Enlace de compra.
Cuando me hablaron de este proyecto, no dudé un instante en que tenía que participar. Si hay algo que ha marcado mi vida ha sido la palabra cáncer. Cuando finalmente supimos que a quienes irían destinados los beneficios de esta Antología, supe que era como una señal del destino: no en vano fueron dos niñas las que me enseñaron lo que se siente cuando alguien a quien adoras enferma.
Por fortuna, las dos siguen vivas.
La primera fue Ana. Os cuento la historia con su nombre, espero que no le importe. Ana acababa de empezar 3º de ESO cuando enfermó. Fue ingresada en La Paz, en el área infantil, y el diagnóstico, el primero, fue que no superaría la enfermedad. Yo tenía entonces 24 años y Ana era mi prima. La más pequeña, mi ojito derecho desde siempre. Mi réplica, una de las personas con las que mejor me he entendido siempre. El mundo dejó de tener consistencia para mí, igual que para mis tíos y el resto de la familia.
Empezó una lucha larguísima que a día de hoy sigue.
Los primeros tratamientos fueron durísimos, el aislamiento de tres semanas al que tuvo que someterse, la pérdida de pelo, los efectos secundarios y, sobre todo, el miedo. El miedo a perderla. Pero Ana es coraje, es la fuerza vital más enorme que he visto jamás y hoy, a sus 38 años sigue ahí. Con la enfermedad cronificada, pero viviendo y trabajando como una campeona.
Yo he aprendido de ella mucho.
En el tiempo de su enfermedad, la vida de mis tíos se trastocó por completo. Sus trabajos se resintieron y parejo a ello su economía. El apoyo familiar exige mucho, por eso, cuando supe que la Fundación Aladina sería la destinataria me alegré muchísimo. Un sillón más cómodo en el hospital, una mano a tiempo, un alivio material entre tanto dolor son impagables. Un relato, al fin y al cabo, era muy poco comparado con lo que hacen ellos.
La otra niña de mi vida se llama Silvia. Mi madre la cuidó desde los dieciocho meses hasta los ocho años, así que puedo decir que se convirtió en una especie de hermana pequeña que llegó de pronto y sin avisar. Silvia era, es, inteligente como pocos niños he conocido. Yo recuerdo volver de la Facultad loca porque siguiera en casa para comérmela a besos y disfrutar de ese regalo que fue que aterrizase en mi casa.
Enfermó cuando yo ya vivía en Segovia, muy poco antes de que naciera mi hijo mayor. Tuvo leucemia y hubo un momento, unos días después de nacer mi niño, que estuvo a punto de morir. Mi madre me dejó en casa, sin decirme por qué se marchaba, alegando que me las podía apañar muy bien con un recién nacido en pleno invierno, en un sitio donde no tenía a nadie. Yo no lo entendí, nadie quiso contarme de la gravedad de Silvia por aquellas cosas tontas que se nos ocurren de vez en cuando: que si se me iba a cortar la leche y tendría que interrumpir la lactancia, que si la preocupación afectaría a mi bebé... Tonterías, al final supe lo que pasaba y eso no influyó en mi niño, pero yo casi me muero de tristeza.
Silvia también lo consiguió.
En ese tiempo de hospital, su madre tuvo que aparcar su trabajo. Otra vez pienso en el apoyo que fundaciones como Aladina prestan y sé que muchas familias lo van a necesitar. Otra vez siento que esto merece la pena.
No todos los casos de cáncer han tenido un final feliz. Mi madrina murió de cáncer de páncreas en 2004 y mi padre de un cáncer de estómago en 2006, cuando todavía no había aprendido a respirar por la muerte de mi tía. He vivido las dos caras, la de conseguirlo y la de no, y aunque sigo sintiendo que me arde el pecho cuando recuerdo esos años entre 2003 y 2006, sé que se puede, que la investigación ha hecho avances en muchos de los tumores que hoy son una realidad y una oportunidad para muchas personas.
Por eso, aunque esta entrada sea para pediros que os animéis a comprar la Antología, quiero que, si os encontráis con alguien que porta una hucha de la Asociación Española contra el Cáncer, ni os penséis darle aunque sea unos céntimos que llevéis por el bolsillo. Todo suma para restar dolor y ganar en esperanza.
