MAYTE ESTEBAN. Escritora. Abrí paso en España al mundo de la autoedición. Hoy publico con HarperCollins.
jueves, 25 de diciembre de 2014
¡ESTOY NOMINADA EN LA VI EDICIÓN PREMIOS DAMA 2014!
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sábado, 20 de diciembre de 2014
ABEL SÁNCHEZ. UNAMUNO
Sinopsis:
Joaquín Monegro siente envidia hacia su amigo Abel Sánchez
desde que eran niños, incrementada cuando éste se casa con Helena, la prima de
Joaquín, de quien estaba enamorado. Joaquín se obsesiona con ella y la empieza
a desear, ya no como el objeto de su amor, sino como un premio que arrebatarle
a su amigo. Ninguno sus intentos por olvidar o superar a su adversario -su
matrimonio con Antonia, su carrera como médico- será fructífero, de modo que
dedicará su vida a esa pasión destructiva, sin hacer otra cosa, pese a los
repetidos consejos de Antonia.
Cuando Joaquina, su hija, se casa con el hijo de Abel y
Helena, llamado Abelín y el matrimonio va a vivir a su casa, parece que ha logrado
una victoria, pero ésta no será nada más que el preludio del trágico final.
Un resumen:
Esta novela lleva también un subtítulo: Historia de una
pasión, y fue publicada por primera vez en 1917.
Unamuno era una persona de firmes convicciones y de mucha
personalidad. Quería contar historias, pero no solo aquellas que retratasen su
presente de manera fidedigna, sino que fueran más allá. Para ello prescinde de
un elemento al que son fieles el resto de autores de su tiempo: una
ambientación concreta y una cronología precisa de la obra. Para él, esas dos
facetas de la novela (en su caso nivolas), carecen de importancia. Las sitúa en
un plano inferior, dedicando su esfuerzo a la parte simbólica.
En este sentido, Abel Sánchez es su interpretación del mito
de Caín y Abel, encarnados en los dos protagonistas. Abel conserva su nombre y
Unamuno elige para él rasgos positivos que para Joaquín (el Caín unamuniano) se
convierten en negativos. De él destaca la envidia (el mal de España para todos
los hombres del 98), los celos que siente hacia, por ejemplo, el hecho de que
Abel se case con la bella Helena, mientras que él tiene que conformarse con
Antonia, una mujer que le trata más como una madre que como una esposa (otro de
los temas recurrentes de Unamuno, la mujer-madre).
Unamuno divide la novela en 38 capítulos. Emplea un par de
ellos para introducir la obra y una extensión similar para concluirla, siendo
la parte del desarrollo la más extensa. En la obra vemos cómo Joaquín se siente
desplazado por Abel en todo. Es éste el que parece caerle siempre bien a la
gente, el que es simpático, el que, a pesar de tener un talento cuestionable,
se convierte en un pintor de éxito, mientras que Joaquín no logra destacar como
médico, aunque no sea malo. Para acabar de rematar esta situación, Joaquín,
enamorado de su prima Helena, se la presenta a Abel y estos acaban haciéndose
novios. Este hecho rompe a Joaquín y empieza a odiar a su amigo. Un día, tras
mucho tiempo de apatía, Joaquín se casará con Antonia, una buena mujer de la
que no está enamorado.
Pero el futuro les depara más sorpresas. Cada una de las
parejas tiene un hijo, Joaquina, la hija de Joaquín y Antonia, y Abelín, hijo
de Abel y Helena, que se acabarán casando. El hijo de Abel que también estudia
medicina, se aproxima a Joaquín; opina como él de su padre, que es egoísta y
que solo le interesa el ser el centro de atención. El sentirse apoyado en lo
que siempre ha pensado ayuda a Joaquín a alcanzar cierta felicidad, pero al
nacer el primer nieto, el niño muestra predilección por su abuelo Abel y a
Joaquín le vuelven a consumir los celos. Un día, en uno de sus ataques, mata a
Abel. Un año después morirá él mismo, consumido en la angustia de saberse un
asesino y de haber desperdiciado toda su vida odiando a un hombre.
