jueves, 15 de noviembre de 2012

ESCRITOR


               Sé que esto ha tenido que ser una ensoñación. 

               No puede ser de otro modo.

               Estoy sentada en el suelo, con las rodillas abrazadas, cerca de una lumbre cuyas llamas me mantienen hipnotizada. Siento el agradable calor del fuego en mi rostro y apenas me muevo. Un suspiro procedente de alguien a mi espalda me saca de mi ensimismamiento y me giro. Junto a la chimenea hay una recia mesa de roble y, sentado frente a ella, un hombre vestido con ropas que me hablan de otro tiempo que no es el mío. De hecho, ahora que me fijo, me doy cuenta de que no hay nada de mi tiempo en esta habitación.


               En la mesa, alumbrándole, un par de velas y en una esquina reposa un tintero. Mira absorto una hoja de papel mientras con la mano derecha, suspendida en el aire, sujeta una pluma que hace poco recargó con tinta. Si no se da prisa, estoy segura, el líquido acabará derramándose y emborronando la hoja en la que parece tan concentrado. Me quedo mucho más quieta aún y ahogo un pequeño suspiro cuando por fin le veo abordar el papel con decisión. No ha pasado nada, parece que el accidente que mi mente imaginó no era más que eso, imaginación de alguien mucho más torpe que él, que parece bastante hábil manejando esta herramienta de escritura. Miro su rostro y su sonrisa de satisfacción mientras la pluma se desliza con su típico rasgueo. Puedo intuir que está escribiendo algo más largo que una simple carta porque a su izquierda se acumulan varias hojas en un pequeño montón que sugiere más que lo que escribe podría ser un libro.

               De pronto siento la necesidad de levantarme y curiosear. Al fin y al cabo, esta es mi ensoñación y no podré molestarle mientras busca la manera de colocar las palabras para componer esa historia que de momento vive solamente en su imaginación.

               Con mucha suavidad me incorporo y rodeo la mesa hasta situarme a su espalda. Leo unas palabras con la dificultad de no estar familiarizada con esta caligrafía suya, pero cuando me acostumbro mis ojos se abren como platos. Reconozco de inmediato la frase que acaba de componer: 
"… hacerse caballero andante, e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama".

               Mi corazón se acelera. Le miro perpleja porque de pronto reconozco al hombre que está ante mí. Ya no tiene aspecto de estatua (siempre le he identificado con una estatua), sino que respira y su piel está perlada de sudor, de ese que provoca estar sentado tan cerca del fuego. El libro que escribe, que recién nace, lo he tenido en mis manos muchas veces, incluso sé cómo acaba y conozco a los personajes. Quizá ni él mismo sepa que algunas de las frases que están por escribir se convertirán en inmortales. Él mismo es inmortal. Y yo, quizá presa del mismo encantamiento que su personaje principal sufre debido a su afición a la lectura, me acabo de colar en este instante mágico.

               La razón me dice que nada de lo que aquí sucede es real y dejo de tomar precauciones. No creo que pase nada porque me mueva sin tanta cautela. Aparto un taburete de la mesa y lo ocupo, sentándome a su lado. Quiero observarle cómodamente, me apetece perderme imaginando lo que siente mientras escribe. Quiero analizar cada gesto, empaparme en cada una de sus pausas, beberme la felicidad que se dibuja en su rostro cada vez que encuentra cómo darle forma a la idea que revolotea por su mente.

               Lo malo es que algo falla.

               De pronto me encuentro con sus ojos que me miran interrogantes, preguntándose, estoy segura, de dónde demonios he salido yo.

               Me ve.

               Reconozco que me asusto casi tanto como él, aunque en mi mente siempre quede la sospecha de que estoy dentro de un sueño.

               Tras unos instantes de duda, él decide hablarme. Me pregunta, con la cautela de quien en el fondo piensa que está un poco loco, qué clase de ser extraño soy, qué conjuro mágico me ha conducido a su lado. Me río pensando que quizá él se sienta su personaje de pronto, que piense que ha enloquecido por leer tantos libros.