Los autores que nos hemos reunido:
Ana Bolox * Mayte Esteban * Víctor Fernández Correas * Carmen Flordelís * Mónica Gutiérrez * Aránzazu Mantilla * Roberto Martínez Guzmán * María José Moreno * Pilar Muñoz Álamo * Nieves Muñoz de Lucas * Aída del Pozo * JAP Vidal
Ilustraciones de Diego Bolox y prólogo de Amparo Lledó.
MAYTE ESTEBAN. Escritora. Abrí paso en España al mundo de la autoedición. Hoy publico con HarperCollins.
lunes, 4 de febrero de 2019
domingo, 3 de febrero de 2019
CUATROCIENTOS SETENTA Y OCHO DÍAS.
Cuatrocientos setenta y ocho días.
Se había entretenido en contarlos calendario en mano y con paciencia infinita. Un par de veces, para asegurarse de que la cifra era la correcta, que no se le despistaba un día por culpa de un año bisiesto o que no confundía los meses de treinta con los de treinta y uno, aunque en realidad aquello no tuviera ninguna importancia. ¿Qué más daba un día arriba o abajo? ¿Qué importaba si fueran dos semanas menos o incluso un mes? Solo eran días acumulados en la cuenta de una amistad que empezó cuatrocientos setenta y ocho amaneceres antes.
Una amistad que era la luz de sus días.
Los contó porque su mente matemática transformaba cada experiencia en números: las veces que habían tomado algo juntos, los paseos por el parque, las fiestas a las que la había acompañado, los libros que se habían recomendado o incluso las veces que ella no había acudido a una de sus citas. Gráficos imaginarios que ilustraban sus elucubraciones y dibujaban un balance positivo entre los dos, una línea en alza que prometía futuro.
Aquella tarde, en la que contó los días y trazó gráficas, habían quedado pero, por primera vez, ella no se presentó a la cita. Para ser precisos, para no faltar a la verdad, había algo inexacto en aquella afirmación algo intolerable para un chico de ciencias puras. La cita solo era una costumbre repetida, ninguno le otorgó formalidad una llamada para quedar o con una frase el día de antes que la confirmara, pero él lo daba por hecho, porque así venía siendo su amistad desde hacía algo más de un año. Nada de planes ni obligaciones por parte de los dos, aunque al final ambos siempre acudieran puntuales a su no cita diaria.
Por eso contó los días, porque mientras la esperaba no se le ocurrió otra cosa que hacer para calmar la ansiedad, ese monstruo que se despertó cuando el reloj empezó a rebasar la hora de siempre y el viento no le trajo el aroma de su perfume anunciándole su llegada. Tampoco se dibujó su silueta a lo lejos, mientras la tarde caía y se desdibujaban sus colores.
Cuatrocientos setenta y ocho días.
Repasó muchos de ellos mientras la luz del sol se iba apagando. Algunos le provocaron una sonrisa de nostalgia, sobre todo los del principio, cuando eran amigos nuevos y ninguno sabía cómo comportarse, cuando las frases les salían cargadas de precauciones que, con el tiempo, descubrieron que resultaban innecesarias. Otros, los recuerdos de alguna vez que se enfadaron, plantaron en su rostro una mueca de disgusto que enseguida se volvió sonrisa. Sus enfados duraban poco, pero es que era imposible enojarse con ella. Al rato le buscaba para disculparse, aunque muchas veces ni siquiera fuera la responsable de aquel desencuentro, y sus ojos de hada, brillantes e inquietos, deseosos de retomar sus dulces tardes compartidas le ganaban. Funcionaban como una varita y lanzaban un hechizo que borraba de un plumazo las nubes. Y entonces él también acababa pidiendo perdón, aunque a veces ni siquiera recordase qué había causado en enfado. Lo último en el mundo que quería era verla triste y perderse esos momentos que eran lo mejor de sus días.
Se levantó intranquilo. No podía seguir esperando, el retraso era tal que empezó a pensar que había sucedido algo grave. Ella nunca le fallaba, siempre acudía. ¿Dónde estaba? Dudo si seguir esperando o salir en su busca y, al final, ganó también una operación matemática inconsciente: si no había llegado en todos aquellos minutos que hacía que se retrasaba, ya no lo haría. El retraso se salía del gráfico de la media de los que llevaba acumulado en aquellos años, así que supuso que esa desviación tan grande no podía ser sino algo ajeno a su voluntad.
