sábado, 23 de marzo de 2019

NULLAM IDEAM TRANSFERENDUM

Empiezo con el título del post en latín, un guiño a la saga de la que voy a hablar en esta entrada. Latín sé menos que inglés, así que he recurrido a Google y a saber si eso que he escrito es latín o una idiotez, pero ha quedado tan mono como uno de los hechizos del libro. Seguro que sabéis de qué libros estoy hablando.

Por supuesto...


Pero, ¿por qué os estoy contando esto? Tal vez porque hoy hace 11 años que abrí este blog y estos libros tienen también su parte en que yo me haya acabado dedicando a escribir.

Empiezo...

Cuando se publicaron los libros de Harry Potter, primero los leí en inglés primer y después en castellano, porque el primero de ellos cayó en mis manos en este idioma. Me resultó tan sencillo seguir el discurso, a pesar de que mi nivel de inglés es mínimo, que me lo ventilé en tres días. Después, cuando fueron saliendo los siguientes los compré de nuevo en inglés, porque quería retarme. Y, lo confieso, porque no tenía paciencia para esperar los seis meses que tardaban en salir en español.

Durante mucho tiempo, pensé que era una adulta rarita, impaciente por leer una saga juvenil que no me correspondía por edad. Un elemento discordante de la naturaleza, una anomalía. Un día, en el parque, averigüé que no era la única. Que el mundo está lleno de gente anómala, que no sigue los esquemas preestablecidos.

Que a los casi 40 leen sagas juveniles y son tan felices, por ejemplo.

Mientras mis niños jugaban, yo hablaba con una mamá de Bilbao que estaba de paso en el pueblo. Fuimos acotando en la conversación aficiones comunes y acabamos llegando a los libros. Para ella, una viajera, alguien que en los últimos años había vivido en muchos sitios, incluso durante dos años a bordo de un barco mercante, los libros eran un salvavidas. Pensé que leería "cosas de mayores", pero para mi sorpresa me dijo que con lo que estaba más fascinada era con otra cosa. Me contó que le encantaba Harry Potter, que era una auténtica fan atemporal. Le dije que a mí también, que yo era otra rarita y me encantaban. Tanto que ya había acabado la saga, y que me gustaba cómo había terminado la historia en el séptimo libro.

"¿Tú también te la has descargado de internet?", me preguntó, segura de que había hecho lo mismo que ella para saber el final, antes de que se publicase en España. Faltaba algo más de un mes para el lanzamiento en español.

Le dije que no, que lo había leído en inglés, la edición de Bloomsbury -como buena fan tengo la primera- y que, como los anteriores, me lo había bebido porque J.K. Rowling escribe para niños y no me resultaban en exceso complicados, pese a mi inglés normalito. Ella me contó que se había descargado la traducción de una página, pero que, al contrario que a mí, no le había gustado demasiado. Le parecía demasiado previsible y fantasiosa, y algunas cosas, como que Harry y Hermione acabaran enamorados no se lo terminaba de creer, porque ella siempre había pensado que la empollona acabaría con Ron.

Yo pestañeé tres veces, sonreí al instante y le dije:

"¿Pero tú de dónde has sacado esa historia?"

Le conté que nada de lo que me decía era así en mi libro, así que lo más probable era que hubiera descargado una de esas historias que escriben los fans. Nos reímos un rato y le hablé de algo que no compartía con adultos, por si acaso pensaban que soy más rara de lo que ya piensan. Movida tan solo por el impulso de teclear palabras, y también para concederle un capricho a una de mis niñas, fan también del niño mago, traduje los siete primeros capítulos de Harry Potter and the Deathly Hallows. Con mi nivel de COU, donde apenas saqué un seis...

Sin miedo, porque solo esta niña y yo lo íbamos a leer.

Entusiasmada por la idea de leer el principio de verdad, esta mamá me preguntó si se lo podría dejar. Al día siguiente volvimos a quedar en el parque y le pasé en un pendrive mi traducción. Se lo llevó, lo imprimió, y nuestro tercer encuentro, mientras los niños jugaban en ese parque, no lo he olvidado.