Toda la novela está regida por un narrador omnisciente,
excepto en las ocasiones que, intercalado entre los capítulos, escuchamos la
voz en primera persona de uno de los personajes, una especie de confesión del
personaje principal. Los diálogos son muchas veces extensos, y son los que van
a dotar de vida a los personajes; será a través de ellos como los conozcamos a
todos.
Es una novela (o nivola) que sigue manteniendo su vigencia,
como toda la literatura que se sustenta en universales: los celos, la envida, el rencor acumulado a lo largo de toda una vida. Y la muerte que es protagonista del trágico final.
“Toda mi vida ha sido un sueño”
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jueves, 18 de diciembre de 2014
CINCO HORAS CON MARIO DE MIGUEL DELIBES
Sinopsis:
Una mujer acaba de perder a su marido y vela el cadáver durante la noche. Sobre la mesilla hay un libro —la Biblia— que la esposa hojea, leyendo los párrafos subrayados por el hombre que se ha ido para siempre. Una oleada de recuerdos le viene a la mente y empieza un lento desordenado monólogo en el que la vida pugna para hacerse real otra vez. La pobre vida llena de errores y torpezas, de pequeños goces e incomprensiones. ¿Ha conocido Carmen alguna vez a Mario? Escuchemos el irritante discurrir de la pequeña y estrecha mentalidad de la esposa. Otro hombre irá poco a poco descubriéndose, para todos menos para ella, con toda su desesperanza y su fe en la vida. Cinco horas con Mario es una novela de gran penetración psicológica que, a través de un alma femenina puesta al descubierto, llega hasta el fondo de la sociedad española del siglo XX. Sólo un escritor de la categoría de Miguel Delibes podía enfrentarse con este difícil tema y resolverlo tan brillantemente.
La novela arranca en marzo de 1966. Carmen Sotillo, de 44
años, se encuentra que su marido Mario muere de forma inesperada. Ya a solas
con él, cuando todos se marchan, vela su cadáver aunque de manera un tanto
particular. Refugiada en saber que nadie la escucha, inicia un monólogo con el que vamos descubriendo lo
conflictos del matrimonio. Toda la novela es una crítica hacia la sociedad del
momento, puesta en boca de una protagonista que no siempre sale bien parada.
El armazón de esta novela se sostiene en el soliloquio de
Carmen. La vamos conociendo a través de sus palabras, y deducimos que tiene una
ideología conservadora, la que corresponde a una mujer de clase media alta. Frente
a ella, su marido: Mario, que no responderá a ninguna de sus cuestiones dado
que está muerto. Por ella sabemos que ha sido catedrático de instituto, además
de periodista e intelectual.
Carmen va poniendo delante del lector recuerdos, los de una
vida que no ha sido nada satisfactoria para ella. Con este sencillo plan de
acción, Delibes retrata la España provinciana de la época, la falta de
comunicación en el matrimonio e incluso se puede apreciar un aspecto mucho más
profundo, el conflicto que en aquella época aún no estaba resuelto, de un país
fragmentado en dos ideologías. La de Carmen se corresponde con la de los ganadores
de la Guerra Civil (1936-1939), mientras que Mario representa a los perdedores.
La novela tiene un prólogo,
veintisiete capítulos donde la única voz es la de Carmen, y un epílogo. El autor
elige para empezar cada uno de los capítulos una cita bíblica, los pasajes que
nos dice que Mario había subrayado en una Biblia. Tomándolas como punto de
partida, Carmen empieza a hilvanar pensamientos y reproches constantes; según
Carmen, por culpa de Mario, por su escasa ambición, no ha logrado alcanzar una
posición social acorde con lo que esperaba. De recuerdo en recuerdo, saltando
sin un orden cronológico concreto, va desvelando su vida en común, valiéndose
de un tono coloquial que refleja perfectamente la manera de hablar del momento.
