Hace unos días, un tremendo accidente de coche estuvo a punto de llevarse por delante la vida de una de mis amigas. Afortunadamente está muy bien, sobrevivirá sin problemas a las secuelas físicas, que en principio no parecen graves, pero me ha dicho que no piensa en el futuro. Una imprudencia ajena la puso frente a la muerte y aunque aparentemente salió bien del trance, se ha propuesto no hacer planes a largo plazo, o sea, más allá de hoy mismo. Supongo que todo está tan reciente que no puede dejar de pensar en ese coche que, repentinamente, se le vino encima. Justo ahora que ya casi estaba curada de otra adversidad. Este golpe, sumado a la amargura que siempre te dejan las historias que acaban mal, ha paralizado su capacidad de soñar.
Estoy segura de que es un sentimiento pasajero. Cuando las heridas se curen y su vida se normalice supongo que volveremos a planear alguna cena, una tarde en Madrid viendo un musical, o simplemente, un café por la mañana. Esto será solo uno más de los palos que te da la vida de los cuales, siempre, se aprende. Aunque de alguno como este, las dos estuvimos de acuerdo, no queremos aprender nada.
Yo quiero que siga soñando, que en esta receta de su vida desaparezcan los ingredientes amargos, los que han ido dejando mal sabor. Tengo ganas de que llegue el día en el que esto sólo sea un recuerdo triste, que aparcará en su mente para vivir otros infinitamente mejores. Yo, para cuando esté bien, quiero presentarle a Andrés. No es alguien real, es un personaje de una de mis novelas, pero está construido a partir de sus sentimientos. Una frase que me dijo en un café, una mañana horrible en el que todo parecía incluso más negro que ahora, cambió a una novela que llevaba años atascada. Aprendí de golpe que, sin vivir, no se puede contar la vida. O al menos sin mirarla muy de cerca.
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