Leía un artículo de prensa, firmado por el actor Ricardo Gómez, en el que reflejaba una tremenda realidad que ha vivido a lo largo de la gira teatral que ha hecho esta última temporada: todas las funciones sin excepción han sido interrumpidas por algún teléfono móvil. O varios...
Cuando no ha sido una llamada inoportuna, entonces ha sido una alarma o el aviso de un mensaje entrante. O en otros casos, el espectador que consultaba quién sabe qué y molestaba la función con la inoportuna iluminación procedente de un punto del patio de butacas, rompiendo la concentración de actores y espectadores. Se preguntaba qué se puede hacer ante eso, ya que al parecer los constantes avisos antes de la función no han tenido ningún efecto en la torpe voluntad de unos espectadores, incapaces de pasar las dos horas de la función sin chequear redes sociales, mirar el correo electrónico o enviarle un emoticono a su amigo del alma.
Perdonadme la impertinencia que vendrá a continuación, pero es que me dedico a algo que se expone al público. Estoy acostumbrada a ser juzgada desde que me levanto hasta que me acuesto y, a veces, hasta me juzgan cuando estoy dormida.Cuando te juzgan tanto le das vueltas a todos los argumentos y acabas haciéndote preguntas. O buscando explicaciones. Si hay algo que no creo es que toda la gente sea tonta menos yo.
A lo que iba.
O bueno, no, me voy a ir por las ramas de nuevo, que para eso este es mi blog, hoy es domingo y no son ni las ocho cuando escribo esto.
Allá por el siglo XVII, en una ciudad llamada Madrid, había dos corrales del comedias que lo petaban: el Corral del Príncipe y el Corral de la Cruz. El pueblo de Madrid entretenía sus días en ellos, puesto que había pocas más diversiones. Grandes como Lope de Vega estrenaban casi semanalmente sus obras y se exponían a la "crítica" feroz de un público que ni siquiera sabía escribir en muchísimas de las ocasiones, pero que tenía una cosa clara.
Transparente.
Meridiana.
Eran gentes que sabían, a la perfección, qué les producía un aburrimiento mortal y qué les gustaba hasta el punto de mantener una función más allá del par de semanas (tres a lo sumo, tampoco os creáis que eran en enquistar las obras en escena y tirarse años viendo lo mismo) que suponía ser un éxito.
¿Sabéis lo que hacían en el momento en el que una obra no llenaba su atención? Interrumpir. A veces con gritos. Otros se organizaban peleas en el patio. Había gente que se iba indignada a mitad del espectáculo. O, los más osados, practicaban el lanzamiento de verduras podridas, que significaba que aquello que se estaba poniendo sobre el escenario no era de su agrado y se lo hacían saber a los actores a su manera.
Eran muy directos en el lenguaje, ¿verdad?
No es como ahora, que somos todos muy educados, no nos vamos en medio de la función ni empezamos a gritar o tiramos de navaja en mitad de la obra. Y mucho menos nos ponemos a lanzar verduras. Que va. Nosotros, muy modernos, usamos un lenguaje secreto inconsciente que se apoya en esa extensión de nuestro cerebro que llevamos en la mano: el móvil (esta frase no es mía, la leí en alguna parte que soy incapaz de precisar, pero es buenísima y la uso). Y no lo hacemos solo en el teatro, sino también con los libros que leemos en la intimidad de nuestro dormitorio. O con las películas de la televisión o el cine. O con las charlas con amigos.
Se entiende mejor la vida con ejemplos, así que voy a poner un par de ellos.
Hace unas semanas estuve pasando el día haciendo lo que más ne gusta: moverme entre libros. Después, comí con un compañero de letras y, en el café, hablamos sobre proyectos. Nos despedimos cuando ya no había más remedio. En todas esas horas, solo usé el móvil una vez, para enviar un mensaje y advertir de que llegaría a casa un poco más tarde. No me acordé ni siquiera de hacer una sola foto, porque estaba tan a gusto viviendo que no eran necesarias. Ya se encargará mi memoria de conservar esos momentos que para mí son muy valiosos.