               Me presento, educadamente. Mi nombre solo, sin apellidos que no vienen al caso. Le hablo de mí un poco: soy aprendiz de escritora. Se ríe con ganas, acabo de dejarle de piedra (pero no se ha convertido en estatua, menos mal). Ya es extraño para él que una mujer sea capaz de leer y muchísimo más raro le parece que una pretenda ser considerada ¿escritora? Hasta la palabra le suena nueva, extraña, pero le digo que no se preocupe, que hasta que eso suceda tendrán que pasar siglos porque he venido desde el futuro (no sé cómo, la verdad) para presenciar cómo el maestro de los maestros empieza a dar sus primeros pasos.

               Su extrañeza se multiplica pero aunque la tentación de contarle quién será es mucha, me contengo. No quiero influir en nada, no sé si eso que hablan en las películas sobre los cambios que suceden cuando se trastocan acontecimientos del pasado son verdad.

               Por si acaso.

               Lo que sí le pido es que me hable de su libro, que me cuente su idea, lo que quiere escribir. A veces me pongo pesada, soy experta cuando algo lo quiero de verdad pero esta noche veo un brillo especial en su mirada y no tengo que insistir demasiado: enseguida me empieza a hablar con entusiasmo de Don Quijote, de Sancho, de Dulcinea, de los molinos, de los gigantes… y la noche se va deshaciendo como la cera de las velas que nos alumbran.

               Las llamas se mueven caprichosas ante mis ojos y el sonido del teléfono móvil me saca de ese mundo extraño donde me he colado.

               No queda nada de lo vivido.

               ¿O sí?
               

lunes, 12 de noviembre de 2012

TREINTA POSTALES DE DISTANCIA DE SARA VENTAS


Sinopsis (extraída de Amazon):
"Un pasado que creía superado, una amiga histriónica en la distancia, un mejor amigo encantador y un vecino algo peculiar. Sofía lo tenía todo, o creía tenerlo porque un buen día se encontró rodeada de "ex" ―propios y ajenos―, casualidades, malentendidos y un buzón lleno de postales.

Dicen que el amor lo podemos tener justo al lado, sólo hace falta mirar para verlo. Para Sofía, el amor se encontraba a treinta postales de distancia."


Mi opinión:

Treinta postales de distancia es la novela de Sara Ventas, una madrileña que ha logrado en pocos meses colarse con su novela entre las digitales más vendidas en España.

¿Os animáis a saber por qué?

No sabía qué me iba a encontrar en esta novela porque no me leí la sinopsis. Sabía de su existencia nada más y el sugerente título me inclinó a incorporarla a mi lista. Amazon te da la opción de crearla en tu perfil, pero yo soy yo: me hago una lista en un papelito, que llevo en la funda del kindle, y voy descargando libros sólo cuando acabo el anterior, a la vez que los tacho. Mi lista de deseos. Ya, ya sé que es raro, teniendo en cuenta que se puede hacer de otro modo mucho más moderno, pero qué queréis, me gusta mi letra… Es verdad que de vez en cuando se cuela alguno que está en descarga gratuita, pero sólo por si me quedo de pronto sin cobertura wifi cuando se me termine un libro. Con este método se me ha colado algún que otro intruso pero también un par de novelas de esas que se merecen la ene mayúscula, así que no lo desprecio.

Un sábado a medio día decidí empezar su lectura y sin darme casi cuenta me había merendado el treinta por ciento. Curioso, treinta postales, treinta por ciento… Pero sigo, que como Sofía me pierdo. Me metí tanto en la historia que pude sentirme Sofía, la protagonista, intentando enderezar una vida que no sabía en qué momento se había torcido. Me reí mucho con sus conversaciones con Manu, su amigo gay, sentí su culpabilidad por no querer volver a ver a Alex, su ex, y su nerviosismo cada vez que coincidía en el ascensor con su estirado vecino del piso doce, Jaime y me lo pasé pipa "escuchando" sus pensamientos, que muchas veces me recordaban a los míos, de puro caóticos. Esas dos conversaciones simultáneas que tienen los personajes de Treinta Postales: lo que dicen y lo que piensan, es una de las cosas más interesantes que le he visto al libro, te hacen reír porque muchas veces es lo que hacemos sin darnos cuenta.

