Para escribir una novela ambientada en un período de la historia que no es contemporáneo al autor es necesario documentarse mucho más que para una que sí lo es. Es la única manera de empaparse del momento y crear la atmósfera necesaria para que el lector se sienta en el instante que se le quiere mostrar.
En ese proceso de documentación, mucha de la información que se recopila no sirve para después redactar la novela. En realidad debe ser así, pues de otro modo nos acabarían saliendo libros con miles de páginas que aburrirían hasta al lector más dispuesto.
Una de las cosas que no he utilizado en la novela que estoy a punto de presentaros, La colina del almendro, es todo lo relativo a un coche.
Como es sabido, a finales del siglo XIX, Nicolaus August Otto diseñó el primer motor de combustión interna. Fue un invento revolucionario en el que enseguida se fijaron mentes despiertas que empezaron a desarrollar un sector absolutamente novedoso y revolucionario: la automoción. Al principio, como es lógico, los automóviles eran objetos de lujo que solo estaban al alcance de muy pocos. Entre las clases altas empezaron a sustituir a los coches de caballos como medio de transporte y la realeza, por descontado, también los adquirió. En 1914, un automóvil descapotable como el Gräf & Stift era algo que muy pocos se podían permitir.
Cierto es que Henry Ford había empezado a fabricar en serie el modelo T, aplicando las teorías de Taylor en su industria, que con inteligencia y muchas dotes de algo que hoy se llama marketing acabó haciéndose multimillonario, pero el mundo no viajaba a la velocidad de hoy y algo que había empezado en 1908 en EE.UU. no había llegado a Europa en 1914. Todavía se veían pocos vehículos, que solían compartir las calles con los coches de caballos y las bicicletas.
El 28 de junio de 1914, a bordo de un coche, iba a cambiar la historia. El Archiduque Francisco Fernando, heredero del trono austrohúngaro, acompañado de su esposa Sofía, recorría una calle de Sarajevo en el asiento trasero de un Gräf & Stif. Asistía a un acto oficial, en el que se iba a producir una inauguración y un acto en el ayuntamiento cuando, a mitad de recorrido, una bomba lanzada por uno de los integrantes del grupo terrorista que pretendía asesinarlo rebotó en la capota, cayó al suelo y explotó bajo el siguiente vehículo de la comitiva.
En un primer intento, el Gräf & Stift Double Phaeton, o más bien la casualidad, les salvó la vida.
Los actos oficiales no se interrumpieron y el Archiduque se trasladó, como estaba previsto, al ayuntamiento. Allí tenía que pronunciar un discurso. Se dice que, en algún momento, medio en broma, le comentó al alcalde que vaya manera de recibirlo habían tenido (esto no lo he podido confirmar, pero no me resistía a guardármelo).
Al terminar, las autoridades decidieron que los archiduques hicieran un recorrido diferente al que estaba previsto, evitando las calles más estrechas del centro. Era una buena idea, pero se les olvidó avisar al conductor. El resto de los coches de la comitiva empezaban a tomar otro rumbo y el chófer, al ser avisado por sus compañeros de los cambios que se habían pactado, paró para dar marcha atrás.
El motor se caló.
Fue ese momento el que aprovechó el activista de la Mano Negra, Gavrilo Princip, para disparar a los herederos: al Archiduque en el cuello y a Sofía en el abdomen. El resto de la historia es bien conocido. Austria dio un ultimátum a Serbia, al creerlos cómplices del asesinato del heredero y su mujer. Es decir, no se acusaba del atentado, puesto que no se había podido probar después e la investigación policial, pero sí de tolerarlo. El malestar que se generó se fue extendiendo por una Europa que en esos tiempos era un polvorín y el resultado es de sobra conocido, el primer gran conflicto de la historia a escala mundial que supuso el principio de el siglo XX.
Y todo, empezó en un coche...
MAYTE ESTEBAN. Escritora. Abrí paso en España al mundo de la autoedición. Hoy publico con HarperCollins.
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sábado, 3 de agosto de 2019
lunes, 7 de agosto de 2017
ESCRIBIR BAJO SEUDÓNIMO
No sé si alguna vez lo he dicho, pero escribo bajo un
seudónimo. No fue intencionado, la realidad es que vivo bajo un seudónimo desde
que nací, pero no lo sabía. Ni siquiera me lo había planteado hasta que fui a
registrar mi primera novela en Cultura, en Segovia. La funcionaria que me
atendió me dijo que tenía que volver a poner una portada en la novela con mi nombre real y debajo de él el seudónimo, ya que Mayte Esteban lo era.