Su corazón, alentado por los cuatrocientos setenta y ocho días que hacía que latía feliz cuando estaba a su lado, se convirtió en un loco descontrolado. Empujó a sus pies y estos eligieron el camino de la casa de ella. No se le ocurrió otro lugar por el que empezar a buscarla. Todavía era aquel tiempo en el que las personas sabían vivir sin un teléfono en el bolsillo.
Anduvo. Primero, calmado. Después, ansioso. Al final, descontrolado, empezó a correr. Esquivaba a los peatones, se impacientaba cuando el tráfico le obligaba a parar frente a una calle. No respetó semáforos ni pasos de peatones hasta que llegó a la puerta de su casa.
Cuatrocientos setenta y ocho días se congelaron frente a sus ojos al llegar allí.
La vio. No le sucedía nada, al menos nada malo. No había sufrido un accidente ni estaba en peligro. Los besos no son peligrosos si los deseas. Y ella, a juzgar por el brillo en sus ojos de hada, deseaba ese beso que un muchacho desconocido para él plantaba en sus labios. Tenía que haberlo imaginado, ni siquiera un ángel como ella podía esperar tanto a que se decidiera a decirle lo que sentía. Nunca se había atrevido y ella, esa tarde, cuatrocientas setenta y ocho después de la primera que compartieron, había tomado otro camino. No servía buscarle defectos a ese chico, en realidad la culpa era solo suya: era idiota. Había presupuesto que ella estaría siempre, pero no fue así. Se le había olvidado decirle lo que sentía o concederle un beso.
Acababa de descubrir, tarde, que las hadas también necesitan besos.
Se había entretenido en contarlos calendario en mano y con paciencia infinita. Un par de veces, para asegurarse de que la cifra era la correcta, que no se le despistaba un día por culpa de un año bisiesto o que no confundía los meses de treinta con los de treinta y uno, aunque en realidad aquello no tuviera ninguna importancia. ¿Qué más daba un día arriba o abajo? ¿Qué importaba si fueran dos semanas menos o incluso un mes? Solo eran días acumulados en la cuenta de una amistad que empezó cuatrocientos setenta y ocho amaneceres antes.
Una amistad que era la luz de sus días.
Los contó porque su mente matemática transformaba cada experiencia en números: las veces que habían tomado algo juntos, los paseos por el parque, las fiestas a las que la había acompañado, los libros que se habían recomendado o incluso las veces que ella no había acudido a una de sus citas. Gráficos imaginarios que ilustraban sus elucubraciones y dibujaban un balance positivo entre los dos, una línea en alza que prometía futuro.
Aquella tarde, en la que contó los días y trazó gráficas, habían quedado pero, por primera vez, ella no se presentó a la cita. Para ser precisos, para no faltar a la verdad, había algo inexacto en aquella afirmación algo intolerable para un chico de ciencias puras. La cita solo era una costumbre repetida, ninguno le otorgó formalidad una llamada para quedar o con una frase el día de antes que la confirmara, pero él lo daba por hecho, porque así venía siendo su amistad desde hacía algo más de un año. Nada de planes ni obligaciones por parte de los dos, aunque al final ambos siempre acudieran puntuales a su no cita diaria.
Por eso contó los días, porque mientras la esperaba no se le ocurrió otra cosa que hacer para calmar la ansiedad, ese monstruo que se despertó cuando el reloj empezó a rebasar la hora de siempre y el viento no le trajo el aroma de su perfume anunciándole su llegada. Tampoco se dibujó su silueta a lo lejos, mientras la tarde caía y se desdibujaban sus colores.
Cuatrocientos setenta y ocho días.
Repasó muchos de ellos mientras la luz del sol se iba apagando. Algunos le provocaron una sonrisa de nostalgia, sobre todo los del principio, cuando eran amigos nuevos y ninguno sabía cómo comportarse, cuando las frases les salían cargadas de precauciones que, con el tiempo, descubrieron que resultaban innecesarias. Otros, los recuerdos de alguna vez que se enfadaron, plantaron en su rostro una mueca de disgusto que enseguida se volvió sonrisa. Sus enfados duraban poco, pero es que era imposible enojarse con ella. Al rato le buscaba para disculparse, aunque muchas veces ni siquiera fuera la responsable de aquel desencuentro, y sus ojos de hada, brillantes e inquietos, deseosos de retomar sus dulces tardes compartidas le ganaban. Funcionaban como una varita y lanzaban un hechizo que borraba de un plumazo las nubes. Y entonces él también acababa pidiendo perdón, aunque a veces ni siquiera recordase qué había causado en enfado. Lo último en el mundo que quería era verla triste y perderse esos momentos que eran lo mejor de sus días.
