jueves, 12 de septiembre de 2024

XCVII: RETRATO. MACHADO Y YO

 

Imagen Freepick

XCVII

RETRATO

 

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,

y un huerto claro donde madura el limonero;

mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;

mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

 

Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido

—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—,

más recibí la flecha que me asignó Cupido,

y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.

 

Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,

pero mi verso brota de manantial sereno;

y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,

soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.

 

Adoro la hermosura, y en la moderna estética

corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;

mas no amo los afeites de la actual cosmética,

ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.

 

Desdeño las romanzas de los tenores huecos

y el coro de los grillos que cantan a la luna.

A distinguir me paro las voces de los ecos,

y escucho solamente, entre las voces, una.

 

¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera

mi verso, como deja el capitán su espada:

famosa por la mano viril que la blandiera,

no por el docto oficio del forjador preciada.

 

Converso con el hombre que siempre va conmigo

—quien habla solo espera hablar a Dios un día—;

mi soliloquio es plática con ese buen amigo

que me enseñó el secreto de la filantropía.

 

Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.

A mi trabajo acudo, con mi dinero pago

el traje que me cubre y la mansión que habito,

el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

 

Y cuando llegue el día del último viaje,

y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,

me encontraréis a bordo ligero de equipaje,

casi desnudo, como los hijos de la mar.


Antonio Machado 


***

 

 

Me maravilla cómo, en unos pocos versos alejandrinos, fuiste capaz de decir tanto. Hablar del amor, de la infancia, de la política, de la poesía, de la religión, de la libertad y de la muerte. En serventesios, se te escapa ese hombre fascinado por el Modernismo que fuiste al principio, pero también cómo fue cambiando tu criterio a medida que se popularizó y dejó de ser algo tan especial como lo que mostraba Darío. Hablas de ti mismo, de cómo te veías en el espejo y cómo deseas que se te recuerde, y del orgullo que sientes por haber sido capaz de no dejar deudas pendientes.

 

La premonición de los últimos versos me estremece, porque no podías saberlo y, sin embargo, lo escribiste.

 

Y cuando llegue el día del último viaje,

y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,

me encontraréis a bordo ligero de equipaje,

casi desnudo, como los hijos de la mar.

  

Lo sentiste, como se siente lo inmenso, sin poder explicarlo.

 

Todo, con palabras sencillas, las tuyas, las que algunos aún siguen sin entender que, bien ordenadas, despierten sentimientos tan profundos.


(Seguirá)

martes, 10 de septiembre de 2024

MACHADO Y YO: CADA VEZ

Imagen generada por Freepick

 Cada vez...


Todas las veces que volvía a registrar una novela, regresaba a tu casa. A pedir tu bendición, a agradecerte la mano invisible, yo qué sé. Y cada una de las veces, aunque suene imposible, te sentí a mi lado, al lado de esa niña soñadora que sabe que nunca va a ser grande, pero que, pequeña y todo, se esfuerza por dejarse el alma en cada historia.

Solo te he fallado cuando el virus me ha obligado a cambiar la presencialidad por registros virtuales, cuando el tiempo que vivimos se convirtió en una pesadilla que nos robó hasta las pequeñas cosas que nos habíamos inventado para no sentirnos tan solos.

Nos robó la intimidad de un pacto entre escritores de dos épocas que en realidad es solo mío, pero que siempre quiero pensar que compartimos los dos.

Te preguntarás por qué te cuento todo esto, qué voy a hacer que necesita tanto preámbulo. Voy a recoger esos poemas tuyos que tanto me gustan y voy a reunirlos. Me gustaría hacer otra cosa, leerlos, poner en ellos voz y emoción. Sueño que esto que escribo podría ser un audiolibro.

¿Por qué no?

Tal vez me atreva, tal vez cuando aprenda lo intente.

Tal vez, no tardando, eso sea tan sencillo como autoeditar un libro.

No solo voy a transcribir los poemas, voy a hablar de sensaciones, de lo que evocan para mí, de lo que se me ocurra. Tú ya me conoces, mi mente es puro caos y necesito escribir para ordenarme.

Pero, además, siempre he pensado una cosa. Los poemas no están para medirlos ni para catalogarlos, están para sentirlos y sentirnos en ellos, y eso es lo que siempre me ha pasado contigo. Yo te siento y me siento a tu lado, imaginando que me los recitas. Yo me emociono y quiero contarte a la vez esas emociones que me despiertas. Dejo a otros lo de analizar rimas y contar sílabas y yo estoy hablando de piel y alma. 

Si me quieres escuchar, poeta…

(Seguirá)

sábado, 7 de septiembre de 2024

MACHADO Y YO: 4 DE JUNIO DE 2009

 

Imagen de la Casa Museo de Antonio Machado en Segovia

4 de junio de 2009


La sede segoviana de Cultura está en la Plaza de la Merced. Seguro que la recuerdas, está muy cerca de la catedral y desemboca en la calle Daoiz que, cuesta abajo, conduce hasta el Alcázar. 

