El pasado 29 de agosto estrené novela, La colina del almendro, publicada por HarperCollins Ibérica en la colección Top Novel en digital. El miércoles 11 de septiembre será el día en el que llegue a las librerías en formato papel.
Me consta que la estáis esperando así, y os aseguro que me encanta saberlo porque para mí significa algo. También tengo preferencias en cuanto a los libros.
Cuando no me dicen nada, puedo leerlos a través de programas con KU o Prime reading. No me importa porque intuyo que serán libros que me dejarán poca o nula huella. Si lo hacen, la verdad es que los acabo comprando en digital casi siempre para tenerlos o para releerlos cuando quiera (releo cuando me atasco y no encuentro nada que me llene).
Cuando me apetecen, pero no estoy segura de que me vayan a volver loca, primero los compro en digital y, si superan la prueba, me los regalo en papel. Si hay suerte hasta algunos he conseguido que me los firmen los autores.
Cuando me apetecen muchísimo, no me lo pienso, los compro en papel directamente. Sé que estoy loca, porque tengo la casa ocupada por libros, pero no me pienso mudar y, cuando me muera, mis hijos me han dicho que los van a tirar todos -son así de sinceros-, que no ocuparán espacio en sus vidas, así que también en ese sentido estoy tranquila, no serán una molestia para nadie.
Así que, si me decís que la queréis en papel antes que en digital, yo interpreto eso como algo muy, muy bueno.
Vamos a ver cómo transcurre esta aventura.
MAYTE ESTEBAN. Escritora. Abrí paso en España al mundo de la autoedición. Hoy publico con HarperCollins.
lunes, 9 de septiembre de 2019
viernes, 6 de septiembre de 2019
TENEMOS UNA PROPUESTA PARA TI
Se acerca el 11 de septiembre, día en el que se publicará en papel La colina del almendro, mi última novela, y desde HarperCollins Ibérica tenemos una propuesta.
Sí, para ti.
¿Quieres la novela firmada, completamente gratis?
¿Te apetece conocer las instalaciones de una editorial y ver cómo trabajan en ella?
¿Te gustaría charlar un rato conmigo allí?
Pues solo tienes que apuntarte en el siguiente formulario:
Se sortearán 10 pases junto con 10 ejemplares en papel y estoy segura de que será una experiencia enriquecedora para todos. Es posible hasta que os invite a comer un pedacito de bizcocho. ¿Por qué? Bueno, lo entenderéis al leer la novela...
Sí, para ti.
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Se sortearán 10 pases junto con 10 ejemplares en papel y estoy segura de que será una experiencia enriquecedora para todos. Es posible hasta que os invite a comer un pedacito de bizcocho. ¿Por qué? Bueno, lo entenderéis al leer la novela...
viernes, 30 de agosto de 2019
LE LLAMABAN BRONCO, DE LAURA SANZ
Sinopsis:
Texas, 1868
Rose Randolph vuelve al rancho familiar tras haber pasado los últimos años en Chicago. Las ilusiones que tenía puestas en su retorno al hogar se ven pronto truncadas al descubrir que su padre la ha hecho regresar para casarla con un desconocido. Su tristeza y desolación se verán mitigadas por la presencia de un atractivo e inaccesible vaquero que trabaja domando mustangs salvajes a las órdenes de su progenitor, por el que se sentirá irremediablemente fascinada. Gabriel Salas, el hombre con nombre de arcángel, al que todos llaman Bronco.
Bronco Salas no lo ha tenido fácil en los últimos tiempos. Trabaja en Las Claritas, uno de los ranchos más prósperos de la zona, mientras espera poder cumplir una promesa que le hizo a su familia, por la que ha empeñado su vida y su futuro. La llegada de la hija mayor de su arrogante patrón le supone un contratiempo con el que no había contado. Aun a sabiendas de que cualquier relación con la señora Randolph está destinada al fracaso, y que permitirse caer en la tentación que esa mujer personifica sería un gran error, no puede evitar sentirse atraído por ella.