-Tienes que traducirla entera, por favor, no me puedo quedar con la intriga -me dijo.
-Es que queda muy poco para que la publiquen y este libro es un tocho, no merece la pena -le contesté.
-¿Cómo que no? -me pregunto-. Está genial lo que me has pasado, nada que ver con la basura que me leí.
-Que no me da tiempo, ¿no ves que tengo niños pequeños?

El caso es que no seguí y ella se quedó con la duda hasta que la novela se publicó. Para mí, lo mejor llegó en ese momento, cuando ya la había leído y volvimos a encontrarnos:

"Pues a mí me gustó mucho más tu traducción, la manera que tenías de contarlo. Era lo mismo, pero no era lo mismo. Las estuve comparando y me quedo con la tuya".

Tuve que confesarle dos cosas: la primera, que cuando algo no lo entendía, o bien me lo saltaba o le echaba imaginación, y la segunda, que me había pasado la literalidad por el forro, que mi intención era contar su historia lo mejor que pudiera para mi niña, no hacer una traducción editorial, entre otras cosas porque mi inglés es de andar por casa.

En zapatillas.

Y en pijama.

Y sin peinar...

Ella me dijo que eso le daba igual, que había algo en lo que yo había escrito que no tenía esa otra traducción, una magia extra, independiente de la de Harry, que convertía en especiales unos folios impresos en la papelería.

-Tú lo que tienes que hacer es escribir.

No se lo dije, por supuesto, no me atreví a confesarle que lo hacía; me faltaba al menos un año para "salir del armario", para dar el paso de decir a algunas, solo algunas, personas de mi entorno que en mis ratos libres escribía historias, pero empecé a pensar que quizá podría intentarlo. Que tal vez no fuera mala idea sacudirme los miedos y dejar que otros ojos valorasen mis palabras. Tenía un montón de historias a medias, pero se imponía empezar de cero.

En ese momento, arrancó la escritura de El medallón de la magia.

Traduje sin tener ni idea, pero esa locura me dio un empujón hacia el lugar en el que me encuentro ahora. Y sé que, aunque muchas veces este camino haya sido duro, ha merecido la pena.



martes, 19 de febrero de 2019

UN SÍ PERO NO. UN NO PERO SÍ.

Unas veces, apuestas y ganas.

Otras veces, apuestas y pierdes.

Y otras, cabronas, te quedas en medio. En un no que es sí, o en un sí que es no, pero que te obliga a ponerte las pilas y a recolocarlo todo.

Con las novelas pasa lo mismo. Con algunas atinas a la primera y, con otras, aunque no estén mal, hay cosas que no funcionan y que tienes que repensar. Toca eso, toca ponerse manos a la obra con una de ellas. Un no, pero sí. Un sí, pero no. Una historia que sí en mucho, pero que no en los detalles que al final son lo que marcan la diferencia.

He estado toda la mañana embarcada en una reforma que es como poner la casa patas arriba, pero es de las que no me cuestan, las que no importan porque esto es lo que me apasiona. Es un trabajo solitario y silencioso, que me gustaría poder compartir, pero que en este momento se tiene que quedar tan solo para mí. Falta mucho para ver el terreno despejado, las páginas están llenas de los cascotes que quedan cuando voy derribando muros y trazando nuevas paredes, pero llegará el momento en el que luzca.

Estoy segura.

Ya me gustaría estarlo tanto de otras cuestiones de la vida.

Sigo en ello...

domingo, 17 de febrero de 2019

UNA SEMANA SIN MÓVIL



Mi primer teléfono móvil data de 1997. Fue uno de esos enormes de tarjeta, de los que cada llamada llevaba a agotar la recarga de saldo y tenías que pensar si lo usabas o mejor caminabas hasta la cabina más próxima, que por el mismo dinero te daba para hablar muchísimo más. (También era de los que servían como defensa personal, porque estoy segura de que si se lo tirabas a la cabeza a alguien podías llevarlo al hospital de lo tocho que era.)

En esos primeros años yo tenía un teléfono móvil fijo. Eso significa que el teléfono, equipado con la última tecnología del momento, que permitía algo impensable solo una década antes -hablar por teléfono andando por la calle-, tenía un sitio fijo en mi casa y de ahí no se movía. No sentía esa necesidad de ir pegada al aparato y, además, creo que en ese primer celular no se podían mandar mensajes, lo que te ataba mucho menos.