Se levantó intranquilo. No podía seguir esperando, el retraso era tal que empezó a pensar que había sucedido algo grave. Ella nunca le fallaba, siempre acudía. ¿Dónde estaba? Dudo si seguir esperando o salir en su busca y, al final, ganó también una operación matemática inconsciente: si no había llegado en todos aquellos minutos que hacía que se retrasaba, ya no lo haría. El retraso se salía del gráfico de la media de los que llevaba acumulado en aquellos años, así que supuso que esa desviación tan grande no podía ser sino algo ajeno a su voluntad.
Su corazón, alentado por los cuatrocientos setenta y ocho días que hacía que latía feliz cuando estaba a su lado, se convirtió en un loco descontrolado. Empujó a sus pies y estos eligieron el camino de la casa de ella. No se le ocurrió otro lugar por el que empezar a buscarla. Todavía era aquel tiempo en el que las personas sabían vivir sin un teléfono en el bolsillo.
Anduvo. Primero, calmado. Después, ansioso. Al final, descontrolado, empezó a correr. Esquivaba a los peatones, se impacientaba cuando el tráfico le obligaba a parar frente a una calle. No respetó semáforos ni pasos de peatones hasta que llegó a la puerta de su casa.
Cuatrocientos setenta y ocho días se congelaron frente a sus ojos al llegar allí.
La vio. No le sucedía nada, al menos nada malo. No había sufrido un accidente ni estaba en peligro. Los besos no son peligrosos si los deseas. Y ella, a juzgar por el brillo en sus ojos de hada, deseaba ese beso que un muchacho desconocido para él plantaba en sus labios. Tenía que haberlo imaginado, ni siquiera un ángel como ella podía esperar tanto a que se decidiera a decirle lo que sentía. Nunca se había atrevido y ella, esa tarde, cuatrocientas setenta y ocho después de la primera que compartieron, había tomado otro camino. No servía buscarle defectos a ese chico, en realidad la culpa era solo suya: era idiota. Había presupuesto que ella estaría siempre, pero no fue así. Se le había olvidado decirle lo que sentía o concederle un beso.
Acababa de descubrir, tarde, que las hadas también necesitan besos.
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Mayte Esteban,
relato breve
jueves, 31 de enero de 2019
AQUELLAS TARDES DE SOFÁ Y LIBRO
Las tardes de sofá y libro empezaron a finales de un mes de octubre en el que hacía un frío inusual. El día, uno más de una semana anodina, parecía condenado a convertirse en uno de esos que se olvidan, pero viró el rumbo de la rutina desde recién estrenado: lo recibí despierta y así seguí hasta que terminé la novela que estaba leyendo, cuando ya habían pasado con creces las cuatro de la madrugada.
La primera consecuencia fue que mi cuerpo acusó el golpe de una noche demasiado breve. Unas tremendas ojeras y más desgana de la habitual me acompañaron al instituto y se sentaron conmigo en el pupitre. Para evitar dormirme, la clase de Física y Química la pasé entera fantaseando con los personajes del libro, dándole vueltas a lo que me habían hecho sentir, algo mucho más interesante que los enlaces covalentes. Me pareció escuchar algo de ellos mientras yo seguía perdida en la ciudad de la novela y la aventura que habían vivido los protagonistas. La clase de Matemáticas se pareció mucho. Recuerdo que trató sobre límites, pero los míos divagaban por los de la historia que había leído y su posible continuación. Yo sabía de sobra que no la tenía, pero se me había ocurrido cómo seguir y no podía frenar a mi fértil imaginación.
La idea de escribir esa continuación empezó a tomar forma en mi cabeza. Miré el reloj; aún quedaban demasiadas horas para volver a casa. Un suspiro de contrariedad se escapó sin permiso de mi cuerpo. Era la señal de que me resignaba a aguantar como pudiera -y sin dormirme- hasta que terminase la mañana. El profesor de matemáticas lo interpretó de otro modo. Dejó de escribir en la pizarra, se dio la vuelta y, con la tiza en alto me preguntó: "¿Estás bien?" Pensé en aprovecharme de la mala cara que tenía para decirle que no y regresar a casa, pero mi madre me había regañado por quedarme leyendo hasta tarde y con ella no colaría lo de que estaba enferma. Le dije que no me sucedía nada y procuré prestar atención a los límites.
Procuré...