Poco a poco, la historia me fue absorbiendo y las sonrisas que me provocaban los ocurrentes pensamientos de Sofía dieron paso a sentimientos mucho más intensos: las dudas sobre lo que sentía por Jaime, con quien estaba segura de que no tenía nada que ver, por su carácter geométrico, pero en quien no podía dejar de pensar, sus sentimientos por la ruptura con Alex, el vínculo que poco a poco se iba deshaciendo entre Paula, su mejor amiga y ella, y que no se debía precisamente a la distancia entre Mallorca y Málaga. La novela, aunque aparentemente no trata temas trascendentales y siempre conserva un tono de humor en la superficie, esconde entre sus líneas muchos pensamientos que de pronto asaltan al lector. Me gustó la teoría del pasante de Sofía: quienes la hayáis leído sabréis de qué hablo. Los que no, os queda la tarea de descubrirla. A lo mejor encontráis hasta pasantes en vuestra vida…

Treinta postales de distancia me duro un día. En menos de 24 horas la historia estaba terminada y el sabor que dejó fue fantástico.

¿Tenéis un día para ella?

viernes, 9 de noviembre de 2012

RESCATANDO A UN PERSONAJE: JOSUÉ EL ERRANTE (RELATO)



                Son las siete menos cuarto de la mañana. En la cubierta del buque sólo un par de marineros se afanan en las últimas tareas de su turno de noche, supongo que preguntándose con la mirada qué hace una mujer en medio de esta fría madrugada. Permanezco quieta junto a la barandilla, dejando que la niebla matutina se meta en mis huesos y en mis pulmones, buscando quizá despejarme del todo. No sé exactamente dónde nos encontramos, pero según el plan de viaje, teniendo en cuenta los días que hace que embarqué, debemos estar entre la costa de Mauritania y las islas de Cabo Verde. A través del vapor que nos rodea no soy capaz de ver nada más allá del agua cuya tranquilidad rompe el casco del barco. Podríamos navegar por cualquier lugar del mundo y no notaría la diferencia.



               Estoy en cubierta porque esta noche la he pasado en blanco y necesitaba que me diera un poco el aire. La decisión de hacer este viaje a Namibia en barco fue un mero impulso. Seguro que hubiera sido mucho mejor tomar un avión, pero recordé a mi tío Martín, las veces que me contó su viaje a Israel por mar, y entre eso y que los aviones me ponen muy nerviosa, me decidí por la opción más romántica. Y la que más marea. No me acostumbro a este vaivén del buque, siento que el vértigo nunca se va del todo, y dormir se ha convertido en una utopía. Lo logro solamente cuando estoy completamente exhausta.

               Voy a Namibia por trabajo. Pretendo quedarme un mes para completar un estudio geográfico que se hace cada año desde mi universidad, donde se abordan aspectos como el clima, la vegetación, los usos del suelo, las industrias más relevantes y los transportes y comunicaciones, entre otras cosas. Mi parte del estudio favorita es la que tiene que ver con la gente, cuando tengo que comprobar que los datos que el Estado proporciona sobre el nivel de vida de la población son realmente ciertos: ahí me tendrán, con mi inglés insuficiente, preguntándole a los ciudadanos  si tienen teléfono móvil, ordenador o televisión, y otras cuestiones aparentemente inocuas que no lo son tanto porque en realidad serán las que nos den la medida cierta de todo.
              Hola.