Hace unas semanas, tropecé con un libro que me encantó. Lo leí en una horas, estuve todo el tiempo buscando una excusa para dejarlo todo y ponerme a leer, y en ese proceso mi teléfono permaneció en silencio. Cuando volví a él tenía tropecientos mensajes que leí en resumen y de los que no me acuerdo, por supuesto. De ese día solo recuerdo las maravillosas sensaciones que me dejó el libro.
Bonito, ¿verdad?
Según lo cuento parece que yo soy perfecta e inmune a los teléfonos, pero no es cierto. Soy humana y voy llegando al meollo de la cuestión, a la razón última de esta entrada. Porque hay veces que estoy con gente tomando algo y, sin razón aparente, miro el móvil. Porque hay otras, en las que estoy leyendo un libro, echo un vistazo a la mesilla y al final acabo dejando la lectura por dar una vuelta innecesaria por Twitter. Porque la mayoría de las películas de la tele no consiguen que me olvide de él 20 minutos.
No hace falta ser muy listo para darse cuenta de lo que eso significa.
Pues con el teatro pasa lo mismo, pienso que no es que la gente sea maleducada, es que se aburre. Y si en una gira teatral siempre ha habido un teléfono que encendía su pantalla a partir de media función... igual hay que valorar que no nos están diciendo algo más.
Pero nos lo están diciendo con algo más limpio que unos tomates podridos.
Aunque, dejadme que os diga algo que creo firmemente, hay gente muy maleducada, incapaz también de entender nada. Y sí, esto en el teatro o en la vida o donde sea, está muy feo.
MAYTE ESTEBAN. Escritora. Abrí paso en España al mundo de la autoedición. Hoy publico con HarperCollins.
domingo, 2 de junio de 2019
jueves, 23 de mayo de 2019
FERIA DEL LIBRO DE MADRID 2019
Este año también estaré en la Feria del Libro de Madrid.
12 de junio
Caseta de Fnac (170.171)
de 19:00 a 21:00 h.
Dos de mis compañeras de editorial estarán también, Claudia Velasco y Marisa Sicilia.
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Mayte Esteban
jueves, 2 de mayo de 2019
LA SUERTE DE LOS IDIOTAS DE ROBERTO MARTÍNEZ GUZMÁN
Sinopsis:
Lastrado por una última misión policial en Madrid que no acabó de la mejor manera posible, el policía Lucas Acevedo regresa a Galicia para poner en orden su cabeza. Cuando cree que lo ha conseguido, una noche conoce a una mujer que hará que se plantee abandonar la solitaria existencia que ha llevado hasta entonces. Sin embargo, pronto se complican sus planes. Mucha gente comienza a morir a su alrededor y, en el momento en que se da cuenta de que él también está en el punto de mira, se verá obligado a librar una batalla de la que no conseguirá salir indemne.
Sé que hace tiempo que no hago reseñas, pero iba a colgar mi opinión en el muro de Facebook sobre esta novela y he pensado que mejor la guardaba también en el blog.
Es una novela que me ha durado un suspiro y que os recomiendo.
Es una novela que me ha durado un suspiro y que os recomiendo.
La suerte de los idiotas (si pulsas el título te lleva a la página de compra) empieza fuerte. Lucas Acevedo es un
policía que trabaja infiltrado en grupos de narcotraficantes y ha visto
demasiadas cosas que le han obligado a tomarse un respiro. En eso está cuando
toma la decisión repentina, la de parar en el arcén de una carretera de Vigo e intervenir en un
conflicto que no le compete, y que descoloca el retiro que está tomándose. Primero,
porque se siente atraído por la mujer a la que ayuda; segundo, porque un hecho
fortuito que sucede en los escasos minutos que transcurren entre su parada y la
salida de ahí con la mujer en su coche rumbo al hospital, va a desencadenar una
matanza en la ciudad gallega, una ciudad que de pronto se llena de cadáveres.