Ciertas historias de amor están condenadas a no suceder, otras, aun pareciendo imposibles, están escritas en el destino desde el principio. La de Gabriel Salas y Rose Randolph es una de ellas…
Mis impresiones:
Le llamaban Bronco es la sexta novela que leo de Laura Sanz. Desde que la conocí con La chica del pelo azul han pasado unos años y en ellos he visto su evolución positiva como narradora. Durante cuatro novelas dejó la novela de ambientación histórica por la contemporánea, pero esta ocasión vuelve a sus orígenes de alguna manera, a una novela que transcurre hace siglo y medio, y que ha necesitado de un tiempo de documentación para hacer que la historia fuera verosímil.
Pero yo me he dicho a mí misma que no iba a hacer una reseña, que no iba a hablar del narrador equisciente, ni del pasado en el que se nos narra la historia. Tampoco del uso cuidado del lenguaje, teniendo tan en cuenta el decoro poético que hasta se ha documentado en las expresiones mexicanas de algunos de los personajes para que existieran ya en el período que nos narra, y que le dan un tremendo sabor a los diálogos.
Tampoco me apetece hablar de esos capítulos que se enlazan a través de cómo los dos personajes van viendo la misma situación, sin llegar a parecer que se repite, porque ha tenido mucho cuidado en que esas introducciones, necesarias, fueran breves. Os mataría de aburrimiento si me pusiera técnica o me entretuviera en contar que parece que estás en el Oeste americano, cuando describe las calles del pueblo o el rancho Las Claritas. O la forma en la que se visten, o las herramientas que usan, o cómo doman los caballos salvajes.
Quiero hablar de otra cosa.
Quiero hablar de lo que he sentido como lectora.
En esta sexta novela de Laura me ha pasado como en las anteriores, quería encontrar un momento para seguir leyendo. No me he dado cuenta de la cantidad de páginas que tiene, ni siquiera he ido pensando si estaba empleando bien o mal los tiempos verbales, porque en realidad estaban todos tan bien elegidos y me había metido tanto en la historia que solo quería enterarme de lo que pasaba con Gabriel y Rose.
(También hubo un momento en el que me entraron ganas de asesinar a Laura, pero esto mejor no lo explico mucho. Por si os entran ganas de mandarle a un sicario por hacernos sufrir.)
Le llamaban Bronco tiene lo que le pido a una novela: un punto de intriga, un tanto de romance, una escritura sin escollos, una lectura envolvente que me haga olvidarme del mundo y esa sensación de querer dejarlo todo para leer.
No creo que necesite más razones para enamorarme de una historia, y esta me las ha dado todas.
Etiquetas:
autoedición,
Laura Sanz,
Le llamaban Bronco
martes, 20 de agosto de 2019
EL PRINCIPIO DE LA COLINA DEL ALMENDRO
C A P Í T U L O 1
Almond Hill
Residencia de los condes de Barton
27 de julio de 1913
Querida Camille:
Me ha entristecido leer en tu carta que no vendrás a visitarnos. Esta casa hace tiempo que necesita que algo de luz entre por puertas y ventanas, y estoy segura de que solo tú puedes lograr que eso suceda. Ya sé que no te entiendes demasiado bien con papá, pero seguro que nos las podemos arreglar para que apenas coincidáis más que en las comidas, como en agosto pasado. Echo muchísimo de menos a mamá desde que murió, la preciosa familia que teníamos, y solo tus cartas me han servido de alivio en este tiempo en el que en Almond Hill solo se respira tristeza. Piénsalo, Camille, quizá encuentres un par de semanas para tu ahijada, que te extraña mucho.