Carmen, Menchu para los amigos, no queda demasiado bien
después de leer la novela. Es clasista, envidiosa, se preocupa mucho más por el
qué dirán que por su propia familia. El autor, en este sentido, elige para ella
los peores atributos, dotando al personaje de cierto maniqueísmo, perfectamente
comprensible si se es capaz de ver el plano más profundo al que nos quiere
llevar: Carmen no es Carmen, Carmen es un reflejo de una forma de pensar y de
actuar, un personaje en el que confluyen los peores defectos para destacarlos.
Cinco horas con Mario tiene el valor de ser una de esas
obras literarias que trascienden a su tiempo, que quedan para presentarnos el
retrato del pasado, en el que aparecen costumbres, elementos
cotidianos (el seiscientos, por ejemplo) y una vívida imagen de cómo nos
expresábamos en este país a finales de los años sesenta.
martes, 16 de diciembre de 2014
EL PRINCIPIO
Isabel, la hija de Juan, el labrador, se
retorcía de dolor. Las contracciones hacía horas que habían anunciado el
momento del parto, pero la criatura parecía no querer abandonar el calor del
útero materno. La oleada de malestar en el abdomen, la primera señal de que
aquel iba a ser el día, encontró a Isabel agachada juntando las espigas de
trigo que los segadores iban dejando atrás mientras avanzaban en la recogida de
la cosecha anual. Al principio pensó en una mala postura; al fin y al cabo ella
era una primeriza y las cuestiones relativas a la maternidad le daban tanta
vergüenza que nunca se había atrevido a preguntar a su madre mientras vivió.
Ahora sentía que la necesitaba. Sin embargo, el dolor pasó, inadvertido para
cualquiera que no fuera ella misma. Durante casi una hora Isabel se sintió bien
para seguir adelante sin bajar el ritmo. Claro que era difícil agacharse con
aquella prominente barriga, pero el resto de su cuerpo, alimentado con lo
mínimo, había permanecido ajeno al embarazo y se sentía más o menos ágil.
Siguió espigando y, cuando casi había olvidado el incidente, otro pinchazo le
hizo doblarse por la mitad. Esta vez no pudo evitar que la mujer que tenía a su
espalda se percatase.
—¿Qué te ocurre, niña?
—No se preocupe, pasará —dijo Isabel, fingiendo
una tranquilidad que no sentía.
—¿De cuánto tiempo estás? —La cara de la mujer
reflejaba preocupación y no era para menos. Estaban a más de media hora del
pueblo.
—Dentro de una semana cumplo.
—Debes marcharte, muchacha. El parto está
empezando y de otro modo quizá no te dé tiempo a llegar a tu casa.
—¿Está segura? —Los nervios de Isabel se
destemplaron, aunque se esforzó porque no se notara. No quería parecer una niña
pequeña.
—Créeme, he tenido seis hijos. ¿Es el primero
para ti?
—Sí.
—Lo suponía. —La mujer sintió un leve alivio.
Sabía que el primero siempre se demoraba un poco. — Vete a casa lo más rápido
que puedas. ¡Antón!
Un pequeño de unos seis años apareció trotando.
Isabel ni siquiera había advertido su presencia hasta ese momento. Llevaba un
puñado de espigas amarillas en las manos y las depositó en la cesta de su
madre.
—Hijo, ve a buscar a Luisa, la mujer del
barbero. Dile que esta joven está de parto, que se prepare. ¡Corre!
—Sí, madre.
El niño empezó a correr en dirección a la aldea,
feliz por poder escapar de la tarea, mientras la madre ayudaba a Isabel a
colocarse su propio hatillo de espigas. Por ese día ya estaba bien.
El camino de vuelta al pueblo fue muy largo para
Isabel. No tomó la precaución de hacer que alguien la acompañara y se sentía
mal por ello. Si al niño le diera por querer salir antes de que alcanzase al
menos la primera casa, no tendría a nadie que la ayudara y ella sola no sabía
qué tenía que hacer. Cuando arremetía una contracción se paraba en seco,
tratando de serenarse, respirando con la mayor tranquilidad que podía.