Roberto Martínez Guzmán plantea una novela de lectura ágil,
en la que lo fácil es meterse en la trama y lo difícil abandonarla. Escrita en primera persona,
desde el punto de vista de Lucas, no solo nos cuenta los hechos, sino que
también salpica la narración de reflexiones. En unos puntuales flash back
conoceremos su pasado y las razones de su excedencia y, al final, asistiremos a
una resolución del conflicto condicionada por ese mismo pasado.
En cierto modo, la novela me ha recordado la obra de Buero
Vallejo, no por la trama, que ni se le parece a ninguna de las de este autor,
sino en ese final que no juzga los actos del protagonista, sino que deja al
lector la tarea de plantearse si las decisiones que toma son buenas o malas.
Deja ese poso de preguntas, lo que no quiere decir que el conflicto no se cierre.
Lo hace, aunque dejando la puerta abierta para que conozcamos aventuras de este policía. En la foto, Edward, su mejor amigo. Bueno, el de verdad no se deja fotografiar...
Lo hace, aunque dejando la puerta abierta para que conozcamos aventuras de este policía. En la foto, Edward, su mejor amigo. Bueno, el de verdad no se deja fotografiar...
¿Existe algo mejor que encontrarte con libros que te devuelven las ganas de leer?
Yo creo que no.
Otras novelas del autor:
Siete libros para Eva
Muerte sin resurrección
Café y cigarrillos para un funeral (gratis en Amazon)
También tiene una obra de no ficción:
Cartas desde el maltrato.
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Roberto Martínez Guzmán
lunes, 29 de abril de 2019
APRENDER A RESPIRAR
Desde hace unos días
tengo una fuerte contractura en la espalda. Llevaba tiempo notando la zona
tirante, pero cuando no tengo que hacer una cosa me esperan siete, aunque
muchas veces no salga de casa, así que fui dejando correr el tiempo.
Por si se pasaba.
Por si mi cuerpo ganaba
la batalla al dolor y los nudos se deshacían solos.
No es tan descabellado:
he tenido etapas en las que un dolor no me dejaba ni siquiera dormir y, tal
como aparecieron, se acabaron yendo. Olvidados después de un tiempo. Nueva.
Como si nunca me hubiera pasado nada. Quizá un par de ibuprofenos y solucionado
el problema.
Esta vez no es así.
Hace unos días, cuando
el dolor comprometía casi respirar (y sin casi, hay veces que coger aire es un
acto heroico) reuní el tiempo necesario para un masaje. Los nudos de mi espalda
parecen la cuerda de un marinero aburrido y en hora y media solo fue capaz de
desarmar algunos. Hasta la siguiente cita, en unos días, soporto esto con calor
y analgésicos, además de algún antiinflamatorio y, de vez en cuando, relajantes
musculares. Para lo que hacen, daría igual que no tomase ninguno, pero cuando
estás así quieres tener fe en la química. O en rezar a cualquier santo. O en lo
que sea, pero que se pase.
Estos días debería
estar haciendo un trabajo que nadie puede hacer por mí. Lo hago, pero a un
ritmo condenadamente lento, insoportable para mí que siempre vuelo en lo que me
gusta porque me concentro tanto que el mundo desaparece a mi alrededor.
Y es en este punto,
cuando llego al trabajo pendiente, cuando tengo que recordar la conversación
con mi fisio. Me dijo algo muy sabio: “Hay algo que necesitas quitar de tu vida
porque te está haciendo mucho daño y solo tú puedes saber qué es”. Mientras me
dijo el masaje me tuvo que recordar muchísimas veces que me relajase, que no
apretase los músculos, que destensara las manos, que no me agarrase con tanta
fuerza a la camilla… Me dijo que mi cuerpo está respondiendo al estrés al que
lo someto aunque ni siquiera sea consciente de que estoy tensa y que está
cansado de que lo sobrecargue con tareas. Si no puedo llegar a todo, no
importa, da igual si hago menos. Lo que no da igual es que me acabe rompiendo.