Vale, yo sabía que no es mi nombre, no soy tonta, pero no se
me pasó por la cabeza que poniendo mi diminutivo en lugar de mi nombre del DNI
estaba usando un seudónimo.
Hoy me he puesto a pensar por qué se usan los seudónimos
(cuando se hace de manera consciente, claro, lo mío no vale). Lo más frecuente
es que una persona que firma con un alias lo haga para mantener su identidad a
salvo, oculta a los demás. Pero ¿por qué? Buceando por la red he encontrado
estas curiosas historias de autores que firmaron sus obras bajo un seudónimo.
Lewis Carol,
autor de Alicia en el País de las
Maravillas, se llamaba en realidad Charles
Lutwidge Dodgson, un nombre infinitamente más largo y difícil de recordar
pero, sobre todo, su nombre real, por el que era conocido en su círculo social
y con el que firmaba sesudos artículos matemáticos, entre otros. Quizá eso hizo
que tratase de separar su lado serio con el del escritor que firmó una obra
mágica, loca, a ratos incoherente y con muy poco de científico en ella. Esa, se
especula, podría ser la razón para ocultar su verdadera identidad.
Una autora que firmó con seudónimo fue la mismísima Jane Austen. Al principio, ni siquiera usó
un nombre, tan solo un escueto "By
a Lady". ¿Timidez? ¿Prejuicios sociales de la época? Quizá un poco de
todo, porque si hay un sexo en el que el uso de seudónimo muchas veces se ha
convertido en necesidad es en el femenino.
En España también tenemos casos de seudónimos famosos que
escondían a una mujer. Uno de los primeros fue Fernán Caballero, alias empleado por Cecilia Böhl de Faber y Larrea para publicar sus obras. A ella las
que la obligaron fueron las circunstancias: su padre le prohibió expresamente
escribir en casa. Y eso que su madre era escritora… El machismo imperante en la
sociedad del XIX también afectó a las archifamosas hermanas Brontë, que tuvieron que usar, las
tres, seudónimos masculinos para publicar.
Pero a veces, alguna, sucede lo contrario. Yasmina Khadra es el seudónimo femenino
del escritor argelino Mohammed Moulessehoul. Después de publicar con su nombre
real, decidió usar un alias por motivos políticos. Quería expresarse con mayor
libertad sobre la situación de su país y por eso usó un nombre distinto, tan
distinto que es de mujer.
Otro caso más reciente, y por duplicado, es el de J.K. Rowling. Su editorial le aconsejó
“ocultar” con las iniciales de su nombre su condición de mujer, porque le
aseguraron que no tendría ninguna oportunidad como autora de fantasía,
subgénero donde los que triunfan son los hombres. Vamos, un resbalón de libro
el de sus editores. No hace falta que recuerde que es la escritora mejor pagada
en la actualidad, puesto que la saga de Harry
Potter la ha hecho mundialmente famosa, y me da la sensación de que desde
el primer libro supimos que era mujer. Y nos dio exactamente lo mismo. Pero
decía que su caso era por duplicado, puesto que hace unos años publicó una novela
para adultos que recibió muy malas críticas (era normalita tirando a aburrida,
nada que ver con el mundo mágico). Pensando que quizá su popularidad había
jugado en contra, la siguiente vez publicó bajo el seudónimo de Robert Galbraith. Tampoco la novela era
una maravilla, pero la crítica no se cebó con ella. Al final, el hecho de que
un absoluto novato tuviera el mismo agente que la famosísima autora hizo saltar
las alarmas y acabó teniendo que confesar que ella era la autora de la novela
de Galbraith. Vaya, que el tal Robert no existía, salvo como un seudónimo de la
famosa escritora británica.
Yendo a lo próximo, en los últimos años he conocido algún caso en el que se usaba un seudónimo porque se pretendía que la familia no se enterase de su faceta literaria. Ya sé que esto va un poco en contra del ego del escritor, que parece que siempre quiere ser reconocido, pero hay determinados géneros, como la literatura erótica (hace unos años más que ahora) que era complicado confesar que se escribían. Creo que pesa más esto que la familia.
Algunas personas de la mía, después de ocho libros todavía
no saben que escribo…
Separar dos facetas distintas, deshacerse de una fama
mundial que puede ser perjudicial cuando decides abordar otro subgénero, liberarse de trabas sociales y del machismo
de una época pueden ser razones de peso para publicar bajo
seudónimo. O esconderse.
¿Se os ocurre alguna razón más para publicar con seudónimo?
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