En esa plaza se encuentra el primer jardín público que se construyó dentro del recinto amurallado de la ciudad, allá por el XIX, así que imagino que alguna vez te sentaste bajo sus árboles en algún banco, a descansar tus doloridos pies y a disfrutar de las tardes primaverales que tan bonitas son en Segovia. Yo imaginó que en ella soñaste versos, de esos que a veces, cuando no encontrabas papel, te escribías en el puño de la camisa.

Soy de imaginación poderosa, pero eso ya lo sabes, hemos compartido conversaciones imaginarias toda la vida.

No estoy segura de que en tu tiempo la plaza se llamase así, quizá por entonces era Alfonso XII. Ya sabes que los políticos, según vengan los aires, le van cambiando el nombre a los lugares, jugando con nuestra memoria. En cualquier caso, seguro que recuerdas el jardín y que allí estaba el antiguo convento de los mercedarios. Aunque a lo mejor no sabes que, en el centro de ella, desde los setenta, hay una escultura de tu buen amigo Rubén Darío.

Sé que estuviste alguna vez en ella, aunque nadie me lo haya contado, porque vivías a dos pasos. Según encaras esa cuesta abajo desde la Plaza Mayor, por la calle Marqués del Arco, la primera calle a la derecha es la calle de los Desamparados. Tu calle. En la que está esa pensión que cuando tú viviste en Segovia regentaba Luisa Torrego y que se convirtió en tu hogar.

La que hoy es tu Casa Museo.

Después de hacer los trámites con el libro en cultura ese 4 de junio, te hice una visita.

En el jardín, rodeado de rosales, hiedras y césped, me recibió tu busto, el que te dedicó con admiración y respeto Emiliano Barral en 1920, que captó tu aire ausente y tu gesto de hombre bueno. Una copia, el original no he averiguado dónde lo tienen, pero no quiero buscarlo. Tal vez un día lo encuentre en cualquier viaje y no me quiero perder la emoción del descubrimiento. Porque me emocionaré, poeta, la belleza provoca en mí un sentimiento tan poderoso que soy incapaz de controlar.

Ese día entré en la casa, hice la visita como si fuera una turista, pasé mis dedos por la mesa del comedor —idéntica a la mesa de mi casa de Turégano—, y al rebasar por una cómoda antigua y desportillada apoyada en la pared, vi el libro de firmas para los visitantes.

No sé de dónde saqué la osadía de agarrar el bolígrafo y escribirte mis planes.

No sé por qué lo hice, supongo que si tuviera fe estaría pidiendo tu bendición para lo que quería emprender en adelante. Para escribir, para atreverme a ser lo que soñaba, aunque no tuviera nada más que mis palabras y mi tesón para salir adelante. Ni padrinos, ni contactos, ni puñetera idea de por dónde empezar.

Le estaba pidiendo permiso a mi maestro, como la alumna aplicada que siempre fui.

Dejé mi firma.

Dejé una promesa.

Y al volver a pasar por el busto que está en el patio, justo al lado de la cancela, creo que me sonreíste.

Puede que no, puede que también lo imaginase.


(Seguirá)


viernes, 6 de septiembre de 2024

MACHADO Y YO: 2009

Imagen creada con Leonardo AI

 

2009


Ese año, muchos después de aquella herida, sucedió algo. Yo ya no vivía en Azuqueca, aunque seguía visitando el cementerio, que en este momento también acogía a mi padre y a mi abuelo. Yo ya tenía hijos y era una adulta, al menos por fuera. Ese año, en 2009, me atreví a dejar ver lo que escribía. Y sucedió algo extraordinario, porque regresó con un premio. Recordando a la niña osada que era en esa infancia que se evaporó en un día, con el dinero que gané, se me ocurrió autoeditar La arena del reloj.

Esa novela que no es ni siquiera una novela.

Escribirla con mi padre fue vivir otro duelo a mi manera, esta vez el suyo. Lo hicimos así, nos despedimos cuando aún podíamos tocarnos y sentirnos, aunque en cada mirada hubiera una tristeza infinita y en cada palabra la sombra de que se nos estaban agotando las horas. Es la historia de sus momentos felices. Donde nos dijimos lo importante y en el que me dejó fragmentos de su vida para que, cuando lo extrañara, pudiera volver a ella y encontrarme con su voz.