Tuya,Mary E. Davenport
***
Viernes, 1 de agosto de 1913
Pasaban unos minutos de las once de la mañana cuando la señora Durrell, el ama de llaves de Almond Hill, interrumpió la tranquilidad de la biblioteca para anunciar una visita. El ocupante de la sala, Richard Davenport, conde de Barton, bebía en esos una copa de brandy mientras lidiaba con la correspondencia del día. Sentado en el elegante escritorio de caoba, levantó la vista hacia la mujer y le dio instrucciones para que hiciera pasar al visitante, pero no antes de diez minutos. En ese tiempo ordenó con tranquilidad los papeles que tenía esparcidos sobre la mesa y los guardó en un cajón.
Educado en la elitista escuela de Eton, Richard era un hombre serio y de costumbres severas. Solo había algo que alteraba la sobriedad de su carácter, su insana afición a las bebidas espirituosas, que había ido en alza tras la muerte de su esposa Elisabeth. Levantó la vista hacia el retrato de ella, situado sobre la chimenea, y por un momento pensó en que debería ser su última copa. Casi se había convencido, pero instantes después, empujado por la ansiedad que lo consumía, apuró el licor y dejó la copa con brusquedad en la mesa.
Volvió a sentir cómo la rabia le invadía, como hacía día tras día desde hacía un año, cuando la condesa murió por unas fiebres sin haberle dado un hijo varón.
Se había casado veinticinco años antes con ella, la hija mayor del duque de Bedford, y poco después había nacido su primogénito, un niño débil y enfermizo que, a pesar de los cuidados que le prodigaron, no logró sobrevivir. Tampoco lo hizo otra criatura, que se malogró a mitad del segundo embarazo de la condesa. Con el tiempo, la fortuna les sonrió y fueron padres de dos preciosas niñas tan distintas como la noche y el día: Mary Elisabeth y Mary Ellen. Sin embargo, esa felicidad siempre tuvo un pero para Richard: no tuvieron un hijo varón, lo que era causa de los desvelos del conde. Esto suponía que las posibilidades de conservar Almond Hill para los suyos eran prácticamente nulas. El patrimonio familiar no lo heredarían sus niñas, sino que pasaría, inevitablemente, al hijo de su primo, Charles Davenport, un joven de veinticuatro años asiduo de bailes y carreras de caballos, y bastante dado al despilfarro. Que Charles se quedase con el título supondría que sus hijas probablemente se tuvieran que marchar de Almond Hill a su muerte. Necesitaba conseguir antes para ellas un buen casamiento que mantuviera su estatus intacto.
Pero no era su único problema, algo más tenía desesperado al conde: la inmensa fortuna heredada de sus antepasados había mermado de manera alarmante en los últimos años. Él mismo se encargó de dilapidar el dinero, tras algunas gestiones hechas con muy poco criterio. Cierto era que conservaba intactos sus bienes, Almond Hill y los terrenos aledaños, inmensos jardines verdes que se transmutaban en un frondoso bosque donde era frecuente encontrar corzos y faisanes, pero el banco al que había pedido un crédito para cubrir las deudas contraídas por sus fallidas inversiones exigía su devolución y no sabía con qué afrontarlo. Las rentas no daban para tanto y, si no actuaba pronto, habría que empezar a tomar decisiones drásticas, a menos que quisiera perderlo todo.
Esa mañana esperaba la visita de un representante del banco con el que tenía que renegociar el importe de los plazos, por lo que se sorprendió cuando vio entrar a un desconocido en la biblioteca. Los ojos de Richard Davenport se enfrentaron a los de un señor de escasa estatura, ataviado con un gastado traje de tono gris.
—Buenos días, señor. Encantado de saludarle. Permítame que me presente: soy Angus Stockman, abogado de Londres.
El hombre se quedó plantado en medio de la biblioteca, esperando que le ofrecieran asiento en uno de los cómodos sillones de la sala, pero Richard no hizo el gesto de invitarlo. Frente a él, sobre la mullida alfombra traída de la India por el anterior conde de Barton, preguntó:
—Buenos días, señor Stockman, ¿a qué debo su visita?