Después tocaba Religión. Lo que no habían logrado los enlaces covalentes y los límites estuvo a punto de conseguirlo el cura. El tono monocorde de su voz te empujaba hasta los dominios de Morfeo hasta cuando habías pasado una larga noche con él. La mía había sido tan breve como el encuentro clandestino entre dos amantes, por lo que si no hacía algo me acabaría dando un cabezazo contra la mesa. Abrí el cuaderno de la asignatura, que llevaba trasladando desde primero en la mochila, y por primera vez escribí algo en él, aunque no tenía nada que ver con lo que se decía en clase. Cuando sonó el timbre del recreo apenas lo escuché y tampoco le hice caso. Continué sentada en mi pupitre escribiendo, ignorando la invitación de mis amigas para dar una vuelta hasta la plaza.
Después del recreo teníamos Lengua e Historia y me las pasé tomando apuntes... o eso parecía, porque en realidad seguía trabajando en ese relato para el que había tomado prestados los personajes de una novela. El sueño se había evaporado y hasta me pareció que el último timbre de la mañana, ese que siempre esperaba con ansiedad, resultaba demasiado inoportuno.
Volví a casa corriendo y comí, y aunque mi intención era seguir escribiendo, me dormí con el cuaderno en las manos en cuanto me senté en el sofá. Desperté alrededor de las cinco con intenciones renovadas. Iba a seguir, pero no en casa sino en la biblioteca, y allí me presenté con una doble misión. Por un lado, devolver el libro que había ocupado mi noche y llevarme otro para empezarlo antes de dormir. Por otro, buscar una mesa en la que no hubiera nadie y seguir escribiendo mi historia. Porque, a esas alturas, aunque fuera una ladrona confesa de personajes, la historia que ocupaba las páginas del cuaderno de Religión era completamente mía.
La primera misión la completé sin problema. Encontré enseguida otro libro e hice los trámites de devolver uno y tomar prestado el otro.
La segunda fue un fracaso. No sé qué pudo pasar esa tarde, tal vez que había empezado el frío o los exámenes, pero no había ni una sola mesa libre. De hecho, apenas quedaban sillas libres sueltas en las mesas que no estaban del todo ocupadas. Por segunda vez en el día solté un suspiro sonoro que, en el silencio de la biblioteca, provocó que un montón de ojos se volvieran hacia mí.
Hice amago de marcharme, pero en el último instante localicé un sitio ideal en el que instalarme: el sillón donde se leía la prensa. Allí solo había un chico. Tenía un cómic en las manos y estaba sentado en un extremo. Si yo ocupaba el otro, no nos molestaríamos. Tendría que apoyar el cuaderno en las rodillas para escribir, pero a cambio era un sitio cómodo y calentito donde seguir dejando que mi imaginación se convirtiera en un trazo de tinta.
Cuando me acerqué para sentarme, el chico levantó la cabeza y sonrió.
No era a mí, estaba tan inmerso en su libro que ni siquiera se dio cuenta de que le estaba mirando, pero yo fui víctima de su maravillosa sonrisa. Y de sus increíbles ojos azules. Y de la felicidad que transmitía armado tan solo con un libro. Si aquello hubiera sido una película, estoy segura de que la música habría remarcado ese instante.
Sucedió algo en mí; ya no me apetecía escribir el relato de los personajes con los que me había mantenido despierta en clase, acababa de encontrar al protagonista de una historia que no tendría que robarle a nadie. Tendría que inventarlo todo de ese chico, porque lo único que sabía de él era que estaba sentado en la biblioteca un frío día de finales de octubre, con un cómic en las manos.
Y que tenía unos preciosos ojos azules y una sonrisa encantadora.
Me quedé sentada en el sofá durante un largo rato, fingiendo que hacía algo, pero en mi boli no se movía. Se había quedado tan atontado como yo. Cuando vi que se levantaba, reaccioné.
-¿Me lo dejas? -le pregunté, señalando el cómic que llevaba en la mano.
Fue lo primero que acerté a decirle. Me lo dio con una sonrisa de las suyas y yo abandoné el cuaderno para fingir un inusitado interés por Asterix y Obelix hasta que se fuera de la biblioteca. Pensé que lo haría, pero no se marchó. Al poco volvió con otro cómic que dejó a mi lado en cuanto lo terminó. Esperó a que acabase de leer el que me había dejado primero para llevárselo a la estantería antes de traer uno nuevo para él.