               A mi lado, apoyando sus brazos en la barandilla, acaba de aparecer una mujer. Tan absorta estaba en mis pensamientos que no he notado que ha llegado hasta que estaba ya ahí, y reconozco que me ha dado un buen susto.
               Perdona me dice sonriendo. Creo que no te esperabas encontrarte con alguien a estas horas.
               No –contesto con sinceridad, la verdad es que me has sobresaltado. Veo que tampoco puedes dormir. ¿Cómo te llamas?
              Mercedes pinto. ¿Y tú?
              Mayte, Mayte Esteban.
              Encantada, Mayte. ¡Qué bonito amanecer! ¿No crees? En realidad he dormido como una niña, pero no quería perderme este espectáculo. ¡Es impresionante! —me dice, mirando los rizos de agua que ya dora el tímido sol.
            —Tienes suerte. Me refiero a que puedas dormir con este vaivén; yo no he pegado ojo en toda la noche. Parece que justo ahora la marea empieza a amainar —Ella sigue con la mirada asida al horizonte, da la impresión de que le molestara ser interrumpida en tan sublime momento—. ¿Cuál es tu destino?
             —África del Sudoeste.
La miro con una interrogación en los ojos y espero pacientemente a que escape de su trance.
          —Voy a rescatar uno de mis personajes, debe volver a Essen, algo importante le espera.
Su respuesta me deja atónita, no sé si estoy ante una descerebrada o no he escuchado bien. Decido esperar resignadamente a que el astro rey termine su función. Minutos después, se vuelve hacia mí y continúa su explicación:
         —Soy escritora, o algo parecido, no lo tengo aún muy claro.
         —Ajá —contesto, más perpleja aún—. Y…, perdona la indiscreción, ¿cómo se supone que se rescata un personaje si no es con las palabras?
         —Pues metiéndote en sus zapatos. Es necesario que visite el lugar donde se encuentra; tengo que conocer cada detalle de su día a día como garimpeiro y comprender por mí misma por qué no vuelve a casa con su familia, si lo consigo, lo dejaré estar. Todavía no alcanzo a entender por qué lleva años intentando buscar la fortuna en tierras tan lejanas mientras su país y su familia perecen bajo la locura de Hitler me explica, con las pupilas de nuevo fijas en el ancho mar. Definitivamente, pienso que estoy ante una perturbada.
        —Vaya… Yo pensaba que los escritores tenían pleno dominio sobre sus personajes, ¿acaso no son ellos sus creadores y los dueños de su destino?
        —Error, querida Mayte. Dime, ¿tienes hijos?
        —Sí, dos.
        —Entonces te será fácil comprender que el hecho de que se hayan engendrado en tu vientre no te da potestad para controlar sus vidas de principio a fin. Lo cierto es que, igual que le ocurre al escritor con los personajes de su novela, a menudo las madres no comprendemos el proceder de los hijos. Yo planeé otra vida para Josué, mi díscolo y apesadumbrado personaje, pero él se empeña en dejar pasar el tiempo buscando diamantes en el fango del río Orange.

        De repente, un joven que da más tumbos de lo esperado por cubierta llama mi atención; en este momento el océano parece pintado de lo quieto que está. Es manifiesto, está como una cuba. Se acerca a la barandilla, se agarra a ella mirando el fondo del mar y hace un amago de levantar su pierna derecha sobre el bordillo.
       —¿Has visto a ese tipo? Parece como si quisiera… ¡suicidarse! Tenemos que hacer algo…
       —¡Déjalo! No te preocupes, no lo hará.
       —¿Cómo puedes estar tan segura? —Esta pasajera no deja de sorprenderme.
       —Es Frank, otro de los personajes de mi novela “Josué el errante”. El pobre… Bueno, viaja también a África del Sudoeste, va a encontrarse con sus amigos Josué y Carlos y después a Johannesburgo, en busca del cretino de su padre. Y ya te digo yo que irá, lo tengo muy claro. Además, Frank es mi personaje más dócil, hará lo que le ordene. Si no fuera por su problema con la bebida… Míralo, es incapaz de hacer algo así ni borracho.
      —A ver si lo he entendido: ¿me estás diciendo que soy una especie de intrusa en una de tus novelas? ¿Acaso también yo soy uno de tus personajes? —Empiezo a dudar de mí misma, es una situación surrealista.
      —No, nada de eso. Tú serás una futura lectora, estás aquí para comprender cómo se construye una historia y qué difícil es controlar sus personajes. Algún día leerás esta novela, y después contarás lo que estás viviendo hoy a los lectores. Si acaso, tanto tú como yo somos unas intrusas en la vida de Josué. Por suerte, él no sabe.
       —No te molestes, pero no. Yo voy a Na-mi-bia por trabajo, no al África del Sudoeste, te recuerdo que estamos en el siglo XXI y hace muchos años que en esa tierra consiguieron la independencia.

       Mientras tanto, Frank parece haber abandonado su intención de suicidarse, ahora se agarra a la barandilla con una mano para poder impulsar al mar, sin caer al suelo, la botella vacía que tiene en la otra.