Stockman, un hombre calvo y orondo que bordeaba los cincuenta, extrajo un pañuelo del bolsillo y se secó el sudor de la frente. No hacía calor, así que no cabía nada más que pensar que la noticia que traía no era fácil de transmitir y estaba destemplando sus nervios.
—Me envía mi cliente, el señor John Lowell, para… —se interrumpió, haciendo uso del pañuelo de nuevo, dejando la frase inconclusa.
—¿Para? —le animó Richard Davenport.
...
Continúa...
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martes, 13 de agosto de 2019
EL VERANO NO LECTOR
Hace años, esperaba el verano con impaciencia. Era un tiempo mágico en el que tenía todas las tardes para dedicar a leer, algo vetado en invierno. Entre las obligaciones del trabajo y de los niños, apenas me quedaba tiempo ni energía ni siquiera para llegar a la cama con ganas de abrir un libro. Por eso, las tardes de verano suponían la oportunidad de resarcirme de ese tiempo de no lecturas.
Lo tenía todo controlado.
Después de comer, acostaba a la bruji para que se echase la siesta, mientras yo esperaba con mi príncipe. A veces veíamos la tele, otras jugábamos y, las más, mientras él se entretenía con cualquier libro -me salió curioso-, yo aprovechaba para escribir un par de horas esas historias que ni por lo más remoto imaginaba que algún día leería alguien.
Cuando ella despertaba, les daba la merienda y nos íbamos al parque.
Llegar hasta allí, con el calor aplastándonos por el camino, era costoso, pero la recompensa vendría a la vuelta cuando, sobre las ocho de la tarde, cuando el clima era más benévolo, tuviéramos un agradable paseo de vuelta a casa.
Una vez allí, bajo los enormes pinos de quince metros de alto, mi príncipe buscaba a sus amigos, mi bruji jugaba con el cacharrerío que siempre acarreábamos y yo abría mi libro. De vez en cuando echaba un vistazo, para ver si todo estaba tranquilo, pero la verdad es que son tan buenos que tenía poco que vigilar.
Leía.
Un libro detrás de otro, con la tranquilidad que da saber que nadie te va a interrumpir en tu tarea. Mientras estaba en ese parque, también estaba en París, resolviendo un asesinato al lado de un detective desastroso, o me había ido a la Edad Media, de la mano de un hombre que tenía buena mano con los caballos. O, alguna vez, me sumergía en las aventuras de un niño mago, que me tenían tan fascinada como si la niña fuera yo. Daba igual, nunca he sido fiel a un género, porque creo que los buenos lectores lo son de todo, o al menos eso es lo que aprendí en mi biblioteca del alma.
Esos veranos era capaz de resarcirme de todo el tiempo de sequía lectora y, cuando acababan, me quedaba un poco la pena de saber que me esperaban otros nueve meses de intenso trabajo hasta que pudiera volver a emprender esa mágica rutina.
Pero los niños crecen, las obligaciones de madre que va al parque con ellos llegó un verano que desaparecieron. Ya iban solos a la piscina, con sus amigos, y yo no tenía nada que vigilar. Sin mis pinos, la brisa suave que mitigaba ese calor insoportable, sin ese trabajo extra, empecé a quedarme en casa. Con el ordenador a mano, casi cada verano he escrito una novela. Algunas se han publicado, otras permanecen en mi disco duro a la espera de que les llegue el turno. Leer dejó de ser una prioridad, aunque no lo abandoné.
Hasta 2019.