-Este es mejor que el otro -me susurró al pasar por mi lado rumbo a la estantería.
No hubo muchas más palabras aquella tarde, aunque sí eligió todos mis libros. Esa la primera tarde de sofá y libro fue el principio de muchas durante años. Puede que estuviéramos en una biblioteca cuyas ventanas daban a una calle de un lugar sin magia, pero para nosotros dos ese sofá fue como atravesar el armario de Narnia.
Nos abrió las puertas de un mundo en el que la imaginación era la dueña y nosotros los protagonistas de la historia.
Nos abrió las puertas de un mundo en el que la imaginación era la dueña y nosotros los protagonistas de la historia.
Al final no me inventé su nombre ni escribí su historia, ni aquella otra que se quedó a medias en el cuaderno de Religión. No hizo falta. Me lo dijo él una tarde cuando se nos acabaron los cómics y salimos a la calle. Desde entonces, la historia la construimos entre los dos.
La historia de una amistad adolescente que empezó con un sofá y un libro.
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Mayte Esteban,
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domingo, 20 de enero de 2019
RUIDO
Cuando empecé a publicar en Amazon, la palabra que más se repetía en el entorno de escritores en el que me movía era la misma.
Ruido.
Teníamos que hacernos notar en un mercado que estaba vetado para nosotros, los autoeditados, y en el que, además teníamos una imagen pésima: son esos fracasados a los que no han querido las editoriales y han optado por el camino de en medio. No digo que no fuera verdad en algún caso, pero en otros muchos había un talento real que mostrar y teníamos un arma nueva, gracias a internet para hacerlo. Podíamos gritar. Podíamos hacer...
Ruido.
Hicimos mucho. Blogs. Facebook. Twitter. Posicionarnos a Amazon en España (nada es gratis ellos nos dieron la oportunidad de publicar, sí, pero la campaña de marketing que montamos les salió a coste de mercadillo de los viernes y en nada aquí todo Dios sabía qué era). Nos dimos a conocer. Algunos hasta firmamos contratos editoriales. Pero eso no era el final del camino. Seguía haciendo falta lo mismo...
Ruido.
Con sus consecuencias, que empiezo a notar ahora, en 2019.
Desde 2014 tengo sordera literaria. Tanto ruido ha provocado que sea incapaz de oír un poco más allá de lo que tengo a dos pasos. Y con oír me refiero a saber quién es quién en esto tan extraño en lo que se ha convertido la literatura. "¿Tú has leído la novela X de fulanita?", me preguntan. Y yo no sé ni quién es fulanita, si me estoy perdiendo algo o mi sordera me ha librado de perder el tiempo. En el caso de la autoedición, donde la calidad ha ido descendiendo hasta situarnos a todos en los niveles de escasísimo respeto que teníamos antes del principio del ruido, parece lógico. Uno no puede conocer a los dos millones de autores que publican cada semana (nótese la hipérbole y la ironía). Pero lo triste es que otros autores -de estos tan "imbéciles" que han publicado con editorial, aunque para ello hayan tenido que someter su texto a un severo juicio, pasarlo, esperar para ver su trabajo más de unas horas y que encima ganan muy poquito-, tampoco me suenan. Y sé por qué. Hay demasiado...
Ruido.
¿Quién se para en las promos de las redes? ¿Quién lee las reseñas en los blogs? Es imposible. No, porque hay mucho...
Ruido.
No es que los árboles no dejen ver el bosque, es que la maleza no permite ni caminar por él.
Y es una pena.
Ruido.
Teníamos que hacernos notar en un mercado que estaba vetado para nosotros, los autoeditados, y en el que, además teníamos una imagen pésima: son esos fracasados a los que no han querido las editoriales y han optado por el camino de en medio. No digo que no fuera verdad en algún caso, pero en otros muchos había un talento real que mostrar y teníamos un arma nueva, gracias a internet para hacerlo. Podíamos gritar. Podíamos hacer...
Ruido.
Hicimos mucho. Blogs. Facebook. Twitter. Posicionarnos a Amazon en España (nada es gratis ellos nos dieron la oportunidad de publicar, sí, pero la campaña de marketing que montamos les salió a coste de mercadillo de los viernes y en nada aquí todo Dios sabía qué era). Nos dimos a conocer. Algunos hasta firmamos contratos editoriales. Pero eso no era el final del camino. Seguía haciendo falta lo mismo...
Ruido.
Con sus consecuencias, que empiezo a notar ahora, en 2019.