       Mercedes vuelve a quedarse en trance, mirando el mar, como extasiada, muy lejos de todo lo que nos rodea. Yo hago lo propio; me intriga la situación. Nada me impide marcharme, pero quiero saber cómo acaba esta especie de extraño sueño. Veinte minutos más tarde, Frank se marcha como llegó, danto tumbos, y ella vuelve su rostro hacia mí y me confiesa:
       —Me vuelvo a casa, lo acabo de decidir. Creo que no tengo ningún derecho a intervenir en la vida de Josué o cualquier otro personaje. Es cierto que me criticarán por ello; que tal vez la novela no venda lo suficiente porque dejé a este “estúpido” judío malgastar su juventud en el fango de un río mientras el amor de su vida envejecía a miles de kilómetros. Pero está decidido, que haga lo que le venga en gana, es su destino, su búsqueda, no la mía; estoy segura de que finalmente todo tendrá un sentido. Cuando llegue a Lüderitz desembarcaré y esperaré a que este buque llegue a su destino y emprenda la vuelta.
       —O sea, está clarísimo, llevas dos horas tomándome el pelo. Ni eres escritora, ni vas a África del Sudoeste a rescatar al tal Josué, ni nada de nada. Te aburrías y, mira por donde, te has encontrado a esta idiota en la cubierta. ¡Qué fuerte! —De repente, me coge la mano y, muy decidida, me habla:
      —Vamos, te mostraré algo, estoy segura de que después no dudarás en contar nuestro encuentro —Y tira de mí hacia el interior del buque con tal disposición que no tengo tiempo de reaccionar.

     Después de bajar dos plantas, nos encontramos en el pasillo que alberga los camarotes de tercera clase. Tengo la seguridad de haber de haber retrocedido de repente un siglo. Me cuesta creerlo, pero sí, en aquel momento estamos en el sótano del Adolph Woermann II, un buque que ha dejado de hacer esta ruta hace muchas décadas. Mientras recorro el túnel, me repito a mí misma “despierta, Mayte, despierta de una vez de este absurdo sueño”.

       Mercedes da dos golpes con los nudillos en una de las puertas de los camarotes y, al momento, nos abre el chico que un rato antes parecía dispuesto a tirarse por la borda.
       —Hola, Frank. ¿Tienes un momento? Necesito mostrarle algo a esta incrédula muchacha. Perdona, no te he preguntado, ¿qué tal?, ¿estás mejor?

       El muchacho la mira con los ojos vidriosos, de un azul que estremece, rodeados de pecas de todos los tamaños y sobre una nariz tan afilada como su cuerpo. Un espeso y largo flequillo rojo le hace de visera, dándole a su rostro un aspecto caricaturesco; parece escapado de un tebeo de los sesenta.
       —No estoy mal, teniendo en cuenta que sigo vivo. No estoy seguro de si debería agradecerte que me adjudicaras una personalidad tan pusilánime. ¿Queréis pasar?

       Ya sentadas en aquel pestilente camastro, con el cuello torcido para no darnos contra la litera, Mercedes le habla:
       —Ay, Frank, Frank… no tengas tanta prisa en morir, todo llegará. Bueno, a lo que íbamos: aquí, mi incrédula compañera no se cree que yo soy la autora de tu historia y que tú eres uno de mis personajes, así que, si no te importa, ¿querrías contarle en qué año estás y qué haces aquí?
       —Me llamo Frank y estamos en el año 1939, creo, ya no estoy seguro de nada. Viajo a África del Sudoeste para encontrarme con mis amigos Carlos y Josué, tengo que entregarles algo que me ha dado el capitán de esta bañera para ellos y pedirles un favor… En fin, soy lo que mi autora ha decidido que fuera, así de simple. Dime, Mercedes —dirige su triste mirada hacia la extraña pasajera—, ¿qué me tienes preparado en el río? No creo que pueda soportar otra tragedia, no doy para más.
     —Paciencia, Frank, todo se andará.

        En aquel momento toco fondo, siento la necesidad de volver a mi vida, a mi siglo, a mi proyecto de viajar a Namibia para terminar el trabajo de la universidad.
     —Lo siento, tengo que salir de aquí—digo, con la respiración entrecortada—, siento que me ahogo. Perdonad —Y salgo corriendo buscando un poco de aire fresco.