Recuperada de aquel trance, seguía adelante, con el paso más vivo que le
permitía su estado. Sin embargo, tenía la sensación de que no avanzaba. Se iba
cansando cada vez más y el hatillo le pesaba. Quizá fuera buena idea dejarlo
abandonado. No lo hizo, por supuesto. Ese paquete a su espalda contenía todas
las espigas que iba a poder conseguir ese verano y, la verdad, no eran muchas.
La alegría que sintió cuando vio llegar a los espigadores y se enteró de que
empezaban su faena ese mismo día se desvanecía por completo. Había calculado
que, con la semana que le quedaba hasta el parto, tendría tiempo suficiente
para hacerse con una buena provisión de trigo extra para el invierno y ahora
sabía que no iba a ser así. Su hijo no venía con un pan bajo el brazo, sino que
se lo llevaba antes de llegar.
Isabel hubiera agradecido la compañía de alguien
en aquel camino pero no se veía un alma. El asfixiante calor de aquella mañana
de verano no invitaba a pasear por los campos y, además, todo el mundo estaba
ocupado en las diversas tareas que exigía la dura vida de los campesinos de
Castilla en aquel año del Señor de 1610.
Uno de aquellos pinchazos que retardaban su
marcha estuvo a punto de lograr que se rindiera. Aquel dolor insoportable entre
las piernas, una presión en la pelvis que le parecía que iba a partirla en dos,
parecían suficientes razones para dejarse llevar y acurrucarse a la sombra de
alguna de las encinas del camino. No obstante siguió adelante. Tardó casi dos
horas en recorrer la distancia que la separaba del pueblo, tratando de no
gritar, para no agotar la energía que le quedaba. Cuando divisó la primera casa
también se encontró con la silueta de Luisa, la partera, que avisada por el
pequeño Antón, había preparado todo en su hogar para recibir a la muchacha.
Sabía que era la hija de Juan, esperaba el parto, pero también a ella le
sorprendió que se produjera antes de tiempo. Había visto a Isabel por la mañana
y no le pareció advertir ninguno de los síntomas.
—¿Estás bien? —preguntó mientras le ofrecía sus
brazos para que se apoyase.
—Muy cansada y creo que... —No sabía cómo
explicarse. Bastó una mirada hacia su falda para que la partera entendiera.
—No te preocupes. Eso es que has roto la bolsa
de las aguas.
—¿Y eso es malo? —preguntó ella.
—¡En absoluto! Eso quiere decir que tu hijo está
a punto de salir.
—Pues espero que lo haga pronto porque... —No
terminó la frase porque otra brutal arremetida de dolor hizo que se parase en
seco.
—Vamos dentro. Debo prepararte. ¡Ánimo! Seguro
que va todo muy bien.
La partera acomodó a Isabel en una cama y le
proporcionó un poco de agua. Agradeció el alivio momentáneo aunque no tardó
demasiado en vomitar. Sudaba mucho y la mujer le aplicó unas compresas frías en
la frente.
—¡Isabel!
Ricardo, el esposo de Isabel, avisado por Antón,
entraba en ese momento en casa de la partera, que advirtió al joven:
—No la pongas más nerviosa de lo que está.
—¿Cómo estás?
—Ahora mucho mejor —dijo ella.
Y lo decía de verdad. La soledad que había
sentido en el camino ahora se desvanecía. Una mujer se ocupaba de que el parto
progresase adecuadamente y su esposo la cogía de la mano. Nada podía estropear
ese momento. Nada, salvo una contracción. Gritó sin poderse contener.
—¡Tranquila, Isabel! Déjame que vea. —Luisa
levantó las faldas de la chica y empezó una exploración que para ella no era
más que rutina, pero que Isabel, instintivamente, rechazó. Nadie, excepto su
esposo, se había atrevido nunca a tocarla tan íntimamente.
—¿Se puede saber qué hace? —gruñó el marido.