O yo no tenía ni idea.

O tampoco había mucha gente con teléfono a la que mandar mensajes.

Han pasado casi 22 años y a día de hoy casi parece imposible vivir sin un teléfono en el bolsillo. O más bien en la mano. Ayer, en Madrid, me dediqué a observar a la gente por la calle y casi todos lo estaban usando mientras caminaban.

Bueno, pues yo voy a hacer una terapia de una semana sin él.

Casi.

La verdad es que podría decir que es parte de un experimento, una cura de desintoxicación, una decisión madura para demostrarme que yo no soy una adicta a él como todo el mundo... Pero no sería "la verdad". La verdad es que siempre voy corriendo a todas partes y me lo he dejado en casa de mi madre. Vamos a separarnos más de cien kilómetros por mi despiste crónico.

No sé en qué quedará todo esto, supongo que redescubriré cómo era la vida cuando tenía un móvil fijo. Ni móvil móvil.

;)

lunes, 11 de febrero de 2019

YO ESCRIBO



Desde hace ya un tiempo, cuando me hacen esa pregunta típica, la de a qué dedico mis días, esta es mi respuesta. Contundente, corta, simplificadora e incompleta, pero que se sitúa tan en primer plano en mi vida que no puede ser otra.

Yo escribo.

Es verdad que también paseo a mi perro cada día, nada más levantarme, pero resulta que en este paseo estoy escribiendo. Voy trazando en mi mente el borrador de la escena que tengo prevista para ese día, o le voy dando forma a los personajes del proyecto que me ilusiona en ese momento. A veces se me ocurre un diálogo, una frase, y para que no se me pierdan los anoto en el teléfono, en un archivo de word en el que puedo anotar con mi voz y él lo transforma en palabras escritas. Hay algunos días que no me entiende del todo, pero eso le pone el punto divertido al tema.

Escribo al volver a casa, cuando me siento frente al teclado con mis notas. Una, dos horas, depende de lo que tenga que hacer en adelante o de la inspiración. Algunas veces me pongo metas diarias y lo dejo al llegar a ellas, pero cuando, una vez cumplidas, sigo teniendo ganas de escribir, vengo al blog y continúo. Esto es como un entrenamiento necesario para después estar en forma.

Mientras hago las tareas de mi casa, escribo. Planchando, sobre todo, se me ocurren ideas que voy anotando. Mientras cocino, siempre tengo a mano un bolígrafo y la mente no se para en los ingredientes de mi plato sino en los de mi novela. Suele olvidárseme mucho antes poner la sal que una característica a mi protagonista, pero ya eso es cosa de las prioridades de mi cerebro: el ajo y la sal me motivan mucho menos que los personajes atormentados.

Cuando doy clase, escribo también. Porque siempre hay algo que me llama la atención, una frase, un gesto, una lectura de un autor clásico que enciende una luz en lo que estoy trabajando y eso me obliga a seguir anotando.

Por la noche, cuando apago la luz y dejo el libro que esté leyendo en la mesilla, escribo. Empiezo a contarme una historia, cualquiera, lo que se me ocurra, y a veces, solo entonces, me permito cosas inverosímiles. Me río y me duermo, con suerte un par de horas. Sé que me despertará algo y, la mitad de las noches anotaré una idea.

Porque, en todo momento de mi vida, escribo.

Quizá eso, sumado a que publico de vez en cuando, signifique que me dedico a esto a tiempo completo. Quizá signifique que soy escritora.

lunes, 4 de febrero de 2019

UN 4 DE FEBRERO

Enlace de compra.



Cuando me hablaron de este proyecto, no dudé un instante en que tenía que participar. Si hay algo que ha marcado mi vida ha sido la palabra cáncer. Cuando finalmente supimos que a quienes irían destinados los beneficios de esta Antología, supe que era como una señal del destino: no en vano fueron dos niñas las que me enseñaron lo que se siente cuando alguien a quien adoras enferma.

Por fortuna, las dos siguen vivas.