     Al llegar a mi moderno camarote, de primera clase, dotado de todas las comodidades propias del siglo XXI, tengo la seguridad de haber sufrido una alucinación, seguramente provocada por la cantidad de horas que llevo sin dormir. Pero cuando voy a echarme en la cama, dispuesta al fin a conciliar el sueño, me encuentro una sorpresa: un ejemplar de la novela “Josué el errante”. Temblando, le doy la vuelta para leer la sinopsis, que dice así:

“Josué el errante” nos relata la dilatada y escabrosa vida de un judío que huye de Alemania a los diecinueve años, en los albores del nazismo, empujado por un amor imposible.
Educado en un ambiente judío ortodoxo, Josué necesitará sobrevivir a las situaciones más extremas como garimpeiro en África del Sudoeste para comprender que, más allá de culturas y religiones, existe el valor de la amistad. Kuaima, un nativo himba huido de la tiranía de su colono, y Carlos, un diplomático español que ha escapado del absolutismo religioso de su esposa, serán los amigos que le acompañarán.
Abandonará a su familia en los peores momentos, traicionará a sus amigos, olvidará sus orígenes. Y todo por un valioso diamante que no sabe si tendrá destinatario.”

La autora es Mercedes Pinto Maldonado, la extraña pasajera del Woermann.

Relato a cuatro manos escrito por:
Mercedes Pinto Maldonado
Mayte Esteban

martes, 6 de noviembre de 2012

APOYOS


Cuando te embarcas en una aventura del calibre de la que yo me he puesto como reto, nada es posible sin el apoyo de gente que tienes detrás. La autoedición es un camino con más espinas que rosas y los triunfos son pequeños. Estos sólo se convierten en grandes por aliento de las personas que te quieren y que están cerca de ti, que te empujan para que no te rindas. 

Convierten, a tus ojos, algo insignificante en un logro enorme.

En casa me apoyan siempre, creen en mí y eso me ayudó a tomar decisiones que me han costado mucho. Antes de publicar El medallón de la magia había otra novela terminada a la que sigo pensando que le falta algo de madurez. Tuve dudas sobre cuál de ellas sería el siguiente paso y en todo ese camino varias manos se tendieron para ayudarme. Me leyeron, me dieron su opinión, me señalaron caminos que podría explorar. 

Me empujaron a la arena y los leones, de momento, no me han comido.

Sigo luchando ahí, como una gladiadora.

Igual que yo he necesitado de ese apoyo, he creído que había otros compañeros de aventura a quienes les vendría muy bien sentir que no estaban solos. Sus libros me gustaron y poco a poco, a través de correos y redes sociales, nos fuimos conociendo y conectando. Siempre he estado ahí, brindando mis manos para que cuando se produjera ese momento en el que las fuerzas flaquean y tienes ganas de rendirte, tuvieran un lugar donde agarrarse. Unos oídos dispuestos a escuchar, simplemente, que no estás solo.

He recibido de vuelta mucho cariño y mucho apoyo, y un año después de que este mecanismo empezase a funcionar, sigo teniendo amigos que no se han apeado de la aventura y que me siguen cuidando igual que yo a ellos. No sé cómo darles las gracias, probablemente les dedicaré unas palabras en mi próximo libro, si consigo algún día convencerme de que la siguiente novela está lista.

Espero no decepcionar.

viernes, 2 de noviembre de 2012

FIN DE SEMANA DE NOVELA NEGRA



El pasado fin de semana decidimos acercarnos a Getafe, para asistir a algunas de las conferencias que se celebraban con motivo del Getafe Negro, el festival de novela de Madrid. La charla sobre Amazon del día 24 me dejó buen sabor de boca y quería repetir.

Madrugamos un poco para llegar con tiempo. El plan era encontrarnos con Armando Rodera, que nos hacía de guía, y quería esquivar cualquier imprevisto de tráfico (o por si nos perdíamos). En realidad no hacía falta por dos razones: la primera es que no dependíamos de mi penoso sentido de la orientación para llegar y la segunda, el hecho de no atravesar Madrid facilitaba mucho las cosas. Ahora sé que hasta yo sola podría llegar, pero creo que no es lo mismo la primera vez que entras en una ciudad, de la que no conoces nada, como las siguientes que, aunque vagas, conservas referencias.