—Isabel, es necesario para saber cómo está
colocado el niño. —La partera ignoró las reticencias del joven.
—¡No la toques más! —gritó Ricardo sin poder
contenerse.
—¡Ningún hombre debería ver esto! ¡Sal de aquí
si no vas a ayudar!
La energía de la mujer al hablarle le dejó claro
que, en esos momentos, era ella la que mandaba. Él bajó la mirada y, con una
disculpa muda, se hizo a un lado, manteniendo la mano de Isabel junto a la
suya. Aquella rolliza mujer de ojos avellana y cabello encanecido llevaba
muchos años trayendo niños al mundo, él mismo e Isabel habían visto la primera
luz entre sus brazos. Tenía fama en la comarca, hasta las grandes señoras de
Toledo la llamaban días antes para que asistiera sus partos, así que debía de
saber algo. Decidió permanecer en silencio hasta que la criatura asomase su
rostro. Se tragaría las ganas que tenía de abofetearla si todo salía bien, pero
si no... Ricardo estaba tan confuso como cualquiera a punto de ser padre.
Las contracciones fueron elevando su intensidad
hasta que fueron sustituidas por una necesidad imperiosa de empujar. Isabel
empezó a hacerlo instintivamente y la mujer que la ayudaba se preparó para el
final.
—¡No grites! No ayuda nada.
—¡No puedo! —sollozaba Isabel mientras unas
lágrimas rebeldes se escapaban por su rostro.
—¡Ya verás como sí puedes! ¡Siempre has sido una
valiente! ¡Ánimo! Empuja cuando te llegue el dolor, de manera continua,
concentrando toda tu energía en ello. Cuanto mejor lo hagas antes acabará el
dolor.
—¡No puedo! ¡No puedo!
—Claro que sí. Mira, ahí viene. ¡Empuja!
La partera alentaba a Isabel y ella se aplicaba
todo lo que sus exiguas fuerzas le dejaban. Cuando ya creía que era imposible
sobrevivir a aquella tortura, una frase de la partera renovó su energía.
—¡Estoy viendo la cabeza!
—¿De verdad? —preguntó ella entre gemidos.
—Cuando vuelvas a sentir el dolor empuja fuerte.
Mucho más que hasta ahora.
Al poco hizo aparición uno de los hombros. Luisa
metió los dedos entre la axila del niño y esperó a que la siguiente contracción
contribuyera a sacar el otro hombro. Cuando llegó ese instante agarró el
pequeño cuerpo firmemente y dio un suave tirón. El diminuto ser se deslizó sin
dificultad alguna y Ricardo e Isabel, expectantes, escucharon las palabras de
la partera.
—¡Es una niña!
Mayte Esteban
Brianda, El origen del medallón.
Capítulo 1
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sábado, 13 de diciembre de 2014
UN COMPROMISO INQUEBRANTABLE
Tengo un compromiso
inquebrantable, un acuerdo conmigo misma que espero respetar durante el resto
de la vida, porque significa respetarme a mí misma. Escribiré solo aquello que me apetezca
escribir, sin fijarme más metas que disfrutar el camino que conduzca mis
palabras a construir una nueva historia, a insuflar vida a cuanto personaje
tenga el capricho de instalarse en mi imaginación.
No me guiarán modas.
No me ataré a géneros.
No firmaré plazos que le pongan
cadenas a la creatividad, que me obliguen a virar mis intenciones, a exprimir
el talento que aún no sé si tengo.
Seguiré el camino que me tracen
mis deseos porque, lo único que deseo, es ser feliz.
Este compromiso significa
renunciar a oportunidades. Ya lo he hecho y lo seguiré haciendo, porque no hay
mejor termómetro para saber si el sendero que has elegido es el correcto que
escucharte a ti mismo. He aprendido a escucharme, a usar el silencio para
analizar las reacciones de mi cuerpo, esas que me indican con la más absoluta
certeza qué es lo que quiero y qué es lo que estoy haciendo bien o mal.
No me importa equivocarme, me di
permiso hace mucho para hacerlo.
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