Yo me excuso diciendo
que todo es inaplazable y que nadie puede ni va a hacerlo por mí, pero sé que
no es verdad. Cuando muera, alguien hará lo que yo no pueda hacer, y si no se
hace el mundo seguirá girando tal y como lo ha hecho siempre.
Tengo que aprender eso,
tengo que aprender a respirar sin que me cueste.
sábado, 30 de marzo de 2019
MI EXPERIENCIA ESCRIBIENDO SOLA Y ACOMPAÑADA
Al principio, yo escribía sola. Cogía un cuaderno, empezaba a contar lo que se me pasaba por la cabeza, y ni siquiera sentía la necesidad de compartirlo. Lo hacía justo hasta el momento en el que me cansaba y dejaba la historia abandonada, cual madre desnaturalizada que se deshace de su criatura sin remodimientos. Por lo general, las abandonaba sin final. Todavía conservo algunos de aquellos cuadernos, aunque estarían mejor quemados. De hecho, ese es mi plan para ellos en cuanto sospeche que me queda poco de vida.
O para cuando tenga tiempo libre, lo que llegue antes.
En algún momento, cambié de estrategia y empecé a escribir acompañada por mi hermana Marta. No es que escribiera conmigo, es que ella era quien leía con paciencia mis relatos, cada capítulo de las novelas que escribía y era la que me hacia comentarios. Solía ser muy blanda en sus apreciaciones críticas, y la verdad es que, si no me ayudó mucho a progresar, lo que sí consiguió fue que no me desmotivase.
Eso es importante.
Fue la primera en saber de Su chico de alquiler, se leyó con paciencia una distopía que medio escribí entre primero y segundo de BUP y se moría de risa los sábados por la noche, cuando volvíamos a casa después de salir hasta las tantas y yo me dedicaba a convertir en ficción muchas de las cosas que nos habían pasado esa semana.
A nosotras o a cualquiera de nuestros amigos.
La historia que salió de ahí nunca verá la luz, pero fue genial escribirla. Mientras mi hermana se desmaquillaba y se ponía el pijama, yo escribía. Es concienzuda, me daba tiempo. Después, mientras ella leía, yo me desmaquillaba y me ponía el pijama y, cuando apagábamos la luz de la habitación que compartimos hasta los 27 años, todavía nos reíamos un rato de las idioteces que se me ocurrían.
Cuando ella se fue a estudiar a Inglaterra, me tuve que conformar con escribir para la única lectora que tenía: yo misma. No eran tiempos de internet, o al menos nosotras no teníamos acceso. Fue una época rara, echaba mucho de menos a Marta, y no solo como lectora: era mi hermana, mi amiga, mi cómplice... Esa especie de medio tú con el que algunas veces tropezamos en la vida. Estaba tan nostálgica que mi padre me dio una patadita en el culo y me mandó a vivir con ella a Chelthenham, durante la última etapa de su beca erasmus. No sé si para que no diera el tostón con que la echaba de menos, para que aprendiera inglés o porque se quería quedar a solas con mi madre y estábamos tardando las dos mucho en largarnos de casa. En Inglaterra no escribí nada.
Creo que ni siquiera dormí en todo el tiempo que pasé allí.
¿No me creéis? Tengo fotos... Mi hermana es la alta. La de la cara de sueño soy yo.
O para cuando tenga tiempo libre, lo que llegue antes.
En algún momento, cambié de estrategia y empecé a escribir acompañada por mi hermana Marta. No es que escribiera conmigo, es que ella era quien leía con paciencia mis relatos, cada capítulo de las novelas que escribía y era la que me hacia comentarios. Solía ser muy blanda en sus apreciaciones críticas, y la verdad es que, si no me ayudó mucho a progresar, lo que sí consiguió fue que no me desmotivase.
Eso es importante.
Fue la primera en saber de Su chico de alquiler, se leyó con paciencia una distopía que medio escribí entre primero y segundo de BUP y se moría de risa los sábados por la noche, cuando volvíamos a casa después de salir hasta las tantas y yo me dedicaba a convertir en ficción muchas de las cosas que nos habían pasado esa semana.