Desde 2014 tengo sordera literaria. Tanto ruido ha provocado que sea incapaz de oír un poco más allá de lo que tengo a dos pasos. Y con oír me refiero a saber quién es quién en esto tan extraño en lo que se ha convertido la literatura. "¿Tú has leído la novela X de fulanita?", me preguntan. Y yo no sé ni quién es fulanita, si me estoy perdiendo algo o mi sordera me ha librado de perder el tiempo. En el caso de la autoedición, donde la calidad ha ido descendiendo hasta situarnos a todos en los niveles de escasísimo respeto que teníamos antes del principio del ruido, parece lógico. Uno no puede conocer a los dos millones de autores que publican cada semana (nótese la hipérbole y la ironía). Pero lo triste es que otros autores -de estos tan "imbéciles" que han publicado con editorial, aunque para ello hayan tenido que someter su texto a un severo juicio, pasarlo, esperar para ver su trabajo más de unas horas y que encima ganan muy poquito-, tampoco me suenan. Y sé por qué. Hay demasiado...
Ruido.
¿Quién se para en las promos de las redes? ¿Quién lee las reseñas en los blogs? Es imposible. No, porque hay mucho...
Ruido.
No es que los árboles no dejen ver el bosque, es que la maleza no permite ni caminar por él.
Y es una pena.
jueves, 10 de enero de 2019
DEMASIADO VIEJAS PARA QUERERLAS
Leía estos días un artículo de prensa en el que un autor francés de cincuenta años (me ahorro el nombre porque se le está dando una publicidad innecesaria) afirmaba que no le gustan las mujeres de cincuenta porque son "demasiado viejas para quererlas". A las mujeres de esa edad se nos quedó cara de "qué me estás contando", sobre todo porque para querer a alguien es bien sabido que la edad importa más bien poco.
O eso pienso yo, que las almas de las personas no entienden de edad y el amor mucho menos.
En realidad, si se hubiera quedado ahí, aunque es bastante ofensivo para quienes rondamos esta edad, -a las que nos condena a una vida de soledad y ausencia de amor porque ya se nos ha pasado la fecha de caducidad como si fuéramos yogures-, no hubiera desatado tanta polémica. Pero hay más. Según ese mismo artículo, publicado en la revista Marie Claire, también afirmó con contundencia: "El cuerpo de una mujer de 25 años es extraordinario. El cuerpo de una mujer de 50 años no es extraordinario en absoluto".
Aquí es donde se metió en un jardín de los gordos.
Resulta que no estaba hablando del alma de una persona, que se supone que es de lo que te enamoras de verdad, sino del cuerpo, del deterioro físico al que conduce la edad y que provoca que la firmeza de otro tiempo se pierda y, con ella, deduzco, el atractivo. Porque, leído esto, solo te queda pensar que un alma bien amueblada no es tan interesante como unos pechos firmes o un culo en su sitio.
Mujeres de 50, no sé qué hacemos leyendo en lugar de ir al gimnasio a practicar spinning.
Multitud de famosas, en sus cuentas de las redes, le han dado la réplica a la estupidez que ha dicho un señor, al que no conozco de nada, pero que intuyo en plena crisis de madurez. Digo yo que a los señores también se les caen las cosas. No mantienen sus biceps en plena forma y la barriga empieza a desarrollar una tendencia hacia una forma esférica que, quizá, solo quizá, no ha tenido desde antes. Y se llenan de arrugas, porque no son inmunes al paso del tiempo. Tal y como le sucede a las mujeres. Exactamente lo mismo porque pertenecemos a la misma especie.
La verdad es que, si lo pensamos despacio, da lo mismo lo que le guste a este señor, mientras no cometa un delito de pederastia es perfectamente lícito que prefiera estar con mujeres jóvenes. Incluso que lo diga. Otra cosa es cómo lo ha dicho, aunque me reservo una pequeña duda, aquella que me hace pensar que a veces, las palabras descontextualizadas adquieren significados que no han salido de tu boca. La verdad es que, como estrategia de marketing para que hablen de él en medio planeta le ha quedado bordada, porque lo ha conseguido del todo, aunque para ello haya tirado por tierra su reputación de pensador (se supone que los escritores piensan) y se haya retratado a sí mismo como un ser humano bastante superficial.
Al final del artículo había una frase que ha pasado un poco más desapercibida: "¡Las mujeres de 50 tampoco me miran a mí!".
