiempos, si yo quería, elegía respirar humo. Ahora, sencillamente, me lo trago "por decreto" en plena calle. Tiene guasa. A lo mejor a la iluminada de turno del ministerio, para la próxima, se le ocurre prohibirnos respirar. Porque después de esta legislatura para olvidar, será lo único que quede por prohibir.
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