La primera fue Ana. Os cuento la historia con su nombre, espero que no le importe. Ana acababa de empezar 3º de ESO cuando enfermó. Fue ingresada en La Paz, en el área infantil, y el diagnóstico, el primero, fue que no superaría la enfermedad. Yo tenía entonces 24 años y Ana era mi prima. La más pequeña, mi ojito derecho desde siempre. Mi réplica, una de las personas con las que mejor me he entendido siempre. El mundo dejó de tener consistencia para mí, igual que para mis tíos y el resto de la familia.

Empezó una lucha larguísima que a día de hoy sigue.

Los primeros tratamientos fueron durísimos, el aislamiento de tres semanas al que tuvo que someterse, la pérdida de pelo, los efectos secundarios y, sobre todo, el miedo. El miedo a perderla. Pero Ana es coraje, es la fuerza vital más enorme que he visto jamás y hoy, a sus 38 años sigue ahí. Con la enfermedad cronificada, pero viviendo y trabajando como una campeona.

Yo he aprendido de ella mucho.

En el tiempo de su enfermedad, la vida de mis tíos se trastocó por completo. Sus trabajos se resintieron y parejo a ello su economía. El apoyo familiar exige mucho, por eso, cuando supe que la Fundación Aladina sería la destinataria me alegré muchísimo. Un sillón más cómodo en el hospital, una mano a tiempo, un alivio material entre tanto dolor son impagables. Un relato, al fin y al cabo, era muy poco comparado con lo que hacen ellos.

La otra niña de mi vida se llama Silvia. Mi madre la cuidó desde los dieciocho meses hasta los ocho años, así que puedo decir que se convirtió en una especie de hermana pequeña que llegó de pronto y sin avisar. Silvia era, es, inteligente como pocos niños he conocido. Yo recuerdo volver de la Facultad loca porque siguiera en casa para comérmela a besos y disfrutar de ese regalo que fue que aterrizase en mi casa.

Enfermó cuando yo ya vivía en Segovia, muy poco antes de que naciera mi hijo mayor. Tuvo leucemia y hubo un momento, unos días después de nacer mi niño, que estuvo a punto de morir. Mi madre me dejó en casa, sin decirme por qué se marchaba, alegando que me las podía apañar muy bien con un recién nacido en pleno invierno, en un sitio donde no tenía a nadie. Yo no lo entendí, nadie quiso contarme de la gravedad de Silvia por aquellas cosas tontas que se nos ocurren de vez en cuando: que si se me iba a cortar la leche y tendría que interrumpir la lactancia, que si la preocupación afectaría a mi bebé... Tonterías, al final supe lo que pasaba y eso no influyó en mi niño, pero yo casi me muero de tristeza.

Silvia también lo consiguió.

En ese tiempo de hospital, su madre tuvo que aparcar su trabajo. Otra vez pienso en el apoyo que fundaciones como Aladina prestan y sé que muchas familias lo van a necesitar. Otra vez siento que esto merece la pena.

No todos los casos de cáncer han tenido un final feliz. Mi madrina murió de cáncer de páncreas en 2004 y mi padre de un cáncer de estómago en 2006, cuando todavía no había aprendido a respirar por la muerte de mi tía. He vivido las dos caras, la de conseguirlo y la de no, y aunque sigo sintiendo que me arde el pecho cuando recuerdo esos años entre 2003 y 2006, sé que se puede, que la investigación ha hecho avances en muchos de los tumores que hoy son una realidad y una oportunidad para muchas personas.

Por eso, aunque esta entrada sea para pediros que os animéis a comprar la Antología, quiero que, si os encontráis con alguien que porta una hucha de la Asociación Española contra el Cáncer, ni os penséis darle aunque sea unos céntimos que llevéis por el bolsillo. Todo suma para restar dolor y ganar en esperanza.

Los autores que nos hemos reunido:

Ana Bolox * Mayte Esteban * Víctor Fernández Correas * Carmen Flordelís * Mónica Gutiérrez * Aránzazu Mantilla * Roberto Martínez Guzmán * María José Moreno * Pilar Muñoz Álamo * Nieves Muñoz de Lucas * Aída del Pozo * JAP Vidal

Ilustraciones de Diego Bolox y prólogo de Amparo Lledó.