No sé si es que está siendo un año atípico en todo, pero el caso es que no encuentro el libro que me haga retomar el hilo, el que me enganche de nuevo a esto tan mágico que es leer. Lo he intentado, he leído muchísimos fragmentos en mi kindle, pero ninguno ha cubierto expectativas y los he dejado correr. Ya no eran las faltas de ortografía -que las hay hasta en los que presumen en sus perfiles de no tenerlas-, era el aburrimiento mortal de que me contaran una historia repetida sin el aliciente de una escritura fascinante. O que yo no tengo ganas de seguir haciendo lo mismo que he hecho hasta ahora, que hasta lo que más nos gusta llega un día que nos cansa y necesitamos explorar nuevos senderos.
Quizá este verano no lector me esté diciendo algo.
No sé, tendré que darme tiempo para averiguar si es lo que sucede.
Lo tenía todo controlado.
Después de comer, acostaba a la bruji para que se echase la siesta, mientras yo esperaba con mi príncipe. A veces veíamos la tele, otras jugábamos y, las más, mientras él se entretenía con cualquier libro -me salió curioso-, yo aprovechaba para escribir un par de horas esas historias que ni por lo más remoto imaginaba que algún día leería alguien.
Cuando ella despertaba, les daba la merienda y nos íbamos al parque.
Llegar hasta allí, con el calor aplastándonos por el camino, era costoso, pero la recompensa vendría a la vuelta cuando, sobre las ocho de la tarde, cuando el clima era más benévolo, tuviéramos un agradable paseo de vuelta a casa.
Una vez allí, bajo los enormes pinos de quince metros de alto, mi príncipe buscaba a sus amigos, mi bruji jugaba con el cacharrerío que siempre acarreábamos y yo abría mi libro. De vez en cuando echaba un vistazo, para ver si todo estaba tranquilo, pero la verdad es que son tan buenos que tenía poco que vigilar.
Leía.
Un libro detrás de otro, con la tranquilidad que da saber que nadie te va a interrumpir en tu tarea. Mientras estaba en ese parque, también estaba en París, resolviendo un asesinato al lado de un detective desastroso, o me había ido a la Edad Media, de la mano de un hombre que tenía buena mano con los caballos. O, alguna vez, me sumergía en las aventuras de un niño mago, que me tenían tan fascinada como si la niña fuera yo. Daba igual, nunca he sido fiel a un género, porque creo que los buenos lectores lo son de todo, o al menos eso es lo que aprendí en mi biblioteca del alma.
Esos veranos era capaz de resarcirme de todo el tiempo de sequía lectora y, cuando acababan, me quedaba un poco la pena de saber que me esperaban otros nueve meses de intenso trabajo hasta que pudiera volver a emprender esa mágica rutina.
Pero los niños crecen, las obligaciones de madre que va al parque con ellos llegó un verano que desaparecieron. Ya iban solos a la piscina, con sus amigos, y yo no tenía nada que vigilar. Sin mis pinos, la brisa suave que mitigaba ese calor insoportable, sin ese trabajo extra, empecé a quedarme en casa. Con el ordenador a mano, casi cada verano he escrito una novela. Algunas se han publicado, otras permanecen en mi disco duro a la espera de que les llegue el turno. Leer dejó de ser una prioridad, aunque no lo abandoné.
Hasta 2019.
No sé si es que está siendo un año atípico en todo, pero el caso es que no encuentro el libro que me haga retomar el hilo, el que me enganche de nuevo a esto tan mágico que es leer. Lo he intentado, he leído muchísimos fragmentos en mi kindle, pero ninguno ha cubierto expectativas y los he dejado correr. Ya no eran las faltas de ortografía -que las hay hasta en los que presumen en sus perfiles de no tenerlas-, era el aburrimiento mortal de que me contaran una historia repetida sin el aliciente de una escritura fascinante. O que yo no tengo ganas de seguir haciendo lo mismo que he hecho hasta ahora, que hasta lo que más nos gusta llega un día que nos cansa y necesitamos explorar nuevos senderos.
Quizá este verano no lector me esté diciendo algo.
No sé, tendré que darme tiempo para averiguar si es lo que sucede.
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