Igual es eso, tal vez es que, cuando cumples años, las personas con cientos de miles de tonterías las vas esquivando con una habilidad que no tienes a los 25 porque te faltan años de calle y experiencias vitales para saber que hay ciertos hombres a los que hay que mantener a toda la distancia posible. Solo puede ser, es una hipótesis, que alguna de 50 le haya hecho sentirse inferior intelectualmente y haya tenido que buscar en otro rango de edad menor a quien le soporte las tonterías.
A los cincuenta y alrededores, ahora hablo desde mi perspectiva, la paciencia te la quedas para las cosas importantes y, puestos a elegir, creo que un neurótico que dice tonterías cada vez que abre la boca lo relegas a un lugar que no sea tu cama.
O tu corazón.
Porque, las de 50, aunque seamos demasiado viejas para querernos, de tontas no tenemos un pelo.
(Todavía me queda para tener esa edad, pero como si los tuviera).
O eso pienso yo, que las almas de las personas no entienden de edad y el amor mucho menos.
En realidad, si se hubiera quedado ahí, aunque es bastante ofensivo para quienes rondamos esta edad, -a las que nos condena a una vida de soledad y ausencia de amor porque ya se nos ha pasado la fecha de caducidad como si fuéramos yogures-, no hubiera desatado tanta polémica. Pero hay más. Según ese mismo artículo, publicado en la revista Marie Claire, también afirmó con contundencia: "El cuerpo de una mujer de 25 años es extraordinario. El cuerpo de una mujer de 50 años no es extraordinario en absoluto".
Aquí es donde se metió en un jardín de los gordos.
Resulta que no estaba hablando del alma de una persona, que se supone que es de lo que te enamoras de verdad, sino del cuerpo, del deterioro físico al que conduce la edad y que provoca que la firmeza de otro tiempo se pierda y, con ella, deduzco, el atractivo. Porque, leído esto, solo te queda pensar que un alma bien amueblada no es tan interesante como unos pechos firmes o un culo en su sitio.
Mujeres de 50, no sé qué hacemos leyendo en lugar de ir al gimnasio a practicar spinning.
Multitud de famosas, en sus cuentas de las redes, le han dado la réplica a la estupidez que ha dicho un señor, al que no conozco de nada, pero que intuyo en plena crisis de madurez. Digo yo que a los señores también se les caen las cosas. No mantienen sus biceps en plena forma y la barriga empieza a desarrollar una tendencia hacia una forma esférica que, quizá, solo quizá, no ha tenido desde antes. Y se llenan de arrugas, porque no son inmunes al paso del tiempo. Tal y como le sucede a las mujeres. Exactamente lo mismo porque pertenecemos a la misma especie.
La verdad es que, si lo pensamos despacio, da lo mismo lo que le guste a este señor, mientras no cometa un delito de pederastia es perfectamente lícito que prefiera estar con mujeres jóvenes. Incluso que lo diga. Otra cosa es cómo lo ha dicho, aunque me reservo una pequeña duda, aquella que me hace pensar que a veces, las palabras descontextualizadas adquieren significados que no han salido de tu boca. La verdad es que, como estrategia de marketing para que hablen de él en medio planeta le ha quedado bordada, porque lo ha conseguido del todo, aunque para ello haya tirado por tierra su reputación de pensador (se supone que los escritores piensan) y se haya retratado a sí mismo como un ser humano bastante superficial.
Al final del artículo había una frase que ha pasado un poco más desapercibida: "¡Las mujeres de 50 tampoco me miran a mí!".
Igual es eso, tal vez es que, cuando cumples años, las personas con cientos de miles de tonterías las vas esquivando con una habilidad que no tienes a los 25 porque te faltan años de calle y experiencias vitales para saber que hay ciertos hombres a los que hay que mantener a toda la distancia posible. Solo puede ser, es una hipótesis, que alguna de 50 le haya hecho sentirse inferior intelectualmente y haya tenido que buscar en otro rango de edad menor a quien le soporte las tonterías.
A los cincuenta y alrededores, ahora hablo desde mi perspectiva, la paciencia te la quedas para las cosas importantes y, puestos a elegir, creo que un neurótico que dice tonterías cada vez que abre la boca lo relegas a un lugar que no sea tu cama.
O tu corazón.
Porque, las de 50, aunque seamos demasiado viejas para querernos, de tontas no tenemos un pelo.
(Todavía me queda para tener esa edad, pero como si los tuviera).
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