martes, 13 de agosto de 2019

EL VERANO NO LECTOR

Hace años, esperaba el verano con impaciencia. Era un tiempo mágico en el que tenía todas las tardes para dedicar a leer, algo vetado en invierno. Entre las obligaciones del trabajo y de los niños, apenas me quedaba tiempo ni energía ni siquiera para llegar a la cama con ganas de abrir un libro. Por eso, las tardes de verano suponían la oportunidad de resarcirme de ese tiempo de no lecturas.

Lo tenía todo controlado.

Después de comer, acostaba a la bruji para que se echase la siesta, mientras yo esperaba con mi príncipe. A veces veíamos la tele, otras jugábamos y, las más, mientras él se entretenía con cualquier libro -me salió curioso-, yo aprovechaba para escribir un par de horas esas historias que ni por lo más remoto imaginaba que algún día leería alguien.

Cuando ella despertaba, les daba la merienda y nos íbamos al parque.

Llegar hasta allí, con el calor aplastándonos por el camino, era costoso, pero la recompensa vendría a la vuelta cuando, sobre las ocho de la tarde, cuando el clima era más benévolo, tuviéramos un agradable paseo de vuelta a casa.

Una vez allí, bajo los enormes pinos de quince metros de alto, mi príncipe buscaba a sus amigos, mi bruji jugaba con el cacharrerío que siempre acarreábamos y yo abría mi libro. De vez en cuando echaba un vistazo, para ver si todo estaba tranquilo, pero la verdad es que son tan buenos que tenía poco que vigilar.

Leía.

Un libro detrás de otro, con la tranquilidad que da saber que nadie te va a interrumpir en tu tarea. Mientras estaba en ese parque, también estaba en París, resolviendo un asesinato al lado de un detective desastroso, o me había ido a la Edad Media, de la mano de un hombre que tenía buena mano con los caballos. O, alguna vez, me sumergía en las aventuras de un niño mago, que me tenían tan fascinada como si la niña fuera yo. Daba igual, nunca he sido fiel a un género, porque creo que los buenos lectores lo son de todo, o al menos eso es lo que aprendí en mi biblioteca del alma.

Esos veranos era capaz de resarcirme de todo el tiempo de sequía lectora y, cuando acababan, me quedaba un poco la pena de saber que me esperaban otros nueve meses de intenso trabajo hasta que pudiera volver a emprender esa mágica rutina.

Pero los niños crecen, las obligaciones de madre que va al parque con ellos llegó un verano que desaparecieron. Ya iban solos a la piscina, con sus amigos, y yo no tenía nada que vigilar. Sin mis pinos, la brisa suave que mitigaba ese calor insoportable, sin ese trabajo extra, empecé a quedarme en casa. Con el ordenador a mano, casi cada verano he escrito una novela. Algunas se han publicado, otras permanecen en mi disco duro a la espera de que les llegue el turno. Leer dejó de ser una prioridad, aunque no lo abandoné.

Hasta 2019.

No sé si es que está siendo un año atípico en todo, pero el caso es que no encuentro el libro que me haga retomar el hilo, el que me enganche de nuevo a esto tan mágico que es leer. Lo he intentado, he leído muchísimos fragmentos en mi kindle, pero ninguno ha cubierto expectativas y los he dejado correr. Ya no eran las faltas de ortografía -que las hay hasta en los que presumen en sus perfiles de no tenerlas-, era el aburrimiento mortal de que me contaran una historia repetida sin el aliciente de una escritura fascinante. O que yo no tengo ganas de seguir haciendo lo mismo que he hecho hasta ahora, que hasta lo que más nos gusta llega un día que nos cansa y necesitamos explorar nuevos senderos.

Quizá este verano no lector me esté diciendo algo.

No sé, tendré que darme tiempo para averiguar si es lo que sucede.

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