Eva Ortiz, la directora de esa biblioteca que fue mi otro hogar, lo leyó y me encargó una charla sobre autoedición —siempre ha tenido una fe ciega en mis posibilidades—. Yo no sabía nada de eso, así que lo inmediato fue negarme. Al fin y al cabo, lo que había hecho no era más que imprimir un texto con forma de libro en una página de internet que encontré una tarde de domingo. Un texto, además, que era tan personal que ni siquiera era lógico compartirlo. Pero Eva intuyó que era mucho más que eso, que estaba lleno de universales, de sentimientos que eran míos, pero también un poco patrimonio de todos, y su insistencia, y esa que soy a veces cuando venzo al miedo, prendieron la mecha de las ganas.

Me atreví.

Nunca he tenido pereza para estudiar y explorar, y decidí que haciendo algo es como mejor se aprende, así que investigué y realicé el proceso entero de convertirme en mi propia editora con otra novela que sería la que ilustraría la charla.

Le lavé la cara, la puse al día y me fui hasta Segovia, para registrarla en Cultura.

Y allí, volviste a aparecer tú.


(Seguirá)


jueves, 5 de septiembre de 2024

MACHADO Y YO: 22 DE FEBRERO DE 1988

Imagen generada por Freepick

 22 de febrero de 1988


No te enseñan esto en ninguna parte. Nadie te cuenta, porque a los niños no se les cuentan historias terribles, que puedes morir demasiado pronto. El 22 de febrero de 1988, el mismo día que hacía 49 años de tu muerte, también murió la niña que fui. 

Tan de repente, tan sin sentido, que no tuve tiempo para hacerme a la idea.

Recordarlo hoy para contártelo, tantos años después, hace que las lágrimas broten descontroladas y escribo desde unos ojos empañados y un corazón que vuelve a sentirse encogido. La herida fue tan grande que todavía me cuesta pensar en ella, por mucho que lleve más de media vida en mi alma. Tal vez si hubiera sido ahora, mis padres habrían acudido a profesionales, pero entonces ni se les pasó por la cabeza. Me dejaron curarla sola, con los pocos recursos que una criatura que todavía no ha vivido puede tener a su alcance. Como tú, cuando murió Leonor, tuve que acudir a las palabras para que fueran ellas quienes me ayudasen a serenar los latidos y a aceptar lo que había pasado.

Sin saber que ese era un camino, el instinto me empujó a hacer lo mismo que tú habías hecho una vida antes. Busqué refugio en consonantes y vocales, me abrigué con metáforas y sinestesias, en las tuyas y en las que torpemente componía mi mente atormentada. Busqué templar ese incendio que amenazaba con llevarme por delante y creo que lo conseguí.

Al menos, logré no desaparecer, aunque me quemé tanto que aún puedo recorrer cada una de las cicatrices que aquello dejó en mí.

Ese día, el 22 de febrero de 1988, fue mi bautizo de muerte, esa que se llevó mi alegría. Mi inocencia. Mi infancia eterna. Mis ganas de vivirlo todo.

Un reloj se detuvo en una vida y otra, la mía, se congeló en ese instante a causa del impacto. Justo como mi corazón, que se rompió y aun ando buscando los pedazos. El golpe que recibí fue tan certero que durante meses me cuestioné todo, me hice preguntas que están reservadas para la tarde de nuestras vidas y no para esa primavera que se presupone a los dieciocho.

Tus preguntas.

Las que en tus poemas laten hoy, un siglo después de que las escribieras, porque son verdades universales, son humanas. Me escribiste sin conocerme, recreaste en poemas todas las emociones que latían en mí y espantaban la alegría, llenándome el alma de sombras.

Como tú, él se fue un 22 de febrero.

Y tú, sin estar, me agarraste de la mano para que pudiera salir de ese agujero en el que caí. Me aferré a tus palabras, las bebí, las saboreé, me acompañaron en esas noches tan largas y tan oscuras que siguieron a ese día de tormenta. Me arrasó no ser capaz de expresar en voz alta cómo me sentía, hizo que el dolor se me incrustara en el alma, de donde no era capaz de sacarlo. No sé qué hubiera hecho sin ti.

Sin tus poemas.

Sin tus pensamientos.

Pasó el tiempo, se aplacó el sufrimiento y el cementerio se convirtió en un lugar donde encontrar la calma. Mis visitas en esa época eran habituales, aunque nunca le decía a nadie dónde iba. Cambié la bicicleta del principio por un coche cuando aprendí a conducir y subía un rato en cuanto podía. Allí, frente a esa chica que está sentada en su tumba con un libro en su regazo, me quedaba un rato hasta que notaba que el dolor disminuía, que la armonía regresaba a mí y que podía volver a fingir que no estaba rota.

Nunca llevé nada en las manos —las flores son para los vivos, eso he pensado siempre—, llevé mis emociones y tus poemas en la memoria, que danzaban siempre por ella, supliendo a unas oraciones en las que no creo, recordándome que recordar te devuelve a los que perdiste.

Al menos, lo suficiente para no volverte loco.

Al menos, lo suficiente para poder seguir vivo.


(Seguirá)