A nosotras o a cualquiera de nuestros amigos.
La historia que salió de ahí nunca verá la luz, pero fue genial escribirla. Mientras mi hermana se desmaquillaba y se ponía el pijama, yo escribía. Es concienzuda, me daba tiempo. Después, mientras ella leía, yo me desmaquillaba y me ponía el pijama y, cuando apagábamos la luz de la habitación que compartimos hasta los 27 años, todavía nos reíamos un rato de las idioteces que se me ocurrían.
Cuando ella se fue a estudiar a Inglaterra, me tuve que conformar con escribir para la única lectora que tenía: yo misma. No eran tiempos de internet, o al menos nosotras no teníamos acceso. Fue una época rara, echaba mucho de menos a Marta, y no solo como lectora: era mi hermana, mi amiga, mi cómplice... Esa especie de medio tú con el que algunas veces tropezamos en la vida. Estaba tan nostálgica que mi padre me dio una patadita en el culo y me mandó a vivir con ella a Chelthenham, durante la última etapa de su beca erasmus. No sé si para que no diera el tostón con que la echaba de menos, para que aprendiera inglés o porque se quería quedar a solas con mi madre y estábamos tardando las dos mucho en largarnos de casa. En Inglaterra no escribí nada.
Creo que ni siquiera dormí en todo el tiempo que pasé allí.
¿No me creéis? Tengo fotos... Mi hermana es la alta. La de la cara de sueño soy yo.
El caso es que cuando volví, tardé mucho en retomar la escritura. Me empezaron a pasar muchas cosas. Me casé, me vine a vivir a Segovia, tuve un hijo, me cambié de casa, luego tuve una hija...
Ocho años.
Ocho años en los que apenas puse una palabra detrás de otra. Ocho años que fui muy feliz porque viví muchos sueños. Escribir era uno de ellos, pero en ese momento no tuve ningún problema en aparcarlo para dedicarle mi tiempo a otros que tienen los ojos y el pelo negros y una sonrisa encantadora.
Cuando regresé a la escritura, lo hice a solas. Ya no estaba mi hermana, no había redes sociales -al menos no para mí- y cuando finalmente compartí mis novelas con alguien, ya estaban terminadas.
La primera novela que escribí con compañía fue Brianda. Cada poco, mi lector cero me leía y casi todos los días teníamos conversaciones sobre los personajes, le contaba cómo imaginaba la trama o mis descubrimientos al investigar la época en la que transcurre. Las novelas que llegaron después también siguieron de algún modo ese proceso. Era pura magia poder contar con comentarios antes de terminar, charlar sobre los personajes hasta humanizarlos. Sentirlos como reales porque las conversaciones sobre ellos eran muy reales. Vivir la historia incluso antes de teclear y absorber ese extra de entusiasmo que a mí me da sentirme comprendida.
Hace tiempo, sin embargo, que he vuelto al principio por circunstancias. Escribo de nuevo en soledad. Nadie sabe de mis historias, de por dónde voy con la trama o los giros que he pensado; no las comparto, como no compartí nada durante mucho tiempo. Siento que todo fluye más despacio y es menos emocionante, pero también es más mío. Y eso, esa privacidad, creo que también es de valorar. Es una intimidad con quienes forman parte de mí que perderé en cuanto los exponga.
Últimamente estoy volviendo al principio en muchas facetas. No sé si es nostalgia. No sé si he tirado los dados en el juego de la oca y algo me ha devuelto a la casilla de salida. No sé si es que el silencio es muchas veces más gratificante que tanto ruido.
No lo sé .
Solo sé que hace tiempo que guardo muchas más palabras que las que comparto. Ya no estoy tan segura de querer que me acompañen, debe ser la edad, que me está volviendo gruñona y solitaria.
O, tal vez, solo tal vez, es que he encontrado a una persona que merece la pena y que me entiende a la perfección y no necesito a nadie.
Yo misma.
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