La primera parada fue la presentación exprés de Realidad Aumentada, de Bruno Nievas. Enmarcada en un programa de radio, Lorenzo Silva presentó al autor y cómo se fue haciendo un hueco a través de las redes sociales y su página web, hasta conseguir que B de Books se fijase en su libro y lo incluyera en la primera colección de autores surgidos en internet que acabó en papel. Tras la presentación, charlamos un rato con Bruno y me firmó su novela, que tengo en espera (como otras tantas, creo que tardaré un poco en llegar a ella). Alex, mi hijo, se apuntó a venir este fin de semana y acabó con un libro entre sus manos: La estrategia del agua, de Lorenzo Silva. Estaba emocionado mientras Lorenzo le firmaba el ejemplar, y ahora anda un poco nervioso porque quiere empezarlo, pero tiene que leer un par de novelas para sus trabajos del instituto y no puede. No me extraña nada que esté impaciente, entre elegir esta novela y una de un tigre que le tiene miedo a las gallinas no hay color… Luego decimos que los chicos no leen, pero es que a veces eligen con muy poco sentido común los libros para ellos en el instituto.



La feria del libro, pequeñita, montada en la plaza nos dio la excusa para cotillear un poco entre los ejemplares que por allí se exponían y después nos dedicamos a pasear y a tomar algo antes de que llegase la hora de la comida. Ésta fue en un restaurante al lado de la plaza, muy agradable, con Armando, Aranzta, Alberto y Alex, y curioso que cuando estábamos comiendo, en las noticias que ponían en la televisión, nos encontrásemos con una noticia del Getafe Negro y con el mismo Armando entre las personas que asistían a una de las charlas del día anterior.


Hasta la siguiente conferencia faltaban unas horas, así que dimos un paseo, descansamos de nuevo hablando de libros y a las seis estábamos en La fábrica de harinas, esperando para asistir a la mesa redonda que tenía como tema central el cine negro español. Como moderador, el escritor Javier Marías fue dando la palabra a Agustín Díaz Yanes, Alberto Rodríguez y Juanjo Artero. Alex estaba fascinado, no sabía que además de escritores habría algún actor que le suena mucho, y menos que entre el público estaría Secun de la Rosa, el actor que interpreta al hermano de Mauricio en Aida, y que iba a elegir sentarse precisamente a su lado. Javier Márquez, autor de Letal como un solo de Charlie Parker entre otras novelas, estaba sentado delante y se marchó antes de terminar a su propia presentación exprés, a la que también asistimos, aunque esta vez no nos quedó más remedio que llegar un poco tarde. Mientras Javier terminaba su intervención estuvimos departiendo un rato con Lorenzo Silva y después nos marchamos a la última conferencia.
Era el momento por el que nos habíamos desplazado, la mesa redonda entre Javier Cercas y Lorenzo Silva, sobre la novela del primero, Las leyes de la frontera. ¡Odio el móvil! Lo apagué, como hice en todas y cada una de las charlas, pero no del todo, y le dio por empezar a vibrar. A mí, que no me llama nadie porque saben lo poco que me gusta, me empezaron a llover llamadas. Reconocí los teléfonos y hubo un momento en el que me asusté cuando a Alberto le empezaron a llamar las mismas personas. Con la racha de despropósitos que llevo pensé que pasaría algo grave, más después de enviar un mensaje en el que dejé claro que no podía responder. Alberto salió para averiguar qué pasaba y no era nada importante, pero eso hizo que una señora, rápida como el rayo, ocupase su silla y le obligase a asistir a la charla desde el pasillo.
Salimos de allí de noche, envueltos en un frío que crecía por minutos y deseosos de buscar refugio en algún lugar caliente. ¡Qué pena damos! Antes de la conferencia habíamos quedado con Paco Gómez Escribano y algunos amigos de Armando y ya en el coche éste nos llamó para ver dónde nos habíamos metido.
Fue un día fantástico, de esos que no se olvidan con facilidad, que registro en mi blog para que la memoria lo tenga más fácil cuando quiera recordar.